Son muchas las películas de animación de Pixar que me han llegado al corazón por su especial sensibilidad, su derroche de imaginación y su tecnología tan sorprendente, pero los personajes de Madagascar en particular constituyen una inagotable fuente de humor y placer para mí. La 1ª vez que los vi me mareaba esa frenética actividad suya, moviéndose como una exhalación de un lado para otro, dando voces y haciendo aspavientos. Pero luego empezaron a formar parte de mi imaginario personal, por su forma de hablar y de ser y sus rocambolescas historias, terminando por convertirse en parte integrante de un mundo que evoco siempre que deseo reir o soñar.
Me conmueve la tierna e ingenua visión que tienen de la vida estos seres atrapados en un zoo en medio de una gran ciudad como Nueva York, que parecen no añorar su falta de libertad porque nunca la han conocido. Teniendo un lugar donde cobijarse, aunque sea de cemento, y comida asegurada a diario, les es suficiente. Álex, el león, ha perdido sus instintos salvajes, acostumbrado a hacer las gracias que el público visitante le pide y aplaude, como un trabajo que tiene sus horarios y sus servidumbres, aunque a él parece divertirle.
Cuando por fin salen de allí, siguiendo a Martin, la cebra, que quiere conocer la jungla, su llegada a la estación central es apoteósica. La anciana con gafas de culo de vaso que surge de repente de unas escaleras exhibe una fuerza descomunal e inesperada al sacudir con su bolso a base de bien a Álex, al sentirse amenazada por él. Son unas imágenes con las que me desternillo siempre que las veo.
Al arribar a Madagascar, de esa forma tan rocambolesca, arrastrados por las corrientes marinas metidos en cajas después de que naufragara el barco en el que viajaban, y su tremenda desorientación a cerca de dónde están, me conmueven, porque es como si volvieran a nacer, como si el destino les hubiera dado una 2ª oportunidad para vivir una vida más auténtica y ser felices. En su desconocimiento del mundo real, y al ser la primera vez que experimentan aquello, son como niños pequeños, no tienen referencias. Quién no se ha sentido así alguna vez.
Las trifulcas entre Álex y Martín son la monda, cómo compiten en la playa por ser el que mejor haga la choza o el que consiga encender el fuego más grande. Ellos, junto con Gloria, la hipopótama tan enorme y tan tierna, y Melman, la jirafa alocada, descubrirán no sin muchos recelos y sobresaltos ese mundo salvaje que hasta entonces desconocían, selvas intrincadas, una curiosa tribu de lémures histriónicos, praderas de hierba y flores (un paraíso en la Tierra), y sobre todo: aprenderán a valerse por sí mismos, a no reprimir ni avergonzarse de sus instintos, y a disfrutar de la libertad con todas sus consecuencias.
Hasta los pingüinos, peculiar banda pseudomafiosa, únicos, desternillantes, han renunciado a su hábitat natural para pasarse al clima cálido. Cuando regresan a la gelidez del polo deciden volver inmediatamente a la playa, después de medio segundo de reflexión, pertrechados con tumbonas, gafas de sol y crema bronceadora. En esta película abundan los contrastes, el estar fuera de lugar y sin embargo contentos.
Esta historia es ejemplificante para nosotros, los humanos, que vivimos encerrados en la gran ciudad en casas reducidas con trabajos rutinarios, llevando una existencia a medias por temor a descubrir qué hay más allá de los estrechos muros de nuestra paralizante cotidianeidad. Lo de tomarse un año sabático, como hacen algunos, no es suficiente. Hay que cambiar el chip, conocer otros lugares, otras personas, otras formas de vivir, y no sólo por una temporada: deberíamos romper las cadenas que nos atan a la seguridad artificial en la que nos movemos y atrevernos a experimentar cosas nuevas, a existir con plenitud, intensamente.
Seamos como los personajes de Madagascar, así de espontáneos, de honestos, de libres. Venzamos nuestros temores, como hicieron ellos.
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