Lleva poco más de dos años mi hijo yendo al dentista, y la verdad es que durante ese tiempo la transformación que ha sufrido Miguel Ángel en todos los sentidos ha sido más que evidente.
La primera vez que fuimos y conocimos a la doctora Laura nos pareció muy dulce. Como es el área de atención infantil y juvenil, está acostumbrada a tratar sobre todo con niños más pequeños, y siempre habla a Miguel Ángel como si tuviera 5 ó 6 años. Mientras trabaja en su boca, va diciendo con voz cariñosa todo lo que ve y le regaña entre suave e insistente por no tener más cuidado con su higiene dental.
Yo espero en un asiento cerca de ellos, y mientras escucho lo que dice la doctora, observo cómo está decorada su consulta, llena de dibujos que sus pequeños pacientes le dedican cuando pasan por allí.
Creo que fue al final de la segunda visita cuando Miguel Ángel se medio desmayó. Nos encaminábamos a la salida cuando veo que se va desplomando poco a poco a mi lado. Lo sujeté como pude, antes de que cayera al suelo, pero no podía con él. En seguida acudieron algunas de las personas que estaban sentadas en la sala de espera y me ayudaron a ponerlo en uno de los sillones, donde se quedó medio recostado, pálido como un muerto. Un hombre muy amable llegó con gran presteza con una lata de Coca Cola, que le vino muy bien. Y lo que es la educación, todos volvieron a sus asientos, nos echaron un pequeño vistazo para ver si todo iba bien y no volvieron a mirarnos más. No hicieron lo que la mayoría de la gente, que se queda mirando fijamente ante cualquier percance que suceda a su alrededor.
La clínica a la que acudimos es un sitio muy caro que está situado en una zona inmejorable de Madrid. Allí van personas con una clase impresionante, algo que se nota enseguida y no precisamente por la ostentación en el vestir o cosa parecida. Y por supuesto se percibe en los modales, que son exquisitos. Nos la recomendó mi padre, que a su vez se la había recomendado un antiguo compañero de trabajo. Él tuvo que rehacer toda su boca y la verdad es que le hicieron un trabajo exhaustivo: ignoraba que se pudiera estudiar el tono de la dentadura postiza en función del tono de tu piel, para saber qué es lo que queda mejor estéticamente.
La última vez que fuimos, hace un par de días, la doctora Laura había cambiado de consulta. Ya no se veían dibujos de los niños a los que atiende. Una gran encimera blanca con cajoneras amarillas circundaba casi toda la habitación, un par de lavabos, dispensadores de jabón y papel, un visor luminoso para poner radiografías, pequeños artilugios aquí y allá y un busto recubierto con una piel de de goma demasiado rosácea que representaba un hombre con los ojos cerrados y la boca abierta. Tenía un look años 50 y bien podrían haberlo adquirido en una tienda de objetos kitsch.
Miguel Ángel, más natural y comunicativo que nunca (benditas terapias), dijo qué pieza quería que le arreglasen, de todas las que se tiene que empastar (sólo es una por sesión), y le pidió a la doctora que no le metiese el gancho antes de haberle puesto la anestesia, como había hecho en ocasiones anteriores, afirmando con una curiosa frase que“porque veo a Cristo”. Laura suele introducir una especie de gancho entre los dientes para comprobar los deterioros antes de ponerse a trabajar. Después de aquello, hasta las hizo reir a ella y la auxiliar en una par de ocasiones con sus ocurrencias.
La enfermera auxiliar, una chica sudamericana muy atractiva que lleva siempre su pelo azabache y brillante recogido en una cola, vestía llamativa chaqueta sanitaria fucsia con zuecos de goma a juego, y pantalón tostado. Ella es la que mantiene el tubo azul aspirador de salivas en la boca de los pacientes.
"Mira mamá cómo lo tiene", me dice Laura siempre que vamos, para enseñarme con el espejito metido dentro de la boca de Miguel Ángel en qué estado se encuentra su dentadura. Nos llama mamá a todas las madres que pasamos por allí porque no sabe nuestros nombres. Yo me levanto y me acerco un momento a ver lo que me quiere enseñar.
"Mira mamá cómo lo tiene", me dice Laura siempre que vamos, para enseñarme con el espejito metido dentro de la boca de Miguel Ángel en qué estado se encuentra su dentadura. Nos llama mamá a todas las madres que pasamos por allí porque no sabe nuestros nombres. Yo me levanto y me acerco un momento a ver lo que me quiere enseñar.
En una pantalla superpanorámica de ordenador aparece a un lado una interminable lista de pacientes cuyo primer apellido coincide con el de Miguel Ángel, y pinchado el nombre de él se abre en el otro lado la última radiografía maxilar que le hicieron.
Mi hijo, tendido sobre un largo sillón abatible, se dejaba hacer. Un gran brazo amarillo anclado en el techo acercaba una potente luz a su cara, y otro brazo del mismo color salía del sillón sujetando una gran bandeja. De una mesa móvil llena de artilugios iba sacando la doctora todo lo que necesitaba: un torno, la varilla con espejito, el tubo de aire a presión, el administrador de la pasta… La auxiliar, ya casi al final, se puso unas gafas rojas e introdujo en su boca una pistola con una luz fosforescente, que actúa de secado.
Viendo a Miguel Ángel allí tumbado y con toda esa luz y parafernalia alrededor, me recordó al astronauta de 2001: una odisea del espacio, cuando el protagonista permanece en el interior de la nave, en un ambiente aséptico aparentemente tranquilo pero en realidad víctima de una amenaza soterrada a punto de caer sobre él. Dominados por las máquinas.
Interrumpe el devenir de mis elucubraciones fantásticas la llegada de otro doctor, el dueño de la clínica, que pese a no ser mayor se mueve trabajosamente con ayuda de un bastón metálico oscuro. Posa sus cálidos ojos azul claro en nosotras mientras se lamenta con una suave voz de los técnicos que tendrían que haber venido para arreglar un problema informático.
Miguel Ángel me preguntaba que por qué le regañaba la doctora por no ser lo suficientemente cuidadoso con su boca. "Yo le doy de comer", me dice. Él desconoce aún lo que es la ética profesional. "También los policías amonestan a los que infringen la ley, aunque el que exista delincuentes les permita tener trabajo, porque lo que está bien hecho es lo correcto siempre", se me ocurre decirle.
Miguel Ángel ahora llega casi al final del sillón cuando está tumbado de lo mucho que ha crecido, no como al principio, y ya no ha vuelto a desmayarse, aunque se siga poniendo nervioso. Lo de tener miedo al dentista es un mito del pasado en lugares así.
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