miércoles, 4 de enero de 2012

¡Oh mi capitán, mi capitán! (El buen profesor)


Estaba viendo Adiós, Mr. Chips, que cogí ya muy empezada, película que ponen todas las Navidades, cuando me dio por pensar en todos y todas los Mr. Chips que he conocido a lo largo de mi vida, no muchos la verdad.

La srta. Pilar López cuando tenía 9 ó 10 años, que sólo estuvo un año en el colegio, a la que todos acudíamos como abejas a la miel. No recuerdo cómo daba las clases, pero sí de la sensación de paz que nos transmitía, su sosiego y su enorme afecto. Todos estábamos ansiosos de una palabra amable, de una consideración y un respeto que no solíamos encontrar. Tendría treinta y pocos años por entonces. Sencilla, cariñosa, derrochaba amor por los cuatro costados como algo que salía de ella sin ningún esfuerzo, espontáneamente. Lamentamos mucho que se marchara, intentamos convencerla para que se quedara pero no fue posible. Había tenido un encontronazo con el director y no estaba a gusto. La recordamos con veneración durante mucho tiempo, y casi nos llegó a parecer irreal, su imagen diluida en la niebla del pasado, porque una persona tan especial parece increíble que pueda existir.

D. Enrique me recordaba al profesor de Los niños del coro, sólo que tenía un poco más de mal genio. Cincuentón, soltero, sin hijos, sus alumnos éramos esos niños que nunca había tenido. Su vida era la enseñanza, y a ella se entregaba con todo su afán.
La srta. Mª José, que nos dio clase cuando teníamos 12 y 13 años, era una casi treinteañera muy sesuda y liberal que gustaba de darnos consejos para la vida y de hablarnos de sus experiencias personales, sobre todo en relación a la amistad y la familia. A veces era un poco sarcástica, pero nos quería a todos a su manera y nos lo hacía notar. Fue a visitarnos acompañada de su novio cuando ya estábamos en el instituto. Se preocupaba siempre mucho por nosotros.
En la facultad hubo una profesora, una rumana de unos 30 años, que nos hablaba de la situación de su país en aquella época, tan delicada, y se lamentaba de que allí no existían libertades ni derechos humanos. Siempre parecía triste. Era una persona muy sensible, muy dulce. Murió de cáncer, al igual que un hermano suyo, poco tiempo después.

Me preguntaba al ver la película que antes mencionaba qué sería de Mr, Chips en los tiempos actuales. Un profesor con un grado de implicación como el suyo, con una vocación como la que él tenía, que hacía de sus alumnos seres a los que considerar individualmente, no como una masa. Conocía a todos y cada uno de los que pasaban por sus clases como si fueran miembros de su familia, y eran multitud. Casado y sin hijos, su ternura, su rectitud, su talante sentimental, le hacían ser respetado y muy querido por todos. Era sencillamente adorable.

“¿Por qué se tiene que ir mamá?”, me preguntaba mi hija que, mientras se arreglaba para salir, echó un vistazo a la televisión en el momento en que Mr. Chips hacía su discurso de despedida. Las cosas tan tiernas que les decía a sus alumnos y la reacción de éstos, que prorrumpían en ovaciones y casi no le dejaban hablar, llamaban la atención de Ana y seguramente le hacían reconocer ese algo especial que sólo tienen unos pocos docentes, que hacen que se los recuerde para el resto de nuestras vidas.

Ella sin duda se acordaría de Vicente, el profesor que tuvo con 7 y 8 años, un hombre que siempre lucía una sonrisa en los labios. Era una persona muy entrañable, y al mismo tiempo decidido y seguro de sí. Sabía valorar y promocionar a sus alumnos y hacía que el estudio fuera algo interesante. Al final de curso se hizo una foto con cada uno de ellos, la pegó en un diploma y escribió el siguiente texto, cada uno con su nombre: “A Ana, se lo ha ganado por termina su primer ciclo de Educación Primaria con esfuerzo e ilusión”. Luego les regaló un libro a cada uno también.

Escuchaba en el programa de entrevistas de Iñaki Gabilondo en televisión las palabras de Emilio Lledó, filósofo y profesor retirado. Daba gusto oirle hablar. “Me siento orgulloso, cuando fui profesor, de haber creado un espacio humano y social”. Es una persona muy mayor con valores eternos, valores que pertenecen a todas las épocas. “La decencia, es una palabra tan bonita”. “Si en la vida hay que oponerse se debe hacer con armas humanas”. Él está convencido de que las mentes prodigiosas abundan entre la multitud de seres anónimos.“Palabras claras, limpias, que salen de la boca de personas inteligentes y sabias, de las muchas que se pueden oír por ejemplo en la radio, en algún programa matutino, mientras desayuno”.

Mr. Chips sería una figura única en un mundo como el de hoy, alguien al que terminarían imitando el resto de los profesores, los que tuvieran cierta vocación. Los valores que transmitía nunca estarán trasnochados, porque son los pilares de una sociedad sin los cuales ésta se derrumbaría. Hay actualmente una gran falta de humanidad y de respeto en las aulas, cuando el alumno necesita más que nunca ser atendido y valorado como persona, y el profesor también.

Tendría que haber muchos Mr.Chips que fueran como él capaces de crear un clima de confianza y respeto mutuo, personas capaces de transmitir los conocimientos interesando a los que los escuchan, sin aburrir. Personas cuya generosidad fuera más allá de la perfección o la excelencia académica, y se extendiera también a las relaciones humanas. Habría que derribar las barreras que unos a otros nos imponemos, descubrir nuestras almas desnudas y ponerlas en la palestra. Sin tabúes, sin prejuicios, que fuera posible hablar sobre cualquier cosa sin ambages, no sólo de lo que está escrito en los libros. Qué son un montón de datos sin un trasfondo humano, sin un sentido práctico que los pueda hacer aplicables a nuestras vidas. Y eso sólo lo puede hacer el buen profesor.

Pero pocos profesores hay que despierten el apoyo incondicional de sus alumnos, como en El club de los poetas muertos. Alguien que enseñaba a los chicos a pensar por sí mismos, que les mostraba no sólo la pura teoría sino también el sentido de todo, y que por salirse de las normas establecidas fue denigrado por el sistema. No puedo dejar de recordar a aquellos chavales puestos de pie sobre sus pupitres, que se despedían de él exclamando alternativamente una frase de un poema de Walt Whitman que les había enseñado: “¡Oh mi capitán, mi capitán!”.

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