Se preguntaba mi hijo hace unos días cuál es la opción profesional más adecuada para él, pues a sus 16 años ha llegado a un momento de su vida en que ya tiene que tomar algunas decisiones propias de la edad adulta.
En septiembre u octubre, si todo va bien, le darán el alta en el Hospital de Día donde sigue sus terapias psicológicas, pero el más de año y medio que se ha tirado de baja en el instituto ha sido una larga interrupción en su trayectoria académica. Ha perdido el ritmo de estudio, si es que alguna vez lo tuvo realmente, y sus posibilidades laborales se ven, si no reducidas, sí orientadas a tareas para las que creo que se desperdiciaría su inteligencia y sus capacidades.
Y me refiero a los oficios. Miguel Ángel habló en un cierto momento de mecánico de aviones en el Ejército. La milicia sigue siendo su meta, pero para alistarse hay que haber aprobado hasta 2º ESO, que era lo que antes se consideraba bachiller elemental. La inminencia de tener que hacer una elección profesional, para que no quede ningún año en blanco hasta que sea mayor de edad, parece que le avoca a aprender algún oficio. Me han comentado que los mecánicos de avión del Ejército ganan bastante dinero, pues se encargan de supervisar el buen estado de los aparatos antes de cada despegue, y esa enorme responsabilidad se paga. Pero aunque lo del sueldo cuantioso le atrae, él necesita acción.
Y entonces sigue indeciso. Unos días dice una cosa aparentemente muy convencido, y otros días dice otra desdiciéndose de lo anterior. No sabe lo que quiere realmente, está hecho un lío. Y es que esa incapacidad para tomar las riendas de su propia vida forma parte de los síntomas que llevan consigo los trastornos de la personalidad, como el suyo. Y también su juventud e inmadurez tienen mucho que ver. “Cualquier decisión que tomes no tiene por qué ser definitiva, prueba una cosa, otra, hasta que encuentres lo que más te guste”, le digo para aminorar la presión que le atosiga. A veces parece que nos jugamos la vida a una sola carta, y no es así.
Alistarse sin más, sin aprender ningún oficio, parece que ya no le convence tanto como antes. “¿Y qué pasará cuando tenga que matar a alguien?”, me dice. “Creía que eso no sería ningún problema para ti, a juzgar por el gusto con el que matas gente en tus videojuegos”, le contesté para ver cómo reaccionaba ante esa idea. “Hay que estar muy mal de la cabeza para que a alguien le pueda gustar matar”, me responde muy serio. Entre otras cosas que se le han despertado a Miguel Ángel con sus tratamientos está la humanidad. Aunque pueda parecer mentira, antes le era casi imposible ponerse en la piel del otro. Esa nueva conciencia nacida en él me produce una secreta emoción y un gran alivio: qué seríamos si no compartiéramos con los demás como mínimo el respeto por la vida ajena, nos convertiríamos en mercenarios, en psicópatas.
“No te preocupes, allí te entrenan para el combate, te dan unas nociones de autodefensa y te mentalizan para lo que vas a hacer. No se trata de llegar y ponerse a pegar tiros sin ton ni son, así en frío. Todo tiene una motivación, y la del militar es defender a su nación”, le comenté. Pero llegados a este punto me asaltaron las dudas: una guerra como la de Afganistán, donde todos los días hay combates, heridos y hojas de servicio como la que hace poco publicó Pérez Reverte en su sección del XL Semanal, donde se da cuenta de heridos, acciones de soldados y jefes, y descripción de maniobras bélicas destinadas a repeler los ataques enemigos, por alguna razón está siendo silenciada. En casos así parece incluso vergonzoso jugarse la vida por tu país, pues los hechos que acontecen en esta guerra son ocultados a la opinión pública como si fueran algo execrable.
Antes era un honor y un orgullo formar parte del Ejército y partirse el pecho por tu nación. No todo el mundo es capaz de cotas semejantes de valor. Pero hoy en día ocurre todo lo contrario. Si realmente es tan vergonzoso participar en un conflicto bélico, ya que las guerras están más que denostadas y parecen propias de países con escaso desarrollo, lo cual es cierto, pues entonces no participemos en ninguna, pero no digamos que no lo estamos haciendo si es así. Enviar al campo de batalla a nuestros soldados en secreto es negarles la consideración que les es debida, el reconocimiento a una labor peligrosa para la que el dinero o las medallas no es recompensa suficiente.
Supongo que el auténtico militar hace las cosas por convicción personal, sin esperar nada a cambio. Ciertos valores que parecen en desuso, un sentido muy estricto del deber y del sacrificio son combustible suficiente para mover el motor de sus aspiraciones. Los desfiles, las condecoraciones y el resto de la parafernalia intrínseca al estamento castrense no bastan para que una persona desarrolle con cierto aprovechamiento una profesión como esa. Pero no deja de ser una triste gracia que además halla que esconderse como si se fuese casi un delincuente o un apestado.
“¿Pero qué es lo que te gusta del Ejército Miguel Ángel?”, le pregunté a mi hijo. “No sé, no es nada en concreto, siempre me ha gustado, desde que era pequeño”, me contestó. Algo en ese ambiente, el compañerismo, la camaradería, el hacer algo importante por los demás, la actividad (él necesita quemar adrenalina, y no con cualquier cosa), o todo un poco, es lo que le atrae. Pero miro a lo que está pasando en Afganistán, y no entiendo lo que hacen nuestras autoridades, este sinsentido oficial. Y me adolezco por Miguel Ángel, que quiere partirse el pecho por un país que no reconoce a los corderos que manda al sacrificio.
No saben quizá los gobernantes, sean del signo que sean, que la generación que nos precede viene pisando fuerte y tienen el mundo en sus manos. Los jóvenes se merecen todas las oportunidades posibles, sin mentiras, sin escatimar medios, sin miserias. Y en medio de toda esta incertidumbre acerca del futuro está mi hijo, intentando tomar decisiones.
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