viernes, 18 de mayo de 2012

Descubrimiento

Me han mandado hace unos días un video en el que se podía ver cómo, en 1976, el equipo del explorador Jean-Pierre Dutilleaux entró por primera vez en contacto con la tribu primitiva de los Toulambis (Papua, Nueva Guinea), cuyos miembros nunca habían visto a seres humanos de piel blanca.

En aquella selva sólo estaban el cámara y el citado explorador. Los miembros de la tribu se disponían a cruzar un río de aguas turbulentas cuando se toparon con ellos. Dutilleaux estaba preparando una cámara fotográfica sobre un trípode. Al verlos se quedó parado donde estaba y comenzó a hablarles y a tenderles sus manos en señal de amistad.

Los recién llegados, dos hombres de casi 40 años, unas cuantas mujeres y bastantes niños, con la nariz atravesada por unos largos huesos y unas pequeñas plumas blancas y rojas en la cabeza, les miraban con infinita sorpresa y temor desde el otro lado de la orilla. Con sus arcos apuntaban hacia ellos preparados para un posible ataque.

Cruzaron después lentamente el río caminando por encima de un vacilante tronco. Sus ojos estaban abiertos como platos por el asombro. Miraban alternativamente a la cámara fotográfica, como si fuera un arma peligrosa, al explorador y al cámara que tomaba las imágenes, que también les tendió la mano que le quedaba libre.

Los indígenas miraban miedosos, desconfiados, y junto a los arcos y flechas seguían blandiendo sus armas dispuestos a defenderse, unas hachas muy rústicas. No entendían las palabras que se les dirigían, pero sí los gestos. Con gran temor acercaron sus dedos a una de las manos que les tendía Ditilleaux, pero los retiraron enseguida sin casi rozarlos con un respingo. Otro de los nativos hizo lo propio con el cámara. Parecía reinar el desconcierto general.

Pero pronto consiguieron vencer su aprensión. Empezaron a tocar los brazos del explorador, su pecho, su cabeza, sus muslos. Se miraban a sí mismos y lo miraban a él sin comprender la diferencia de color en la piel. En su mente no cabía imaginar que hubiera otros seres humanos con apariencia distinta a la de ellos.

El explorador les empezó a enseñar objetos que, sin duda, tampoco habían visto nunca. Una caja de cerillas, haciendo Ditilleaux una demostración encendiendo una, para asombro y curiosidad de los nativos. Un enorme machete, con el que hizo otra demostración cortando el tronco de un árbol caído. Un pequeño cuchillo, con el que uno de los nativos hizo unos cortes en una ramita. La cámara de fotos también les llamó mucho la atención.

Pero lo que más les impactó fue cuando les mostró un pequeño espejo. Al mirarlo se asustaron muchísimo. Lo cogían poniendo una hoja verde encima como para protegerse de sus posibles efectos. Quizá sólo se habían visto a sí mismos en alguna imagen reflejada en el agua, pero nunca con tanta nitidez. Puede que no se reconocieran, que no supieran cómo eran ellos realmente. Miraban por detrás del objeto por si salía de allí lo que veían.

Ditilleaux les ofreció arroz blanco cocido con una cuchara. El primero que lo probó lo degustó unos instantes pero luego lo escupió con asco. No suele ser fácil acostumbrarse a los nuevos sabores. Pero eso no le arredró, quiso seguir intentándolo, y esta vez cogió él mismo del puchero con sus manos. Los demás siguieron su ejemplo, y al final a todos les gustó, a juzgar por la avidez con que comían.

Después otro de los nativos, con un niño en los brazos, se acercó al campamento que los expedicionarios tenían montado. Tocaba con mucha suavidad los objetos que allí encontró, cogía botellas y vasos de plástico de muchos colores. Esas formas, esas texturas, le eran desconocidas.

Se pusieron a cantar y a bailar como para darles la bienvenida ya sin reparos, y los condujeron a su asentamiento, en donde había más hombres y de más edad. Ditilleaux les dio una grabadora, en donde uno de los nativos, el que parecía encabezar al grupo todo el tiempo, grabó un pequeño e improvisado discurso que provocó la hilaridad de todos cuando fue reproducido. Los niños miraban asombrados y sonreían.

Me conmovió la ingenuidad con que lo miraban y tocaban todo, el primer contacto con otra raza, con otra cultura. Se les podría considerar seres puros, aún no contaminados con las lacras de la sociedad moderna, libres de malicia. Me conmovió también su temor, como los niños que se asoman a mundos desconocidos de los que no saben qué pueden esperar. Ellos no tenían ipod, ni portátil, ni ningún otro artilugio puntero de los que ahora parece que no podemos prescindir. Y sin embargo se los veía felices.  

Todo un descubrimiento.

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