jueves, 10 de mayo de 2012

Pasión atlética


Como la Metro Goldwyn Mayer

Ayer mi barrio estaba como en un día cualquiera de partido, aunque en el estadio no se jugaba ningún encuentro. Los aficionados del Atlético de Madrid copaban los alrededores y se concentraban en los bares para ser testigos de las evoluciones de su equipo en la televisión, y cada gol era celebrado con vítores y tracas en un grado de escándalo tal que se diría que les iba la vida en ello.

Por alguna extraña razón dos equipos españoles eran finalistas de una liga europea y se disputaban el trofeo en territorio extranjero. Me preguntaba cómo era posible que hubieran conseguido vencer al resto de Europa: o ellos son muy malos o nosotros muy buenos. Y sobre todo cómo el Atleti había podido llegar a esa fase, cuando desde hace mucho se le considera un equipo poco lucido y con poca suerte. Quizá no esté yo muy al tanto.

Hace dos semanas una agencia de viajes especializada en eventos futboleros repartía propaganda en mi barrio ofreciendo una “ganga” para asistir al encuentro de Bucarest: avión ida y vuelta y traslados en bus 550 €. No incluía la entrada al estadio, ni comidas. Tener mucho mundo consiste ahora en seguir ciegamente a tu equipo allá donde vaya, aunque el viaje sea sólo ir del aeropuerto al estadio y viceversa, y dar algún paseo por los alrededores.

Y vi el partido, pues mi hijo sentía curiosidad por sabe qué iba a pasar. El estadio de Bucarest tiene un aire antiguo y la hierba en el campo es perfecta. Los jugadores vascos abusaron de las entradas antideportivas, tirándose todo el tiempo bajo los atléticos con las piernas estiradas y los clavos de sus zapatillas en punta, listos para hacer daño. Pero su juego no tenía garra, era como si salieran dando por anticipado su derrota. El Atlético estuvo ágil, y en todo momento hasta el final el encuentro no decayó ni un instante por parte de ambos equipos.

Me hizo gracia que saliera un espontáneo. Hacía tiempo que no veía algo así. El comentarista televisivo dijo que era una vergüenza, “llegar a una final europea y darse el viaje para esto…”, afirmó consternado.

Qué cara de pena tenían los vascos en las gradas durante el partido, todos mustios con sus enormes chapelas sobre sus cabezas. No ha sido nunca el Atlético de Bilbao santo de mi devoción, desde que hace muchos años disputó junto a mi casa un encuentro con el Betis. Todos apostaban por el equipo bilbaíno, las calles se llenaron en su mayoría de forofos suyos. Mi hermana y yo, que en realidad nunca nos ha gustado el fútbol, decidimos participar a nuestra manera: fabricamos una enorme bandera verde con papel pinocho, la atamos a un palo y la hicimos ondear desde las ventanas de casa. Era un día luminoso y hacía calor.

En contra del pronóstico general, ganó el Betis (quizá el apoyo que le dimos nosotras convocó la buena fortuna), y al día siguiente aún se veía a los bilbaínos tirados por las aceras, llorosos, que habían pasado la noche a la intemperie, intentando asimilar la derrota. Desde aquel momento supuso siempre un misterio para mí la forma como un acontecimiento deportivo puede influir en la vida de una persona, cuál es el sentido profundo que lleva a un ser humano a tomar como algo personal un simple juego, algo que no pertenece a la esfera privada como es la familia, el amor o los amigos, hasta el punto de afectar a la parte más íntima de su ser.

Mi hermana y mi cuñado, que viven en un primer piso, junto al estadio también, llamaron en dos ocasiones a la policía por el escándalo que había en la calle. Bajo su ventana, y al socaire de los bares que normalmente no tienen casi un alma pero que en esas ocasiones hacen el agosto, gritaban, hacían sonar trompas y tiraban tracas desde hacía horas los aficionados atletistas. En días de partido es lo corriente, pero ayer el partido no se celebraba allí. Nadie acudió a su llamada. “El mundo es de los malos”, me ponía mi hermana indignada y pesarosa en un mensaje al móvil, contestando uno mío que les había enviado para saber cómo lo llevaban. La gente va a su bola, da igual cuál sea su comportamiento, con completa impunidad. 

Se llevarán con el tiempo el estadio atlelista, no sabemos cuándo, porque han dicho muchas fechas y todas han sido falsas, y entonces a los vecinos que aún nos queda un poco de cordura, los que pasamos del fútbol, no muchos, caminaremos triunfantes por encima de las lágrimas de los aficionados del club, tristes porque cambiará la emblemática ubicación de su sede, que se tendrán que ir a otra parte a dar la murga. Tan triunfantes como los del Atlético de Madrid ayer, en Bucarest.

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