miércoles, 23 de mayo de 2012

Un poco de todo (XLV)


- Hay una oleada de novedades editoriales últimamente con más fines comerciales que pretensiones literarias. Todo el mundo se ha puesto a escribir libros sobre su vida, especialmente si hay cosas truculentas en ella que contar.

Hace poco nos sorprendía Isabel Sartorius con unas desoladoras memorias en las que narraba sin tapujos sus desdichas en la infancia y juventud, cuyas secuelas psicológicas aún no ha superado. Experiencias personales que jamás hubiéramos sospechado, que nos han provocado estupor y tristeza, y que sin duda habrán servido a su autora de catarsis.

Nada hay más liberador que compartir las cargas del alma, los secretos pesares, exponer a la opinión pública los trapos sucios para dejar libres a los fantasmas que llenan de oscuridad nuestro mundo interior. Hay un momento en la vida en que te puedes permitir el lujo de hacer y decir lo que te de la gana, o casi. Es como si hubiéramos conseguido entender el pudor de forma diferente, y le damos más importancia a otras cosas.

Poco después le tocó el turno de exhibición de las propias miserias a Javier Sardá con su Mierda de infancia. También en esta ocasión nos dejamos invadir por la sorpresa y la pena cuando el periodista nos narra las muertes de sus seres queridos más cercanos. Inadaptado en el colegio, en la mili… Posicionamiento político feroz. Siempre vi en Sardá, detrás de su sonrisa casi permanente y su gesto amable, una rabia, un sarcasmo pertinaz, que la fama ha parecido acrecentar. Con su hermana tengo la misma impresión.
Lo cual viene a querer decir que, independientemente de la posición social en la que se haya nacido o el éxito profesional que se haya conseguido alcanzar, las luces y las sombras están presentes en el pasado de todos, y probablemente son las sombras las que determinan con más fuerza nuestra trayectoria vital.

- Hay una escena en Postales desde el filo que siempre me ha encantado. Cuántas escenas de tantas películas se nos han quedado grabadas en la memoria la 1ª vez que las vimos y han sido una referencia en ciertos momentos de nuestra vida. En la que traigo a colación se ve a una madre (la gran Shirley MacLaine) y una hija (la inefable Meryl Streep), en el hospital porque aquella ha tenido un accidente de coche, nada que sea de importancia, una herida en la cabeza. La hija acaba de llegar, asustada, y abraza a su madre. Habían tenido recientemente una de sus múltiples discusiones, ambas llevan una vida difícil a causa de sus tóxicas dependencias, y tienen una relación complicada, aunque se quieran. La hija, mientras la madre habla, una charla intrascendental acerca de cosas del pasado y del presente, salpicada de humor, va devolviendo a su progenitora su aspecto habitual.

Primero la maquilla un poco, luego le pone las pestañas postizas, después el colorete. La madre se pinta los labios mientras la hija le cubre la cabeza, sin apenas pelo, con un pañuelo rosa. Se perfila los labios mirándose en un espejito, mientras la hija le pone los pendientes. Ella ha sido y es aún una estrella que cantaba y bailaba con mucho éxito. Nos adolecemos por los estragos que el paso del tiempo ha hecho en ella, pues se ve que debió ser una mujer muy bella. Pero ella libra su particular batalla contra el deterioro de la vejez, y no se arredra. Cuando ya está lista para atender a la prensa, que la espera fuera con sus cámaras y sus voraces micrófonos, se detiene un momento cerca de la cama del otro enfermo con el que comparte habitación, que protesta humorísticamente por tanta charla, le pone una mano en la cara y dice: “Este hombre es una verdadera dinamo en la cama. Ya sabes, manos frías…” Luego se pone un espectacular abrigo de piel, mientras la hija guarda en su bolso la peluca que suele utilizar y que ahora está manchada de sangre. Una escena, que podría resultar desagradable o truculenta, se convierte en algo cotidiano, natural.

Asistimos a la transformación de una mujer que, por su cualidad de artista, pasa por infinitos estados de ánimo. Al principio desvalida, llorosa y quejicosa cuando llega su hija, luego, como si dejara atrás la mala experiencia reciente, va recobrando su dulzura y su temple, para terminar convirtiéndose en la mujer que ha sido siempre, irónica, desenfadada, coqueta, con un toque sofisticado. Shirley MacLaine es capaz de transmitirnos todo ese proceso con enorme sutileza, siempre magistral, única.

Asistimos también a la especial relación de una madre y una hija que no lo han tenido fácil en la vida para llegar a ser quienes son, y a las que sin embargo unen unos lazos invisibles cuya fuerza no se puede explicar con palabras.

Parece querer decirnos que hay que vivir el presente, que hay que dejar atrás los fantasmas del pasado, aunque sepamos que están ahí y nunca se van a ir, y disfrutemos de la vida lo más plenamente posible.

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