martes, 8 de mayo de 2012

Un paseo con Joan Manuel Serrat

Veía el otro día a Joan Manuel Serrat entrevistado por Javier Sardá en el primer programa de su nueva singladura televisiva, y me produjo una sensación muy reconfortante. Ya tiene 68 años, y sin embargo, aunque ha cambiado su apariencia externa con los inevitables estragos del paso del tiempo, y se le ve mucho más calmo, aunque él fue siempre un hombre tranquilo, sigue siendo el mismo ser humano que nos ha acompañado desde nuestra niñez con sus canciones, tan tiernas, tan profundas, tan elocuentes en su aparente sencillez.

Pero no fue ésta una entrevista convencional. Sardá visitó con Serrat los lugares más significativos del cantautor. Empezó con el colegio religioso en el que estudió siendo niño, los escolapios de Sant Antoni y, para mi sorpresa, aunque hizo alguna alusión irónica a algún aspecto de la gente de iglesia, incitado por el periodista, resultó ser tremendamente respetuoso con las cosas de la religión. “Se dice sacerdotes, no curas”, le dijo a Sardá con cierta retranca en un momento dado. Éste pretendía comparar sus malas experiencias de infancia en otro colegio religioso con las de Serrat, como haciendo causa común, pero ni las personas reaccionan igual ante determinadas cosas ni sus personalidades tienen nada que ver.

En una de las aulas del colegio, precioso, majestuoso y antiguo, se sentaron en unos pequeños asientos frente a los pupitres, y Sardá desplegó un papel en el que se podían leer las notas que Serrat había sacado con 6 años, en el año 50. Todo simples aprobados, menos curiosamente en Formación del Espíritu Nacional y en Religión, en las que sacó sobresaliente. Si pensamos en su trayectoria posterior, muy de izquierda, y lo combativo políticamente que fue en su juventud, nadie podría imaginar que de niño destacara en ese tipo de cosas. Los dos se estuvieron riendo un ratito muy jocosamente. Cómo debe comportarse el niño en las visitas, era otra de las lecciones que les daban en Urbanidad.

Fueron al patio, y Sardá le preguntó si había sido travieso y si le había pegado alguna vez algún profesor. “Travieso si he sido, siempre me estaba cayendo y haciéndome heridas, pero no me pegó ningún profesor. Sí he visto a algún compañero golpeado. Pero también lo vi en la mili, cómo el sargento le daba puntapiés a un soldado. Eso siempre ha existido”. Sardá se quejó de que a él sí le había pegado uno de los sacerdotes que era profesor en su colegio: tenían costumbre de que, cuando te sacaban a la pizarra y te equivocabas en algo, te daban un golpe en la cabeza y ésta rebotaba en el encerado.

Sardá llevó al cantante a ver a la 1ª profesora que tuvo cuando entró en el colegio, que además fue vecina y amiga de su familia. Muy emocionado la abrazó, pequeñita a su lado, muy mayor, pero tan dicharachera y dulce como debía haber sido siempre. A ella le dedicó en sus comienzos una de sus canciones.

Luego fueron a la capilla, del tamaño de una gran iglesia, muy bonita. A Sardá le faltó tiempo para ponerse al otro lado del altar, y llamó a Serrat para que hiciera lo mismo, pero él estuvo dubitante. “Ese no es mi lugar, no sé, se me hace raro”. El periodista le preguntó si se había aburrido mucho siendo monaguillo, pero él le dijo que no, que como era un niño inquieto se lo pasaba bien no teniendo que estar inmóvil sentado en los bancos escuchando la Misa. “¿Crees en Dios?”, le preguntó cuando ya se hubo puesto tras el altar, un poco incómodo. Un gran Cristo colgado en la pared del fondo junto a ellos presidía la escena. “Sí, por qué no. Creo que hay algo superior a nosotros, alguien que nos ha creado, todo”, y mientras se explicaba hacía un significativo gesto con los brazos como si abarcara el mundo. Serrat transmite con todo el cuerpo, no sólo con las palabras.

En ese momento comprendí cómo alguien que, por su ideología, podría hacer pensar que es ateo, había sido capaz de escribir una canción como El Cristo de los gitanos, aquella saeta que en su voz me ha erizado siempre la piel. No podía ser que alguien que no creyera en Dios fuera capaz de componer y cantar de esa manera sobre la crucifixión.

Después estuvieron en un enorme y luminoso restaurante acristalado frente al mar, y allí Sardá había convocado a dos de los amigos de Joan Manuel, Víctor Manuel y Ana Belén, que aparecieron de repente para sorprenderle. Durante la comida estuvieron charlando entre risas sobre cosas del pasado y del presente. Recordaron su gira juntos en 1996. Serrat rememoró cuando una vez se cayó de un escenario desde 3 metros de altura, porque los focos le cegaron y no vió dónde terminaba, pero a pesar del golpe y del dolor en la cadera, no dejó de cantar un instante. Aunque por lo visto lo peor para él es estar resfriado antes de un concierto, lo lleva muy mal, se preocupa mucho de no poder dar lo máximo de sí mismo.

“¿Eres un mal enfermo?”, le pregunta Sardá. Recuerdan cuanto el cantante tuvo cáncer en 2004. “Yo soy un hipocondríaco, cualquier cosa la llevo fatal, me asusto muchísimo”, le dice el periodista. Serrat dice que él no es hipocondríaco, que se preocupa lo justo y que es consciente de que se va haciendo mayor y ciertas cosas son normales. Cuando tuvo el cáncer no dramatizó, siguió el tratamiento como le indicaron, y sólo quería estar con sus más íntimos, su mujer, sus hijos, sus nietos. “Necesitaba que me hablaran y poderles hablar y tocar, saber que están ahí para lo que haga falta”. Al resto del mundo, sus amigos, sólo los vio cuando ya había pasado todo.

Pensé que en esa mesa estaban reunidas algunas de las figuras más importantes de la historia musical de nuestro país, un puñado de artistas que tienen en común, además de emocionar de una forma especial a la gente con su trabajo, una ideología de izquierdas muy combativa, radical diría yo. Pero me di cuenta de que, de todos ellos, Serrat era el maestro, el talento superior, la voz más personal, aquel cuya obra es más significativa, delicada y sensible, la que más fuerza ha tenido, la que más ha calado en el público, la que permanecerá para la posteridad.

Volvieron a quedarse solos Sardá y Serrat, para dirigirse ahora, ya casi anochecido, al mercado de La Boquería, lugar emblemático de Barcelona al que suele acudir el cantante. Allí charló con los dependientes de los puestos y compró algunas cosas, un mango entre ellas. “¿Sabes que Juan Pablo II comía un mango todos los días y por eso vivió tanto y se mantuvo tan bien?”, le dijo a Sardá.

“Ha sido un buen día, un día completo. El colegio de mi niñez, comida frente al mar con los amigos, el mercado…”, comentaba Serrat complacido. La magia del momento se cierra con unas imágenes del cantante y Joaquín Sabina en el estudio de grabación cuando estaban preparando el disco que acaban de sacar. Mucho afecto entre los dos, mucha complicidad, mucha amistad. Se les veía disfrutar enormemente juntos.

Sardá intentó todo el tiempo encontrar puntos en común entre sus recuerdos y los de Serrat, pero no se lo pudo llevar a su terreno. El cantautor, a diferencia de él, es un hombre que vive en paz y es muy querido por todo el mundo. Qué placer escuchar sus canciones, cuánta tierna pasión encierran esas letras y esas melodías que llegan a lo más profundo de nuestro ser cuando las escuchamos. Cuánta delicadeza al tratar el amor humano (“La mujer que yo quiero no necesita, bañarse cada noche en agua bendita”), el amor divino (“Oh no eres tú mi cantar, no puedo cantar ni quiero, a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en la mar”), el amor a los hijos (“A menudo los hijos se nos parecen, así nos dan la primera satisfacción”), el amor a su tierra (“Nací en el Mediterráneo”), el desgarro del desamor también y de la soledad (“Ay amor, que me desvela la verdad, entre tú y yo la soledad, y un manojillo de escarcha”), el humor cuando habla de los niños (“Esos locos bajitos que se incorporan, con los ojos abiertos de par en par, sin respeto al horario ni a las costumbres y a los que, por su bien, hay que domesticar”), la ironía sagaz en los temas sociales (“Disculpe el señor, se nos llenó de pobres el recibidor”). 

Siempre conmovedor y sentimental, oscilando entre lo ligero y lo profundo, la alegría y la tristeza, cuánta creatividad derrocha Joan Manuel Serrat, cuánta espiritualidad, dulzura, sabiduría, con esa voz tan personal. Serrat es pura intuición, inteligencia, es pura humanidad.

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