Siempre me resistí a ver a Kirk
Douglas interpretando a Van Gogh en El loco del pelo rojo pues me parecía
que, pese a ser un actor de cualidades más que demostradas, capaz de dar vida a
todo tipo de personajes, no terminaba de encajar en ese papel. Pero era un
error por mi parte, claro.
La película debió pasar muchas
censuras antes de que pudiera estrenarse, por lo controvertido de lo que en
ella se contaba. La existencia de aquel pintor fue tan sórdida y lastimosa que sería
muy difícil narrarla omitiendo detalles procaces, aunque aquella versión es
bastante más light de lo que sería cualquier otra realizada más recientemente.
Si ahora se rodara un film sobre él podríamos ver al artista en el mismo
momento en que contrae las enfermedades venéreas que le aquejaron, o vomitando sus
borracheras, o autolesionándose cada vez que le sobreviniera una de sus crisis,
o peleándose constantemente y de forma violenta con todo el mundo. Tendríamos
un primer plano de todas estas exquisiteces que, en la película de Kirk
Douglas, apenas se vislumbran, aunque sí lo suficiente como para dejarnos un
regusto amargo en la boca.
Su relación con otros artistas,
tan excéntricos y vehementes como él, y tan pobres, es sumamente interesante,
sobre todo la que mantuvo con Gauguin, con quien convivió y del que aprendió
mucho. Tormentoso, colérico como él, se hartó de aguantar sus cambios de humor
y le reprochó que hubiera nacido en el seno de una familia acomodada, con un
hermano que le mantenía, mientras que él, Gauguin, había nacido pobre y había
tenido que desempeñar los trabajos más duros para sobrevivir, nadie le había
ayudado económicamente jamás.
Y ciertamente, si hay algo
conmovedor en la historia de Vincent van Gogh es el amor que le profesaba su
hermano, que siempre creyó en él e intuyó que un futuro sería
reconocido como un gran artista. Por eso guardó con devoción todos los cuadros
que le mandaba, todas las cartas que le escribía, todo lo que tuviese que ver
con él. Aunque Vincent pasaría a la posteridad no sólo por haberse cortado una oreja
sino también por haber sido el único pintor que vendió un solo cuadro en vida.
Su estilo, aún hoy en día, sigue
dando mucho qué hablar. Hay quienes no les gusta y los hay que se sienten fascinados tanto por su
obra como por su persona. Yo soy de estos últimos, aunque reconozco que la
piedad también tiene mucho que ver. No puedo imaginar el sufrimiento con el que
debió vivir una persona tan dotada artísticamente y tan poco reconocida, e
incluso rechazada socialmente por sus problemas mentales, las estrecheces con
las que bregó pese a la manutención de su hermano, su falta de afecto, incluso
hacia sí mismo.
Yo veo en su pintura un leve
toque infantil, muy personal. Me encantan las tonalidades que empleaba, la
manera tan peculiar de representar su entorno vital, con esas volutas en el
cielo tan características. Los retratos, los paisajes, todo sigue cobrando vida bajo su pincel pese
a los años transcurridos, pues cada vez que miramos su cara aún percibimos la
expresión de sus ojos, las muchas cosas que decía con ellos, o cuando paseamos
la vista por uno de sus campos sentimos la misma quietud que debió haber en ese
momento mientras lo captaba. Que él no quisiera seguir viviendo, por el
tormento que le provocaba su enfermedad mental, es más que comprensible. Pienso que él no buscaba enriquecerse, sólo el reconocimiento de la gente, y aunque tarde lo obtuvo, ya lo creo que sí.
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