Nos juntamos unas amigas el día
de los Inocentes, simple casualidad porque no nos fijamos en la onomástica al
decidir cuándo vernos. Cualquier momento es bueno para reunirse, y nosotras nos
frecuentamos por separado pero todas a la vez no tanto. No habíamos
hecho comida de Navidad y lo estábamos posponiendo: no podíamos permitirlo.
Mª José, Celia, Toñi y Elena son
amigas queridas a las que hace tiempo que conozco, y todas tienen para mí
algo especial, cálido, muy femenino. Porque no hay nada comparable a la amistad entre mujeres.
Todas menos Toñi estamos divorciadas. “Es que tu marido es el único que ha
resultado normal” le dije yo, chistosa, a lo que ella respondió con su guasa habitual “bueno,
tampoco es eso…”. A todas nos han pasado cosas parecidas, todas tenemos una
forma similar de ser, de ver la vida. Todas somos niñas grandes en cuerpos de
mujeres maduras, a las que las circunstancias han llevado por derroteros que
nunca hubiéramos imaginado. Estamos un poco maltrechas pero enteras, ponemos al
mal tiempo buena cara, y procuramos tomárnoslo todo con filosofía.
Quedamos en la plaza de los Cubos,
zona en la que corren vientos helados en esta época del año (qué frío a la
intemperie) y, como hay muchos restaurantes por la zona, encontramos uno que
nos gustó, un Indalo, que se están poniendo ahora muy de moda en Madrid. Mª
José y yo vamos al del Pº de la Florida con frecuencia. Todos tienen una
decoración moderna, y sirven unas tapas estupendas con las bebidas, con las que
casi comes por lo abundantes que son. El menú tiene buen precio y la cocina no
está mal. Ambiente acogedor y buen servicio de camareros.
Charla animada durante la comida.
De los muchos temas de los que hablamos fue el de nuestros hijos el que más
acaparó la conversación. Todos son buenos chicos, todos viven con nosotras, a pesar de que los
de mis amigas son ya talluditos. Están a gusto con nosotras, y nosotras a lo
que ellos quieran: si se van que sean muy felices, y si se quedan pues también.
Fotos de grupo tras la comida, que nos hizo un
improvisado fotógrafo, cliente de una mesa cercana, un calvo treinteañero feo y bajito que
estaba rodeado de bellas mujeres. Había que inmortalizar el momento. Después
decidimos ir al Geographic Club, lugar por delante del cual había pasado muchas veces sin llegar a entrar, y que está
junto a una tienda dedicada al espionaje que es famosa por lo curioso
de los objetos que vende.
En realidad es como un pub irlandés pero mucho más grande, con butacas de cuero y armazón de madera,
respaldos altos, vidrieras de colores iluminadas artificialmente, velas en las
mesas, espejos corridos, toneles enormes. Pedí un California no se qué, un
cóctel hecho a base de zumo de frutas, sin alcohol. Los había de todas clases en la
carta, con nombres rimbombantes. Me encantó el vaso de borde caramelizado que
me sirvieron. Hace tiempo que quiero comprarme una coctelera y un libro para
aprender a hacer las mezclas, y a Anita, mi hija, también le apetece.
Hablamos de trabajo, de amores,
de viajes. Celia quiere que hagamos un crucero para solteros. Le gustan los
grandes trasatlánticos, como en los que viajaba cuando estaba casada. Ella tiene
un buen nivel económico, le pagan muy bien en su trabajo, no tiene tantos
reparos como las demás a la hora de hacer planes porque su
economía da mucho más de sí. Pero, en fin, no estaría mal hacer ese viaje, sería
toda una experiencia. También quiere que nos vayamos nosotras dos y Mª José a
un par de sitios muy exclusivos que conoce para bailar y alternar, por la
noche. En realidad somos muy paraditas, otras en nuestro lugar hace tiempo que
estarían entregadas a la juerga total.
Reunión de amigas, charla y
risas, buenos ratos en buena compañía. No se puede pedir más.
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