martes, 27 de enero de 2015

Aniversario laboral

Hacía 30 años el pasado día 16 desde que empecé a trabajar en la Administración. Fue aquel un crudo día de invierno también, había nevado y mi estreno en los madrugones que le seguirían no pudo ser más desalentador con ese panorama helador. A mis 18 años me veía con responsabilidades y obligaciones que haber nacido en una familia más acomodada me habría evitado a edad tan precoz, pero también me vi con dinero en el bolsillo. Mi padre me recordó lo que ganaba por entonces, 25.000 pesetas. Yo tenía una cifra mayor en la memoria, pero es porque me falla mucho últimamente. En los tiempos que corren este sueldo sería una minucia, pero en aquella época era un capital, tampoco grande, pero que sin embargo supuso para mí, que nunca había tenido nada, un tesoro.
Siempre he echado en falta haber desarrollado la profesión para la que estudié en la Universidad, unas veces más que otras, aunque viendo el panorama que el Periodismo tiene ahora mismo, con tantos despidos, puede que estuviera engrosando las colas del paro. O no, nunca lo sabré.
Cuando pienso en cómo funciona el sector en nuestro país me sigue pareciendo que hay algo que falla, que no va bien. Un gremio cerrado como es este, en el que no me fue permitido entrar en su momento por carecer de experiencia y referencias, me pregunto si merece la pena que me haya adolecido durante tantos años por no haber podido formar parte de él. Teniendo en cuenta lo aburrido que resulta aquí el Periodismo, y más en los últimos años, siempre con las mismas noticias políticas, y la abominable cobertura que se le da a los sucesos, que parece más diarios para porteras que informativos serios, las expectativas para un profesional de los medios de comunicación no son muy atractivas.
Siempre que veo Íntimo y personal, aquella película sobre una pareja de periodistas y la forma como se hace Periodismo en EE.UU., me siento fascinada. Sólo hay que mirar la escena en la que ella, que apenas tiene experiencia, debe cubrir para la televisión una noticia sobre dos emigrantes que se han ahogado cuando ya estaban a punto de llegar a la costa. Él, experto profesional, con sólo unas pocas indicaciones le traza las directrices a seguir siempre que se ha de retransmitir cualquier tipo de información: no hablarle al espectador de los simples hechos tal como sucedieron, sin más, ni tampoco demorarse en enunciar los antecedentes, que a la mayoría no interesan. Hay que ir más allá, ponerse en el lugar de los protagonistas de la noticia, lo que les ha pasado y lo que podría haberles pasado de no haber sido ese su destino, sus anhelos, sus esperanzas.
Así, de una forma tan sencilla pero tan auténtica, ella improvisa dejándose llevar por las circunstancias, empatizando con los emigrantes, que yacen tras ella sobre la arena de la playa, apenas tapados por uno de esos envoltorios plateados con los que se cubren los cadáveres. Menciona sus nombres, lo que estaban haciendo, lo que les ha pasado “cuando estaban a unos pocos metros de la playa, en la ciudad en la que quizá mañana hubieran encontrado un trabajo que les habría permitido tener una vida mejor”.
Los informativos aquí en España son tediosos. Los reporteros gritan al hablar, y modulan todos con las mismas y extrañas inflexiones de la voz. Sus comentarios son insípidos y monótonos, y sólo se incide en los detalles morbosos. Cuando yo estudiaba la carrera ni siquiera nos enseñaron cosas tan básicas como editar videos, algo que creo que ahora sí hacen.
Imagino que hubiera preferido pasar mi aniversario laboral siendo periodista que funcionaria, pero es bastante probable que la profesión me hubiera terminado aburriendo y defraudando más de lo que yo misma quisiera admitir. De este modo continúa siendo una ocupación idealizada para mí, un medio de ganarse la vida que a buen seguro sólo si hubiera podido desarrollar con gusto en otro país, con una estructura informativa más interesante que la que hay aquí.
Me sorprende cómo he podido aguantar tantos años trabajando en algo tan feo como la Administración, y siento que ahora se me vienen encima de golpe, como una losa que nunca he podido sujetar lo bastante como para evitar que me sepultara. Soy consciente de que he perdido mi tren, de que si de joven era difícil poder dedicarme a lo que quería, ahora a mi edad y sin experiencia ya es prácticamente imposible. Y no es una actitud derrotista sino la constatación de una cruda realidad. Cierto que no me puedo quejar en otros sentidos, pues tengo un trabajo estable que me permite ir tirando, pero no es lo que yo hubiera deseado. Me faltó ambición, empuje, decisión para buscar mi camino.
En los últimos tiempos le he perdido por completo el poco respeto que le tenía a mi trabajo. La burocracia no es más que un montón de gestiones inútiles, papeles con los que uno se podría limpiar el culo sin reparos, y montones de gente que estamos de más. Una completa pérdida de tiempo, una inutilidad. Ahora con la informática sobramos casi todos los que somos. Y lo peor es que sólo anhelo el día que llegue mi jubilación, que aún le queda, y este deseo me parece nefasto, porque anula todos los años que hay en medio, como si no existieran, como si no los fuera a vivir, tal es el vacío que deja una profesión como esta, si es que se le puede llamar así.

Encontré un gráfico muy significativo, que paso a reproducir aquí, en el que se hace un estudio comparativo del porcentaje de licenciados universitarios que tienen trabajos pocos cualificados, referido a los países europeos y diferenciando entre mujeres y hombres. El licenciado en España encontrará poco trabajo de aquello para lo que se ha preparado, será malo y mal pagado.
Leí hace un tiempo que una mujer pudo dedicarse a lo que realmente le gustaba, concertista de violín o alguna otra cosa muy interesante, cuando se jubiló. Creo que era bibliotecaria. Ella se había aburrido hasta entonces en su trabajo, y no dejándose amilanar por el hecho de ser una persona de edad, inició una nueva etapa de su vida en la que por fin pudo sentirse realizada. Hay quien puede llegar a eso en la juventud (¡afortunados!), y hay quien lo consigue más tarde, pero el caso es no abandonar nunca los sueños, aquello que realmente nos apasiona.
Me pregunto qué queda de aquella jovencita que pisaba la nieve en su primer día de trabajo, aquella mañana de enero de aquel crudo invierno. Creo que sigo siendo la misma de siempre, mejor aún. Como decía la canción de Gardel, Volver, aunque la letra era “que es un soplo la vida, que veinte años no es nada”, yo diría lo mismo pero con treinta años. Aunque ya pesen.


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