Andaba Anita, mi hija, buscando
instituto para cambiarse el próximo curso, pues es en estas fechas cuando está
abierto el plazo para hacer reservas. Ya no se molesta en pedir en los
institutos públicos de nuestro barrio y alrededores, en los que el año pasado no la
admitieron porque están a tope. Ni a ella ni a dos de sus amigas, pues van
juntas a todas partes, aunque una de ellas se ha desmarcado y busca
por otros lugares, bastante lejos de donde vivimos.
El caso es que a Ana no le gustan
los cambios, y ningún sitio de los que ha visto la termina de convencer. Se
acomoda pensando que donde está ahora ya conoce a la gente, que en el fondo es
lo que más le importa a la juventud, y siempre hay cierta suspicacia a la hora
de enfrentarse a desconocidos que, según cree, se conocen desde hace años y ya
tienen sus grupos formados y cerrados. Una amiga mía, que la conoce bien, opina
que para ella no supondrá mucho con lo extrovertida que es, pero incluso los
que son sociables hacen pereza cuando tienen que vencer la resistencia ajena y
ganarse la confianza de los otros.
Yo les había sugerido que
probaran con un centro privado, y creí que no me habían hecho caso hasta que
Anita llegó un día diciendo que habían visitado uno que hay cerca de casa,
aunque era obligada una entrevista concertada con el director antes de tomar
cualquier decisión. Cual no sería mi emoción cuando resultó que este lugar fue
el primer colegio al que yo fui, que por entonces era de monjas seglares. Corría 1971-72, tenía 5 años.
Sólo estuve un año porque al curso siguiente la directora, que no debía ser
monja seglar si no otra cosa más fuerte, hizo un desfalco yéndose con todo el
dinero. Tuvimos que ir mi hermana y yo a otro colegio, también privado, pero
mucho peor.
Con los años lo volvieron a abrir
tal y como es ahora. Cuando llegué con Anita, su amiga y el padre de su amiga,
ya la entrada me pareció distinta. Me gustaba del que fuera mi colegio hasta la
puerta de entrada. El hall también se le veía reformado. Al cabo de un ratito
nos recibió el director, un hombre menudo y mayor, con el pelo canoso medio
pegado a la cabeza, muy educado, que nos hizo subir la escalinata que yo
recordaba de niña mucho más majestuosa y blanca.
Al llegar a lo más alto y
aparecer el pasillo con las clases del primer piso me vino de repente una
sensación que creía perdida en algún recoveco profundo de mi inconsciente. Me
veía a mí misma a mis 5 años, llorosa, llegando justo a aquel tramo, de la mano de una señora
que me llevaba a una de aquellas aulas, que estaban en el lado izquierdo, la
última. Vestía mi uniforme, jersey verde oscuro, camisa blanca, faldita escocesa de cuadros verdes y granates, medias de lana por debajo de las rodillas verde oscuro también. Recordaba el pasillo más ancho y elegante. Había estado por
error varios días junto a mi hermana en una gran clase en la planta baja, junto
a la secretaría, donde vi que todavía seguían los niños más pequeños. Cuando se
dieron cuenta de que yo era mayor y me trasladaron, tuve miedo, pensaba que se
equivocaban, que era cruel separarme de mi hermana.
Al subir aquellas escaleras y
llegar a ese punto tuve la misma sensación de desamparo ante la incertidumbre
de mi destino, al mismo tiempo que una cierta curiosidad. Recreé en mi memoria la clase
a la que llegué, todos mirándome y preguntándose quién era yo que no estaba
allí desde el primer día. Para un tímido todo esto se le hace un
mundo, veía los ojos puestos en mí, entre interrogantes y burlones, aunque la novedad llamó por poco tiempo su
atención.
Vi a Juan, un niño muy peculiar
que se sentaba a mi lado, y que era muy parsimonioso. Comía su donut a la hora
del recreo con mucha meticulosidad, abriendo mucho las piernas sentado en su
silla para no mancharse. Los niños se burlaban de él cantándole “Juanito banana
se mea en la cama”, pero él ni les miraba, seguía concentrado en la degustación
de su pequeño manjar, atento sólo a su bollo, al que se aferraba de tal modo
que quedaba muy claro que no pensaba compartirlo con nadie que se lo pidiera.
Su pelo era oscuro y muy liso peinado como a tazón, y su piel también oscura. Aquel era su momento de gozo particular del día y no quería ser molestado.
Recuerdo también a una niña alta, morena
y desgarbada que se sentaba lejos de mí, junto a los grandes ventanales, y que un día se mofó porque hacía los ochos con dos bolas una encima de otra. Tardé un poco en
ser capaz de hacerlos de un solo trazo. Quizá me acuerde sólo de estos dos compañeros por
lo que de indignidad tenían, uno por ser blanco de las burlas ajenas y la otra por
hacerme a mí blanco de las suyas. Siempre tuve mucho amor propio y era muy
sentida. Para un tímido cualquier ofensa en el pasado permanece indeleble en la memoria
por muchos años que pasen, sobre todo por la injusticia, el abuso y la
indefensión de los que ya desde pequeños somos objeto. La vida es dura, se
suele decir. Quizá por eso también recordamos las muestras
de afecto de que hemos sido objeto con igual intensidad, para compensar lo
anterior.
Y volviendo al momento presente, el director nos condujo a una
pequeña sala de profesores, que conservaba el suelo de azulejo antiguo del edificio,
y nos dio una disertación que entre información y preguntas que hicimos se
prolongó cerca de 2 horas. Nos contó que era licenciado en Física y que daba
clase de Matemáticas para ciencias. Su forma de explicarse, tan ordenada y
claramente, nos abrió las puertas a una realidad que hasta entonces permanecía
oculta en una maraña de confusión. Me pareció compleja la forma como ahora se
calcula la nota de corte para entrar en la Universidad. Utilizó una serie de
fórmulas con las que parecía más estar impartiendo una de sus clases que tratando una
simple media aritmética entre las notas de Bachillerato y la Selectividad, como
se hacía en mis tiempos.
Cuando se lo comenté él dijo que
sin embargo le parecía ahora todo mejor, que era más laborioso pero que se afinaba
más a la hora de entrar en una u otra carrera. Su disertación la
expondré en otro post porque creo que puede interesarle a muchos, dada la
complejidad de nuestro sistema educativo, que según él era una copia del
francés, así como el universitario mencionó que era una copia del alemán.
Al final les indicó a Ana y a su
amiga qué mejores opciones escoger de cara a las carreras que quieren seguir,
Anita Magisterio y su amiga Psicología, que por lo visto es considerada ahora
de ciencias, puesto que ese sector profesional consiguió tener presencia en
centros sanitarios.
A pesar de que Ana me había
estado dando golpecitos con la pierna bajo la mesa para que no hiciera tantas
preguntas y acabáramos de una vez, no pude resistir, cuando los demás bajaban
ya la escalera hacia la salida, quedarme un momento con el director y
comentarle mi paso por aquel centro cuando no era el que es hoy. Sabía
perfectamente la historia que le contaba y me pregunté cuántos años llevaría allí. Muy animado, me enseñó una de las aulas, que yo
recordaba más grandes, en la que además de la pizarra convencional había otra
electrónica, y cañón de diapositivas colgando del techo. Me pareció un hombre que sentía verdadero amor por
su trabajo y por aquel lugar, y era como si quisiera transmitírnoslo a los
demás. Contó que hubo que hacer una reconstrucción de la fachada y las aulas a
raíz de un atentado terrorista que hubo en esa misma calle, que recuerdo
perfectamente. Le manifesté el grato recuerdo que de ese sitio tenía, sobre todo porque en él fue donde aprendí a leer y a escribir, ventanas que nos permiten abrirnos a la vida.
Al salir, tarde oscura, lluviosa y
desangelada de comienzos de primavera, contemplé lo que era nuestro
recreo, por entonces una zona de tierra con columpios y uno de esos conos metálicos que daban vueltas
sentados en ellos. Recuerdo un percance que tuvo una niña en los
columpios, pues se cortó con algo y se la tuvieron que llevar sangrando. También
unas matas en un lateral en las que nos escondíamos y explorábamos mi hermana,
yo y algunas de nuestras compañeras. Ahora todo eso es una pista azul con canastas de
baloncesto. Las matas desaparecieron y la valla que rodea el recinto es más
alta. Una gran puerta daba al salón de actos, que ahora es un
gimnasio. Lástima que lo quitaran porque me gustaba mucho, con sus butacas y su
escenario, donde en Navidad cada clase hacíamos una pequeña representación o un
coro y a donde venían a vernos nuestras familias. El colegio me parecía un lugar
señorial.
El tener que marcharnos de allí
de forma tan abrupta fue como un hachazo en mitad del
normal discurso de nuestra existencia cotidiana, una promesa de futuro truncada ya en la infancia en un
lugar en el que a buen seguro habría tenido experiencias mucho más agradables
que las que me tocó vivir en el centro al que fui después.
Clases de sólo 22 alumnos,
atención personalizada, en fin, algo muy distinto a lo que Ana está
acostumbrada. Todo un lujo hoy en día. Será estupendo que ella y su amiga
puedan estar aquí.
Por la noche vino ella a darme un beso de buenas noches cuando yo ya estaba acostada, algo que no suele hacer. La niña que fui mientras estuve en aquel colegio, y que esa tarde había regresado a mí, y la mujer que soy ahora se lo agradecimos.
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