Estaba leyendo un reportaje sobre
los nombres ilustres que han pasado por la Escuela de Economía y Ciencia
Política de Londres, cuando tropecé con Zygmunt Bauman, sociólogo, filósofo y
ensayista polaco, y un concepto, modernidad líquida, que ya sólo por su
denominación me llamó poderosamente la atención.
¿Qué significaba aquello de “modernidad
líquida”? De entre todo lo que encontré en Internet me pareció especialmente
completo el estudio que sobre este concepto ha hecho Adolfo Vásquez Rocca,
filósofo y profesor de Antropología y Estética en la UNAB. Aunque finalmente se
revela como un pensamiento oscuro, pesimista, ¿realista?, acerca de nuestra
sociedad y lo que nos espera en años venideros.
La modernidad líquida es una figura
sociológica que tiene que ver con el cambio y la transitoriedad, y desde el
punto de vista económico con la liberalización de los mercados. Para Bauman,
además, refleja “la precariedad de los vínculos humanos en una sociedad
individualista y privatizada, marcada por el carácter transitorio y volátil de
sus relaciones.
El amor se hace flotante, sin
responsabilidad hacia el otro, se reduce al vínculo sin rostro que ofrece la
web. Surfeamos en las olas de una sociedad líquida, siempre cambiante, incierta
y cada vez más imprevisible, en la decadencia del Estado del bienestar.
Zygmunt Bauman |
La modernidad líquida es un
tiempo sin certezas, donde los hombres que lucharon durante la Ilustración para
poder obtener libertades civiles y deshacerse de la tradición, se encuentran
ahora con la obligación de ser libres asumiendo los miedos y angustias
existenciales que tal libertad comporta; la cultura laboral de la flexibilidad
arruina la previsión de futuro.
El olvido y el desarraigo
afectivo se presentan como condición del éxito. Esta nueva (in)sensibilidad
exige a los individuos compartimentación de intereses y afectos, se debe estar
siempre dispuesto a cambiar de tácticas, a abandonar compromisos y lealtades.
Hay un miedo a establecer relaciones duraderas y una fragilidad de los lazos
solidarios, que parecen depender sólo de los beneficios que generan. Es mejor
desvincularse rápido, los sentimientos pueden crear dependencia.
Bauman se vale de conceptos tan
provocadores como el de “desechos humanos” para referirse a los desempleados
(parados), que hoy se consideran “gente excluída, fuera de juego”. Hace medio
siglo los desempleados formaban parte de una reserva del trabajo activo que
aguardaba en la retaguardia del mundo laboral una oportunidad.
El amor, y también el cuerpo
decaen. El cuerpo no es una entelequia metafísica de nietzscheanos y
fenomenólogos. No es la carne de los penitentes ni el objeto de la hipocondría
dietética. Es el jazz, el rock, el sudor de las masas. No es posible evitar los
flujos, no se pueden cerrar las fronteras a los inmigrantes, al comercio, a la
información, al capital. Hace un año miles de personas en Inglaterra se
encontraron repentinamente desempleadas, ya que el servicio de información telefónico
había sido trasladado a la India, en donde hablan inglés y cobran una 5ª parte
del salario.
Las sociedades posmodernas son
frías y pragmáticas. Si bien hay expresiones ocasionales de solidaridad estas
obedecen a lo que Richard Rorty llamó “una esperanza egoísta común”. Piénsese,
por ejemplo, en lo que ha sucedido en España después del terrible atentado en
Madrid. La nación solidarizó con las víctimas. Fue una reacción mucho más “sensible”
que la de los americanos después del 11-S, en donde tuvo lugar sin duda una
mutación del terrorismo. Ellos expresaron miedo y reaccionaron de manera
individualizada, cada cual portaba la foto de su familiar o amigo fallecido.
Aquí, en cambio, todos sintieron que una bomba contra cualquiera era una bomba
contra ellos mismos, una bomba contra cualquiera de “nosotros”. Ese “nosotros” ampliado que se transforma en una empatía
egoísta es la base de la “esperanza egoísta común”, una peculiar clase de ética
de mínimos.
En cambio, cuando el otro es un “radical
otro”, es decir, no es uno como nosotros, o si se quiere, no es uno de
nosotros, entonces no surge la identificación con la cual se gesta un lazo
espontáneamente simpatético, más bien se trata de alguien con quien no nos
identificamos proyectivamente. Tal es el caso, por ejemplo, de las reacciones
en Europa Occidental frente a la llegada de un importante contingente de
personas procedentes de África; esta migración provocó reacciones de miedo,
brotes de xenofobia, pero no parece haber generados cuestionamientos serios
sobre el hecho, incontrovertible, de que el continente africano ha quedado
marginado de la globalización, y de que su población llega al Norte (Europa)
buscando aquello de lo que el Norte ya goza, como derechos adquiridos,
prerrogativas sobre las cuales ya ni siquiera se repara.
Antes existían estructuras
sólidas, como el régimen de producción industrial o las instituciones
democráticas, que tenían una fuerte raigambre territorial. La apropiación del
territorio ha pasado de ser un recurso a ser un lastre, por las inacabables y
engorrosas responsabilidades que inevitablemente entraña la administración de
un territorio.
Nuestras ciudades son metrópolis
del miedo, lo cual no deja de ser una paradoja, dado que los núcleos urbanos se
construyeron rodeados de murallas para protegerse de los peligros que venían
del exterior. Nos hemos convertido en ciudadanos adictos a la seguridad pero
siempre inseguros de ella, lo aceptamos como si fuera lógico, o al menos
inevitable, hasta tal punto que contribuimos a normalizar el estado de
emergencia.
El miedo es más temible cuando es
difuso, cuando no tiene una causa concreta, cuando la amenaza puede ser
entrevista en todas partes y no se puede hacer nada para detenerla o combatirla.
Los temores son muchos y variados: un ataque terrorista, plagas, violencia, el
desempleo, terremotos, hambre, enfermedades, accidentes, el otro… Gentes de muy
diferentes clases sociales, sexo y edades se sienten atrapados por sus miedos,
personales e intransferibles, pero también existen otros globales, como el
miedo al miedo.
Los miedos nos golpean
sucesivamente, desafían nuestros esfuerzos por hallar su origen, que es la
única manera de hacerles frente cuando se vuelven irracionales. El miedo ha
hecho que el humor del planeta haya cambiado de manera casi subterránea.
La amenaza fundamentalista, que
parecía una amenaza periférica, se ha desplazado hacia el centro, rumbo a una
hegemonía que a los ojos de muchos resulta pavorosa. Hoy un grupo, monitoreando
artefactos desde las montañas más remotas y miserables del mundo, es capaz de
hacer estallar el icono más importante del poderío económico global como son
las Torres Gemelas.
Frente a esto las reacciones
neoliberales contra el terror son siempre inadecuadas, puesto que magnifican el
fantasma insustancial de Al Qaeda, ese conglomerado de odio, desempleo y citas
del Corán, hasta convertirlo en un totalitarismo con rasgos propios”.
Es, en fin, esta una teoría muy
interesante cuyo desarrollo nos lleva a confines del pensamiento nunca
imaginados. Quizá sea también una visión del mundo actual demasiado sombría, aunque
trata ciertos acontecimientos que han acaecido y nos acaecen con asombrosa
agudeza. Hasta cuándo durará esta modernidad líquida en la que nos hallamos,
que no es sino consecuencia de la fragilidad humana, de sus contradicciones, de
sus luchas internas, nadie lo sabe.
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