lunes, 30 de marzo de 2015

La modernidad líquida

 
Estaba leyendo un reportaje sobre los nombres ilustres que han pasado por la Escuela de Economía y Ciencia Política de Londres, cuando tropecé con Zygmunt Bauman, sociólogo, filósofo y ensayista polaco, y un concepto, modernidad líquida, que ya sólo por su denominación me llamó poderosamente la atención.
¿Qué significaba aquello de “modernidad líquida”? De entre todo lo que encontré en Internet me pareció especialmente completo el estudio que sobre este concepto ha hecho Adolfo Vásquez Rocca, filósofo y profesor de Antropología y Estética en la UNAB. Aunque finalmente se revela como un pensamiento oscuro, pesimista, ¿realista?, acerca de nuestra sociedad y lo que nos espera en años venideros.
La modernidad líquida es una figura sociológica que tiene que ver con el cambio y la transitoriedad, y desde el punto de vista económico con la liberalización de los mercados. Para Bauman, además, refleja “la precariedad de los vínculos humanos en una sociedad individualista y privatizada, marcada por el carácter transitorio y volátil de sus relaciones.
El amor se hace flotante, sin responsabilidad hacia el otro, se reduce al vínculo sin rostro que ofrece la web. Surfeamos en las olas de una sociedad líquida, siempre cambiante, incierta y cada vez más imprevisible, en la decadencia del Estado del bienestar.
Zygmunt Bauman
La modernidad líquida es un tiempo sin certezas, donde los hombres que lucharon durante la Ilustración para poder obtener libertades civiles y deshacerse de la tradición, se encuentran ahora con la obligación de ser libres asumiendo los miedos y angustias existenciales que tal libertad comporta; la cultura laboral de la flexibilidad arruina la previsión de futuro.
El olvido y el desarraigo afectivo se presentan como condición del éxito. Esta nueva (in)sensibilidad exige a los individuos compartimentación de intereses y afectos, se debe estar siempre dispuesto a cambiar de tácticas, a abandonar compromisos y lealtades. Hay un miedo a establecer relaciones duraderas y una fragilidad de los lazos solidarios, que parecen depender sólo de los beneficios que generan. Es mejor desvincularse rápido, los sentimientos pueden crear dependencia.
Bauman se vale de conceptos tan provocadores como el de “desechos humanos” para referirse a los desempleados (parados), que hoy se consideran “gente excluída, fuera de juego”. Hace medio siglo los desempleados formaban parte de una reserva del trabajo activo que aguardaba en la retaguardia del mundo laboral una oportunidad.
El amor, y también el cuerpo decaen. El cuerpo no es una entelequia metafísica de nietzscheanos y fenomenólogos. No es la carne de los penitentes ni el objeto de la hipocondría dietética. Es el jazz, el rock, el sudor de las masas. No es posible evitar los flujos, no se pueden cerrar las fronteras a los inmigrantes, al comercio, a la información, al capital. Hace un año miles de personas en Inglaterra se encontraron repentinamente desempleadas, ya que el servicio de información telefónico había sido trasladado a la India, en donde hablan inglés y cobran una 5ª parte del salario.
Las sociedades posmodernas son frías y pragmáticas. Si bien hay expresiones ocasionales de solidaridad estas obedecen a lo que Richard Rorty llamó “una esperanza egoísta común”. Piénsese, por ejemplo, en lo que ha sucedido en España después del terrible atentado en Madrid. La nación solidarizó con las víctimas. Fue una reacción mucho más “sensible” que la de los americanos después del 11-S, en donde tuvo lugar sin duda una mutación del terrorismo. Ellos expresaron miedo y reaccionaron de manera individualizada, cada cual portaba la foto de su familiar o amigo fallecido. Aquí, en cambio, todos sintieron que una bomba contra cualquiera era una bomba contra ellos mismos, una bomba contra cualquiera de “nosotros”. Ese “nosotros”  ampliado que se transforma en una empatía egoísta es la base de la “esperanza egoísta común”, una peculiar clase de ética de mínimos.
En cambio, cuando el otro es un “radical otro”, es decir, no es uno como nosotros, o si se quiere, no es uno de nosotros, entonces no surge la identificación con la cual se gesta un lazo espontáneamente simpatético, más bien se trata de alguien con quien no nos identificamos proyectivamente. Tal es el caso, por ejemplo, de las reacciones en Europa Occidental frente a la llegada de un importante contingente de personas procedentes de África; esta migración provocó reacciones de miedo, brotes de xenofobia, pero no parece haber generados cuestionamientos serios sobre el hecho, incontrovertible, de que el continente africano ha quedado marginado de la globalización, y de que su población llega al Norte (Europa) buscando aquello de lo que el Norte ya goza, como derechos adquiridos, prerrogativas sobre las cuales ya ni siquiera se repara.
Antes existían estructuras sólidas, como el régimen de producción industrial o las instituciones democráticas, que tenían una fuerte raigambre territorial. La apropiación del territorio ha pasado de ser un recurso a ser un lastre, por las inacabables y engorrosas responsabilidades que inevitablemente entraña la administración de un territorio.
Nuestras ciudades son metrópolis del miedo, lo cual no deja de ser una paradoja, dado que los núcleos urbanos se construyeron rodeados de murallas para protegerse de los peligros que venían del exterior. Nos hemos convertido en ciudadanos adictos a la seguridad pero siempre inseguros de ella, lo aceptamos como si fuera lógico, o al menos inevitable, hasta tal punto que contribuimos a normalizar el estado de emergencia.
El miedo es más temible cuando es difuso, cuando no tiene una causa concreta, cuando la amenaza puede ser entrevista en todas partes y no se puede hacer nada para detenerla o combatirla. Los temores son muchos y variados: un ataque terrorista, plagas, violencia, el desempleo, terremotos, hambre, enfermedades, accidentes, el otro… Gentes de muy diferentes clases sociales, sexo y edades se sienten atrapados por sus miedos, personales e intransferibles, pero también existen otros globales, como el miedo al miedo.
Los miedos nos golpean sucesivamente, desafían nuestros esfuerzos por hallar su origen, que es la única manera de hacerles frente cuando se vuelven irracionales. El miedo ha hecho que el humor del planeta haya cambiado de manera casi subterránea.
La amenaza fundamentalista, que parecía una amenaza periférica, se ha desplazado hacia el centro, rumbo a una hegemonía que a los ojos de muchos resulta pavorosa. Hoy un grupo, monitoreando artefactos desde las montañas más remotas y miserables del mundo, es capaz de hacer estallar el icono más importante del poderío económico global como son las Torres Gemelas. 
Frente a esto las reacciones neoliberales contra el terror son siempre inadecuadas, puesto que magnifican el fantasma insustancial de Al Qaeda, ese conglomerado de odio, desempleo y citas del Corán, hasta convertirlo en un totalitarismo con rasgos propios”.
Es, en fin, esta una teoría muy interesante cuyo desarrollo nos lleva a confines del pensamiento nunca imaginados. Quizá sea también una visión del mundo actual demasiado sombría, aunque trata ciertos acontecimientos que han acaecido y nos acaecen con asombrosa agudeza. Hasta cuándo durará esta modernidad líquida en la que nos hallamos, que no es sino consecuencia de la fragilidad humana, de sus contradicciones, de sus luchas internas, nadie lo sabe.
 


No hay comentarios:

 
MusicaServicios LocalesContadorsAnuncios ClasificadosViajes