Había salido su nombre a relucir
esa misma mañana en una charla con las compañeras de trabajo, a propósito de un
restaurante de Madrid especializado en paellas que solían frecuentar hace años muchos personajes
famosos, antes de que se hiciera cargo de él una conocida cadena de hoteles. Por
la noche, saltaba la noticia a las redes sociales de que Jesús Hermida acababa
de morir.
Es curiosa la manera cómo nos
afecta el fallecimiento de una persona según quién sea. Muchas figuras
públicas se han marchado en los últimos años, y la ausencia de algunas de ellas
nos ha dejado un hondo pesar y un hueco irrellenable, pero con Jesús Hermida he
sentido una herida lacerante, como si me hubieran arrancado de repente una parte de mí. Él era ese ser
humano perfectamente reconocible, pues él mismo se encargó de distinguirse del
resto con su manera tan peculiar de comunicar, que supo hacerse un hueco en la
memoria colectiva y en nuestro corazón para que nunca lo pudiéramos olvidar.
De niña sus crónicas desde Nueva
York, donde era un joven y flamante corresponsal televisivo, me parecían
interesantísimas, y me anunciaban la existencia de otros mundos más allá de
todo lo que yo conocía en los que atisbaba una vida sin duda muy distinta
a la que yo conocía.
Sus programas en televisión más
tarde podían gustar o no, pero él siempre dejaba su impronta, esa sacudida
de flequillo, su expresividad con las manos, con todo el cuerpo, hablando
a trompicones, como si se le fueran ocurriendo las ideas a golpes de razón y
convicción, pensamientos largamente meditados que sabía transmitir con una
maestría que pocos han podido emular. Era el suyo un verbo certero, bello, lleno de verdad, que jamás faltó a las formas y cuyo poso quedó en nuestro entendimiento para ayudarnos a comprender un poco mejor la realidad.
Muchas veces habló de su infancia, de su origen humilde.
"A mi padre lo recuerdo con ternura: no sabía escribir, no sabía leer, era semianalfabeto y siempre cantaba, venía de la mar cantando. Sin embargo, mi madre y yo éramos como el eslabón y el pedernal. Entre ella y yo saltaban chispas y eso me produce un enorme desasosiego". Su padre, marino, se resbaló en la cubierta con un cubo de agua, cayó al mar y se ahogó. Semanas después les comunican que no habían podido hallar su cuerpo, que encontraron en cubierta una de sus zapatillas. Y le entregaron un canasto con sus pertenencias, entre las que había un par de artículos escritos por él, pese a que no sabía leer. "Los llevaba doblados en la cartera. Hoy guardo dos cosas suyas: una de sus cajas de madera, de las que usaba para vender gambas, y su reloj". "Con mi madre no me porté bien. Su ilusión era que yo me quedase con ella, era hijo único y mi padre pasaba largas temporadas en el mar. Pero tenía que irme. Me gustaría poder decirle que tengo dolor, que siento haberme ido. Haber dejado a mi madre sola me duele mucho, a veces me duele tanto que hasta cierro los ojos para no acordarme de ello".
A pesar de este origen tan modesto como el suyo, supo sacarse partido y llegar a donde muchos no llegaron jamás, en lo más alto del firmamento periodístico. A su vera han medrado otras figuras, casi todas femeninas, como gran admirador de las mujeres que era, para las que él fue un mentor y un maestro, además de un amigo.
A pesar de este origen tan modesto como el suyo, supo sacarse partido y llegar a donde muchos no llegaron jamás, en lo más alto del firmamento periodístico. A su vera han medrado otras figuras, casi todas femeninas, como gran admirador de las mujeres que era, para las que él fue un mentor y un maestro, además de un amigo.
A muchos les caía mal
por sus tics, por sus gestos tan poco comunes y repetitivos. Eran
su seña de identidad, y no creo que hubiera podido expresarse de otra
manera: no habría sido él. En este país tenemos ese problema, que no sabemos
respetar la idiosincrasia de los demás y parece que debemos comportarnos todos
siguiendo unos rígidos patrones de conducta. En su máximo apogeo profesional no existía la uniformización de actitudes y pensamientos que
hay hoy en día, por eso pudo desarrollar su carrera con libertad.
Podía tachársele de vanidoso, le gustaba gustar, pero qué importancia tiene eso
cuando todo lo demás es tan valioso. Él cuidaba siempre su aspecto y
tenía una elegancia y un estilo muy personal.
Recuerdo hace unos años un debate
que moderó acerca del hombre a los 50, en el que participó mucha gente, y eso
que yo no soy muy aficionada a los coloquios porque pocos son los que no me
aburren. Lo grabé en video porque fue maravilloso, aunque ya no lo conservo. Todo
lo que se dijo fue interesante, inteligente y con incontables pizcas de humor. Él
hizo su papel de forma natural e impecable, consiguiendo lo que hoy en día
parece imposible, que los participantes se comporten con educación y digan
cosas con enjundia.
Ahora se le parodia y se le
critica (en realidad siempre fue así), sobre todo por su última entrevista
televisada con el anterior Rey, poco antes de que abdicara. Es cierto que
estaba todo muy pactado, que no hubo espontaneidad ni interés en casi nada de
lo que se dijo, pero esa ya no era la época de Jesús Hermida, y su edad ya no
le permitía ser el que había sido. Nunca fue en realidad un periodista del stablishment.
Los hay que sí lo son y que aprovechan cualquier oportunidad para salir con
determinados personajes políticos y así aumentar su caché. La sensación
que dan es penosa, pues en la facultad nos enseñaron que el comunicador no
puede ser protagonista jamás, y ahora hasta se les ve anunciando productos en
televisión, vendiendo su imagen para lucrarse.
Jesús Hermida, saltándonos los
convencionalismos y prejuicios tan típicos de esta España nuestra, fue un
grandísimo periodista. No podemos quedarnos en la parodia, en el juicio superficial sobre su
manera de desenvolverse, en la apariencia externa, a veces tan aparatosa en él.
Es una figura familiar, una persona que nos ha acompañado durante muchísimos
años en la azarosa singladura informativa, que tenía un enorme respeto por la audiencia, y que puso su grano de arena con su trabajo, un trabajo que fue inmenso.
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