jueves, 7 de mayo de 2015

Kebab

 
Miguel Ángel, mi hijo, hacía tiempo que quería ir a un kebab en alguna de nuestras salidas a comer, y aunque ahora están muy de moda y abundan en Madrid, lo cierto es que por las zonas que solemos frecuentar no hay muchos. La 1ª vez que estuvo en uno fue con una prima y el marido de ésta durante unas vacaciones en la playa hace unos pocos años, y le encantó. Junto al mar todo sabe más rico.
Yo me resistía, porque mi única experiencia en un sitio de estos fue hace muchos años, en el 1º que abrieron por entonces, por Moncloa. Entré por curiosidad, porque me pareció una propuesta exótica: nunca había visto asar la carne en pinchos verticales, y cortarla en finas lascas como si fuera jamón. Me pareció un sitio sucio y la carne que me sirvieron sabía y olía a choto. Le cogí repugnancia y me dije que nunca más los frecuentaría. Este local continúa, por cierto.
En uno de los paseos que me doy a la hora del desayuno en el trabajo, reparé en uno que hay en la plaza de Ópera, haciendo esquina con la calle del Espejo. Seguramente había pasado por delante de él muchas veces sin prestarle atención, y me propuse venir con Miguel Ángel en cuanto tuviera ocasión, para darle gusto.
El fin de semana pasado Madrid era un hervidero de turistas que, paseando o sentados en las terrazas, disfrutaban de una mañana soleada de primavera y daban mucho ambiente al centro de la ciudad. Cogimos el autobús en el barrio como siempre y nos bajamos en Puerta Cerrada. Desde allí subimos por la Cava Alta, llena de gente, y ya en la calle Mayor nos dirigimos hacia la calle del Espejo, a la que dediqué un post hace tiempo porque me encanta. A Miguel Ángel, dejado atrás el bullicio de gente y tráfico, le pareció que de repente estábamos en un pueblo, al ser la calle silenciosa y los edificios antiguos. A mí me recuerda más al ambiente de provincias, con ese aire sereno y elegante.
Bajando por la calle del Espejo, al final está el ‘kebap’. Me extrañó, al leer el cartel, que se escribiera de esa forma, pues siempre había creído que se decía ‘kebab’. Y el caso es que buscando la palabra en Internet aparece de esta última manera. Los empleados del local eran todos turcos, y a lo mejor se equivocaron al transcribirla al español cualquiera sabe.
Tenía una pequeña terraza en la calle, justo frente al Teatro Real, pero estaba llena de turistas japoneses. Decidimos sentarnos en el interior, en una mesa que había cerca de la puerta, desde la que nos entraba una brisa muy agradable en un día de sofocante calor. Unas cuantas mesas y un comedor al fondo, además de un gran mostrador con cristal hasta el techo, completaban el conjunto. Tras aquel cristal los empleados se afanaban en preparar las comidas.
En las mesas habían impreso las fotos y nombres de todos los platos que ofrecían, con una breve reseña de los productos con los que estaban hechos. Pedimos kebab de ternera. Lo había de pollo también. Nos lo sirvieron con una salsa parecida a la mayonesa. Llevaba las lascas de carne, lechuga, escarola morada, tomate natural y del otro, y alguna especie que no logré identificar y que le daba un toque ligeramente picante. Estaba delicioso. La carne tierna y jugosa, se deshacía en la boca.  
Mientras comía, me fijé en los otros platos multicolores impresos en la mesa, de entre los que me llamó la atención el dürüm, que comían en una mesa cercana. Es un rollo parecido a una torta que contiene lo mismo que el kebab y además maíz y trozos de queso feta, que es como el queso blanco. Todavía recuerda Miguel Ángel con delectación el que se comió en Algeciras, cuando fuimos el mes pasado, una tarde de regreso a la residencia donde nos alojamos. Era enorme y sabroso, y el joven morito que estaba a cargo del local, cerca del puerto, se lo preparó muy bien. Posiblemente sea lo que nos pidamos el día que volvamos a este kebab.
El resto de los nombres turcos de los platos no puedo recordarlos: había rollos de carne picada, alitas de pollo, pinchos de cordero, todo acompañado de ensalada, patatas fritas y arroz blanco, pizzas (alguna picante), croquetas, ensaladas (la típica turca es parecida a la española, con tomate, lechuga y aceitunas, pero además lleva queso rallado en hilo). Había sólo un dulce típico turco para el postre, la baklava, un hojaldre caramelizado relleno de almendra y nueces, pero yo estaba muy llena y preferí un helado.
Uno de los empleados sacaba hojas de lechuga de un gran recipiente, maravillosamente frescas y limpias para preparar los platos según se iban pidiendo. Otro llegaba con una gran bolsa llena de panes blandos, redondos y abiertos con los que hacen los kebabs. Todo estaba impecable,  el servicio fue rápido y eficaz, y el precio económico.
Al final, cuando estaba tomando el café, me fijé en las frases impresas en los sobres de azúcar, que a veces tienen pensamientos muy profundos. Nunca sabes dónde te puedes encontrar las reflexiones más trascendentes: “Si supiera que el mundo se ha de acabar mañana, yo, aún hoy, plantaría un árbol”, de Martin Luther King, y “No hay ninguna cosa seria que no pueda decirse con una sonrisa”, de Alejandro Casona.
Cuando Anita, mi hija, regresó de su estancia en el pueblo de la familia de su padre, donde había tenido una cena con muchos amigos para celebrar lo que allí llaman “los quintos”, vestigio de la época del servicio militar, le pregunté si le gustaban los kebabs y me dijo que le encantaban. Pues nos iremos los 3 a disfrutarlo.

 


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