Estaba hace poco charlando con
mis hijos sobre la forma de enfrentarse a los obstáculos que los demás suelen ponerte
en el habitual desenvolvimiento cotidiano. Es inevitable, por desgracia,
encontrar en cualquier fase de la vida personas que parece que han venido a
este mundo para impedir que tú evoluciones e incluso que existas.
Ya desde el colegio despuntan, y
no precisamente por su inteligencia. El niño que malmete, que difama, que es
envidioso y competitivo, que le gusta acaparar la atención de los demás. Está
más pendiente de lo ajeno que de lo suyo, siempre comparándose y encontrándose
menos que el resto. La autoestima, por la razón que sea, la tienen por los suelos.
En los niños aún se pueden
corregir estos defectos. No en vano la personalidad aún se está formando. Cuando no se hace
así se llega a la edad adulta con complejos, inseguridades, con
marrullerías (el típico trepa que pone zancadillas en el trabajo), con
falsedades y, en fin, dejando mucho que desear como persona.
Y son legión los que se cuentan
en esta categoría. No sólo en la etapa escolar, sino en todas las demás
(instituto, universidad, en el trabajo). Siempre hay alguien dispuesto a que
recuerdes que existe, por si no te habías percatado, y que no tiene otra cosa
mejor que hacer que impedir que te sientas cómodo y a gusto contigo mismo o en
tu entorno, algo que por lo visto no pueden concebir. Las camarillas, porque es
frecuente que se agrupen, funcionan como pequeños ejércitos bien organizados
con unas consignas que comparten a muerte, y que jamás hacen una autoevaluación
de sus conductas y de los valores morales que normalmente rigen la existencia de
cualquiera, de los que ellos carecen por completo. La difamación es la piedra de
toque, el arma inicial con la que extienden su maledicencia al resto,
contaminando a los que todavía parecían no haber enfermado con sus lacras. Después usan el resto del armamento, nuclear por lo general.
Anita, mi hija, me contaba que
hace 3 años tuvo un enfrentamiento verbal con 2 chicas que le cogieron ojeriza
por razones obvias: ella es guapa, rubia natural, inteligente, simpática,
afectuosa. A ver quién puede mejorar eso. Porque las cualidades ajenas, por lo
que se ve, son una afrenta para este tipo de personas. No tardaron mucho en
envenenar el ambiente en torno a Anita, de modo que gente que no la conocía de nada,
a lo mejor sólo de vista, la insultaban cuando iba por los pasillos. Por fortuna aquello
duró sólo un tiempo, pero cuántas personas no sucumben a un bullying, tan
habitual en los ambientes académicos. Otra chica con menos entereza, con menos
personalidad o autoestima, habría tenido un final lamentable, sino fatal. Ella
me lo cuenta ahora, como si tal cosa, ya que en su momento apenas me dijo nada. De
haberlo sabido habría puesto las medidas necesarias para acabar con semejante
situación, denunciando si fuera necesario a quien hubiera hecho falta. Es porque
se permiten estos comportamientos por lo que la gentuza prolifera, libres de
cortapisas, inmunes e impunes. La clase de adultos que serán en el futuro nos
lo podemos imaginar.
Miguel Ángel, mi hijo, me dijo
que yo estaba equivocada al cifrarlo todo sólo en la envidia. Y fue más allá
del término maldad: afirmó rotundo que simplemente es que hay gente cruel. A mí
siempre me ha costado mucho asimilar el concepto del mal como algo corriente.
Si pienso en alguien malo me vienen a la cabeza figuras tiránicas por todos
conocidas, las típicas que se suelen mencionar, que han pasado a formar parte
de la Historia por razones lamentables. Pero suelo creer, o al menos lo
intento, que el mal es algo accidental cuando me lo encuentro cada día, que es
un descuido de la persona, una equivocación, algo que no quería hacer en
realidad. No pienso en la premeditación ni en la alevosía, en el cálculo frío y
despiadado. Quizá el mal se haya convertido en costumbre, en la forma habitual
de reaccionar, algo que parece natural de tanto utilizarlo: hacer el bien es
más difícil.
Y todos incurrimos en algún
momento en pequeños actos de maldad en un momento dado. El otro día vi una
cartera tirada en el suelo del autobús, pero como era final de línea y ya estaba saliendo todo el mundo, era
por la mañana temprano y tenía prisa, no me paré a recogerla para entregársela
al conductor y que se hiciera cargo de ella. Pensé que quien la hubiera perdido
le habría hecho un trastorno enorme: el dinero, las tarjetas, el abono
transporte… Me supo mal pero continué mi camino. No me habría llevado en
realidad ni 2 minutos detener mi marcha, interrumpir mi rutina, que es que parece
que nos dan cuerda y somos como autómatas, siempre haciendo las mismas cosas y
sin pensar, o como las cobayas en el laberinto del laboratorio, perdidos en el
marasmo ciego de nuestra cotidianeidad urbanita. Y no es excusa lo de que hay
días que estamos más cansados, o más aburridos de lo habitual, que era lo que
me pasaba a mí.
Les dije a mis hijos que el
ejemplo que yo sigo desde hace mucho es el de personas como Gandhi o como
Martin Luther King, resistencia pasiva ante la hostilidad ajena y gratuita.
Aunque parezcan figuras del pasado su filosofía de vida sigue estando vigente, lo estará siempre. Anita me dijo que fueron mártires, y es verdad, nadie queremos serlo. Siguiendo
su ejemplo sí que se termina siendo, pero si se tiene paciencia sólo por un
tiempo. Al final, estoy convencida, termina surgiendo el verdadero ser, el
auténtico yo de las personas, que es bueno. Nacemos puros, salvo taras
heredadas, porque todo se hereda, lo físico y lo psíquico. Sólo
falta descubrir el alma de los demás, aquel reducto de cosas bellas que está escondido bajo
capas de miseria que las circuntancias personales
han depositado allí. Todo tiene un motivo, una explicación racional. Otros ámbitos puede que no, pero lo que se refiere a lo intrínsecamente humano sí. Como me decían hace poco, el amor es el motor que mueve el mundo, y su falta la causa de todas las tribulaciones que nos aquejan. Es algo que yo he pensado siempre.
han depositado allí. Todo tiene un motivo, una explicación racional. Otros ámbitos puede que no, pero lo que se refiere a lo intrínsecamente humano sí. Como me decían hace poco, el amor es el motor que mueve el mundo, y su falta la causa de todas las tribulaciones que nos aquejan. Es algo que yo he pensado siempre.
Llegar a ese estado de paz con
uno mismo, de comprensión de los defectos ajenos, hasta tener capacidad de
perdonar, que no es fácil, igual que nos gustaría que nos perdonaran a nosotros
cuando somos los que hemos hecho mal, es para mí la cumbre de la realización
personal, más que ninguna otra cosa.
Todos podemos tener maldad en un
momento dado, y por eso hay que educar la mente, perfeccionar el
autocontrol, para así erradicar del comportamiento los comportamientos
perniciosos, que pueden convertirse en habituales. No podemos dejarnos llevar
por nuestras inclinaciones más vergonzosas, dejar la puerta abierta al lado
oscuro que todos albergamos en nuestro interior. No hagamos a los demás, en
fin, lo que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros. El que actúa con mal de forma consciente no tiene excusa, puede, debe modificar su actitud. Tendríamos un mundo
mejor si esto fuera así.
Mientras tanto, tendremos que
seguir haciendo un esfuerzo para afrontar la hostilidad ajena, esa constante en
la vida de no vivir y no dejar vivir que tienen muchos. Aunque Anita piense que
es un signo de debilidad no responder a un ataque. Yo aún creo en la dignidad
humana, en no ceder ante el mal, en no rebajarse a las mismas malicias a las
que somos expuestos. Antes al contrario, lo considero una valentía.
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