lunes, 29 de junio de 2015

El balcón en invierno

 
Luis Landero era un autor al que nunca había leído hasta que vi el último libro que ha publicado en la revista del Círculo de Lectores, en lote con otro libro que era el que más me interesaba. Y así, sin proponérmelo, he descubierto una escritura cautivadora como pocas y unas resonancias sentimentales que me son muy afines.
En El balcón en invierno, título que me parece cálido y evocador, uno de los primeros temas que aborda es el de la nostalgia. “A veces siento una nostalgia llena de hondos pesares. Es nostalgia y pesar de la juventud, de la belleza, de la acción, de todo cuanto sucumbió al tiempo, pero también de lo que no llegó a vivirse, de los alegres decires nunca dichos, de las correrías nunca emprendidas, de los amigos que no tuve, del amor apenas entrevisto, de la vida dilapidada en vano, y de lo breve e ilusorio de los ahoras, de los mañanas y de los entonces, y de todo este pobre negocio de años y de afanes de que está hecha la vida”.
Nos habla de un primo suyo, algunos años mayor que él, que fue una especie de maestro, alguien al que quiso y admiró mucho. Le describe durante una incursión por el bosque. “(…) el modo de preparar y lanzar la tarraya en los vados y torrenteras, de recogerla, de mirar alarmado alrededor y levantar la mano imponiendo silencio para mejor descifrar los signos de la naturaleza, el temblor de las hojas, los dibujos que hacía el viento en el agua, el paso de las nubes (…)”.
Describe con enorme autenticidad la forma como llegamos a experimentar los momentos difíciles de la vida, y la huella que nos dejan. “Como en todas las vidas, en la mía ha habidos unos cuantos momentos esenciales, deslumbrantes de lo reveladores, que te sacan del alma las verdades más hondas y escondidas, y que de pronto te dicen más de ti mismo y del mundo que todos los libros y la sabiduría de los maestros, y que ya se quedan en la memoria para siempre, haciéndose fuertes en ella contra todo tipo de asaltos de la inteligencia, de razonamientos y remedios, y señoreando en el pasado a su capricho y a su arbitrio, indestructibles, crueles, sordos a toda súplica”.
Se queja de lo difícil que es la concentración cada vez que quiere ponerse a escribir, y todo lo que describe es exactamente lo que nos sucede a los que escribimos. “A veces creía estar a punto de tener una intuición maravillosa o de sentir la inminencia de una tarea capaz de apasionarme, pero bastaba un rumor en el piso de arriba, el grito lejano de un niño, el vago insinuarse de otro pensamiento, para que se me borrara de la memoria lo que tanto prometía, y la distracción se consumase en olvido. A todos nos ocurre, y esas súbitas trascendencias vencidas por una minucia definen bien nuestra cómica condición humana”.
El autor tiene costumbre de subrayar los pasajes que más le han gustado en los libros que lee, como hago yo desde que tengo memoria. De vez en cuando le da un repaso a su biblioteca, y las preguntas que él se hace me las he hecho yo más de una vez. “(...) y buscar en mis libros fragmentos subrayados o anotados, lo cual equivale en efecto a hacer un viaje sentimental por mi pasado imaginario, por mi memoria de lector. En muchos libros encuentro líneas o párrafos resaltados a lápiz (…) ¿Por qué quise destacar esa frase, esa escena, atesorarlas con tanto fervor, defenderlas contra el olvido, dejar allí constancia de mis desvelos de lector? No lo sé (…) En los libros leídos está la sombra, el rastro de lo que fuimos, los diversos bocetos de nuestro aprendizaje estético y de nuestra evolución vital, los vestigios de ciertos afanes que un día nos conmovieron y que luego, tras ser devastados por el tiempo, con los materiales de sus ruinas construimos nuestro modo de ser y de sentir, y lo más valioso y secreto de nuestro bagaje cultural”.
Nos habla de su aprendizaje en la escuela, de aquello que más le llamaba la atención en su descubrimiento de lo literario. “(…) me enamoraba de palabras especulativas, de términos cuya potencia metafórica abrían de golpe un filón nuevo de conocimiento, el regalo maravilloso, imprevisto, de la lucidez”.
Landero salpimenta de humor muchas partes de su relato, un humor entre inocentón y pícaro que busca la aquiescencia del lector y su complicidad. Es muy curiosa la descripción que hace del campo, el lugar donde pasó su niñez y parte de su juventud. “(…) en el campo las noticias se difunden con mucha rapidez (…) Si se produce alguna novedad, el grillo y el pájaro carpintero la transmiten por telégrafo a un viejo búho, que tiene su casa y su oficina en un olivo, y que con un parpadeo que le coge toda la cara se da por avisado”.
Echa de menos el cuidado de las mujeres que poblaron su infancia, y como yo, el de los mayores que velaban por nosotros. “(…) las mujeres del corro levantaban los ojos de la costura o de la conversación y me miraban un instante y me veían allí, secándome la boca con la manga, todavía con la respiración agitada, representando ante ellas el papel de niño grande, de niño atareado, de niño camino de ser hombre, y ellas acaso sonreían un instante, solo un instante, y eso era suficiente para que yo, no sé cómo, no sé por qué, no sé de dónde, fuese feliz. El seguro refugio de las mujeres, la felicidad sin ton ni son”.
Escritor tardío, pues es profesor universitario de Literatura y licenciado en Filología Hispánica, empezó a publicar con gran éxito desde el primer momento, y descubrió en la escritura su verdadera vocación, para nuestro regocijo.
 
 


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