Luis Landero era un autor al que
nunca había leído hasta que vi el último libro que ha publicado en la revista
del Círculo de Lectores, en lote con otro libro que era el que más me
interesaba. Y así, sin proponérmelo, he descubierto una escritura cautivadora
como pocas y unas resonancias sentimentales que me son muy afines.
En El balcón en invierno,
título que me parece cálido y evocador, uno de los primeros temas que aborda es
el de la nostalgia. “A veces siento una nostalgia llena de hondos pesares. Es
nostalgia y pesar de la juventud, de la belleza, de la acción, de todo cuanto
sucumbió al tiempo, pero también de lo que no llegó a vivirse, de los alegres
decires nunca dichos, de las correrías nunca emprendidas, de los amigos que no
tuve, del amor apenas entrevisto, de la vida dilapidada en vano, y de lo breve
e ilusorio de los ahoras, de los mañanas y de los entonces, y de todo este
pobre negocio de años y de afanes de que está hecha la vida”.
Nos habla de un primo suyo,
algunos años mayor que él, que fue una especie de maestro, alguien al que quiso
y admiró mucho. Le describe durante una incursión por el bosque. “(…) el modo de
preparar y lanzar la tarraya en los vados y torrenteras, de recogerla, de mirar
alarmado alrededor y levantar la mano imponiendo silencio para mejor descifrar
los signos de la naturaleza, el temblor de las hojas, los dibujos que hacía el
viento en el agua, el paso de las nubes (…)”.
Describe con enorme autenticidad
la forma como llegamos a experimentar los momentos difíciles de la vida, y la
huella que nos dejan. “Como en todas las vidas, en la mía ha habidos unos
cuantos momentos esenciales, deslumbrantes de lo reveladores, que te sacan del
alma las verdades más hondas y escondidas, y que de pronto te dicen más de ti
mismo y del mundo que todos los libros y la sabiduría de los maestros, y que ya
se quedan en la memoria para siempre, haciéndose fuertes en ella contra todo
tipo de asaltos de la inteligencia, de razonamientos y remedios, y señoreando
en el pasado a su capricho y a su arbitrio, indestructibles, crueles, sordos a
toda súplica”.
Se queja de lo difícil que es la
concentración cada vez que quiere ponerse a escribir, y todo lo que describe es exactamente lo que nos sucede a los que escribimos. “A veces creía estar a punto de tener una
intuición maravillosa o de sentir la inminencia de una tarea capaz de apasionarme,
pero bastaba un rumor en el piso de arriba, el grito lejano de un niño, el vago
insinuarse de otro pensamiento, para que se me borrara de la memoria lo que
tanto prometía, y la distracción se consumase en olvido. A todos nos ocurre, y
esas súbitas trascendencias vencidas por una minucia definen bien nuestra
cómica condición humana”.
El autor tiene costumbre de subrayar los
pasajes que más le han gustado en los libros que lee, como hago yo desde que
tengo memoria. De vez en cuando le da un repaso a su biblioteca, y las preguntas que él se hace me las he hecho yo más de una vez. “(...) y
buscar en mis libros fragmentos subrayados o anotados, lo cual equivale en
efecto a hacer un viaje sentimental por mi pasado imaginario, por mi memoria de
lector. En muchos libros encuentro líneas o párrafos resaltados a lápiz (…)
¿Por qué quise destacar esa frase, esa escena, atesorarlas con tanto fervor,
defenderlas contra el olvido, dejar allí constancia de mis desvelos de lector?
No lo sé (…) En los libros leídos está la sombra, el rastro de lo que fuimos,
los diversos bocetos de nuestro aprendizaje estético y de nuestra evolución
vital, los vestigios de ciertos afanes que un día nos conmovieron y que luego,
tras ser devastados por el tiempo, con los materiales de sus ruinas construimos
nuestro modo de ser y de sentir, y lo más valioso y secreto de nuestro bagaje
cultural”.
Nos habla de su aprendizaje en la
escuela, de aquello que más le llamaba la atención en su descubrimiento de lo
literario. “(…) me enamoraba de palabras especulativas, de términos cuya
potencia metafórica abrían de golpe un filón nuevo de conocimiento, el regalo
maravilloso, imprevisto, de la lucidez”.
Landero salpimenta de humor
muchas partes de su relato, un humor entre inocentón y pícaro que busca la
aquiescencia del lector y su complicidad. Es muy curiosa la descripción que
hace del campo, el lugar donde pasó su niñez y parte de su juventud. “(…) en el
campo las noticias se difunden con mucha rapidez (…) Si se produce alguna
novedad, el grillo y el pájaro carpintero la transmiten por telégrafo a un
viejo búho, que tiene su casa y su oficina en un olivo, y que con un parpadeo
que le coge toda la cara se da por avisado”.
Echa de menos el cuidado de las
mujeres que poblaron su infancia, y como yo, el de los mayores que velaban por
nosotros. “(…) las mujeres del corro levantaban los ojos de la costura o de la
conversación y me miraban un instante y me veían allí, secándome la boca con la
manga, todavía con la respiración agitada, representando ante ellas el papel de
niño grande, de niño atareado, de niño camino de ser hombre, y ellas acaso
sonreían un instante, solo un instante, y eso era suficiente para que yo, no sé
cómo, no sé por qué, no sé de dónde, fuese feliz. El seguro refugio de las
mujeres, la felicidad sin ton ni son”.
Escritor tardío, pues es profesor
universitario de Literatura y licenciado en Filología Hispánica, empezó a
publicar con gran éxito desde el primer momento, y descubrió en la escritura su
verdadera vocación, para nuestro regocijo.
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