martes, 6 de octubre de 2015

El club de la lucha (I)


Hacía 6 meses que no podía dormir. Cuando se padece insomnio nada parece real, las cosas se distancian, todo parece la copia de una copia de otra copia. Antes hojeábamos pornografía, ahora hojeamos la colección de interiorismo de Ikea.

Entonces decide visitar a un médico para que le recete algo para el insomnio, pero en lugar de eso le dice que mastique raíz de valeriana y que haga ejercicio. "Vamos doctor, estoy sufriendo". "¿Quiere saber lo que es sufrimiento?", le contesta, "pues vaya a una iglesia metodista los martes por la tarde, o a un grupo de terapia de ayuda a pacientes con cáncer de testículos".

Decide hacerle caso y va al grupo de terapia. Allí los asocian por parejas, los pacientes tienen que apoyarse unos a otros de dos en dos. A él le toca un hombre de proporciones descomunales al que los tratamientos contra el cáncer han hecho que le salgan mamas. De pronto se ve envuelto en su abrazo con la cabeza metida entre sus abultados pechos. "Yo fui culturista", declara entre sollozos. Todos se abrazan por parejas y lloran. Y entonces, estando en esa situación, ocurrió algo: se sumió en el olvido, profundo, silencioso, completo. Encontró la libertad y la esperanza, en la 2ª halló la 1ª, mientra lloraba también.  Esa noche durmió como un bebé.

Se convirtió en un adicto a los grupos de terapia, en los que creyó hallar la solución a sus problemas de sueño y stress. Iba a los de alcohólicos, tuberculosos, los que fuera. Cuando estaba en ellos, si él no decía nada la gente presuponía lo peor y acudían enseguida a abrazarlo. Cuanto más lloraban los del grupo más lloraba él. Los grupos eran centros pequeños y cálidos que se agrupaban en torno a los problemas. Le enseñaban a relajarse, a meditar, había bollos, café.

Hasta que un día apareció Marla Sinclair, una mujer joven, menuda y extravagante que se dedicaba a hacer lo mismo que él, lo cual le incomodaba profundamente. Fue llegar ella, siempre fumando y con aspecto distante y oscuro, y ya no fue capaz de sentir nada, por lo que volvió a dejar de dormir. Cuando padeces insomnio nunca te duermes del todo y nunca estás del todo despierto. 

En una de las reuniones una paciente enferma de cáncer con un pañuelo en la cabeza, para cubrir la calvicie producida por la quimioterapia, sale a hablar y comenta que por fin ha perdido el miedo a la muerte, pero que nadie se quiere acostar con ella: querría echar un último polvo, y aseguraba que en su casa había lubricantes, preservativos y todo lo que hiciera falta para pasar una buena noche de sexo. La encargada la tiene que cortar cuando ve que el tema empieza a ir por escabrosos derroteros.

"Si tuviera un cáncer se llamaría Marla", piensa mientras está en la terapia. Cuando llega el momento de asociarse por parejas para consolarse, se acerca a ella y la amenaza con delatarla como farsante, pero ella dice que hará lo mismo con él. Se abraza entonces a él y hace como que llora, como todos allí. Le pregunta entonces a ella por qué hace esto, y ella le dice que es más barato que ir al cine, se está caliente y te dan café. "¿Tú por qué lo haces?", le pregunta a él. "No sé", contesta, "quizá porque la gente cuando se está muriendo es cuando realmente te escuchan". Intenta convencerla para que abandone. "No puedo llorar si hay otro impostor presente", le dice a ella, "y lo necesito". Intentan repartirse los grupos para no coincidir. Es un diálogo surrealista.

Marla cruza siempre la calle sin mirar si vienen coches y, milagrosamente, nunca la atropellan. Su filosofía de vida era que en cualquier momento podía morir. Su tragedia era que no ocurriera.

Él tiene que estar volando constantemente por su trabajo. Su rutina se cifra en raciones individuales de leche, mantequilla, azúcar, pollo al cordon bleu para microondas en los aviones, gel de baño, champú y pasta de dientes de los hoteles. Su ración de amigos son los compañeros de viaje con los que comparte un rato al principio y al final de los viajes. Él es perito de una importante fábrica de coches. Cada vez que el avión se ladeaba aunque fuera ligeramente o hacía cualquier movimiento extraño, rezaba para que otro avión colisionara lateralmente con ellos, para que hubiera un accidente del tipo que fuera y acabar con todo. Se imagina el avión volando con el fuselaje roto y los pasajeros expulsados al exterior, las mascarillas de oxígeno colgando y él aún sentado mientras se precipita al vacío. Las compañías de seguros pagan el triple si mueres en un viaje de negocios.

Un hombre sentado a su lado en uno de sus trayectos aéreos, junto a la salida de emergencia, le comenta que para qué sirve ésta a 10 mil metros de altura. "Sensación de seguridad", le contesta. Es muy peculiar. Dice que las mascarillas de oxígeno de los aviones sirven para colocarse. "Debido al pánico, en caso de emergencia, respiras el doble de oxígeno de lo normal, lo que te provoca una sensación de euforia". Le señala los carteles que están en los asientos que tienen delante, en los que te enseñan la postura a adoptar en caso de aterrizaje de emergencia. "Aterrizaje a mil kms./ hora, caras inexpresivas, como que no pasara nada", comenta sarcástico y escéptico. Le pregunta a su extraño acompañante a qué se dedica y le dice que a fabricar jabón. Le muestra la tarjeta de presentación con su nombre: Tyler. "Si mezclaras gasolina con concentrado de helado de naranja fabricarías napal", le dice Tyler muy serio. "Puedes fabricar todo tipo de explosivos utilizando productos caseros"

Cuando vuelve a su barrio, ya de noche, ve a los vecinos de la torre donde vive que están en la calle, desalojados, de pie junto a los bomberos, y cuando mira hacia arriba su apartamento está ardiendo. Le dicen que ha sido un escape de gas de su cocina. Entre los restos de su casa, esparcidos por la calle, encuentra el nombre y el teléfono de Marla. La llama, pero cuando contesta cuelga. Luego decide llamar a Tyler, al encontrar su tarjeta en el bolsillo. Está en una cabina de teléfono, pero como no contesta cuelga. Al momento suena el aparato: quedan en un bar a tomar unas cervezas.

Le cuenta lo que le ha pasado y se lamenta por todas sus posesiones perdidas. Tyler abomina de su condición de consumidores, y de que se sienta realizado por poseer cosas. "En mi opinión nadie debería sentirse realizado, no hay por qué ser perfectos. Evolucionemos. Lo que posees acabará poseyéndote". A la salida del bar Tyler le insta a que le pida quedarse en su casa. "Pero antes tienes que hacerme un favor: golpéame lo más fuerte que puedas". Al principio se resiste, pero termina haciéndolo. Tyler le devuelve el golpe, y así comienzan amistosamente una tanda de golpes, unas veces uno otras veces el otro, en lo que parece una forma de quitarse el stress. Al final se sientan magullados en la acera, mientras se beben unos botellines de cerveza, y le dice a Tyler que deberían repetirlo otro día.

Tyler vivía en un edificio abandonado de varios pisos en el que las ventanas habían sido tapiadas, la puerta principal no tenía cerradura, las escaleras estaban a punto de desplomarse y las paredes llenas de suciedad. Debía ser un okupa. Le enseñó una gran habitación en la que sólo había un colchón mugriento: allí dormiría. Si encendías una luz se apagaba cualquier otra de la casa y en vez de agua salía un líquido marrón pulverizado por la presión.

Todas las noches se iban junto al bar donde habían tomado las cervezas y, en la calle, se ponían a darse golpes.  También golpeaban piedras alrededor de la casa con palos de golf, que iban a parar a los edificios de enfrente, igualmente abandonados.  A Tyler le gustaba dar vueltas en bicicleta por el interior de la casa.

En el trabajo el jefe le miraba raro porque llegaba con la cara llena de hematomas, pero a él le daba igual porque después de cada pelea todo lo que te ocurriera era de una importancia mínima. Podía aguantar a su jefe y a los compañeros sin que apenas escuchara nada de lo que decían.

Un día, hablando en el servicio, le cuenta a Tyler que su padre le abandonó cuando tenía 6 años, y éste le dijo que el suyo tampoco estaba nunca. "Somos una generación de hombres criados por mujeres. Me pregunto si otra mujer es lo que realmente nos haría falta".

Poco a poco sus luchas habían empezado a ser las de otras personas. Se organizaban cada noche espontáneamente peleas callejeras en las que todos parecían pasarlo muy bien. Recordaba que antes, cuando volvía a casa enfadado o deprimido, se ponía a limpiar su apartamento. Ahora luchaba. Terminaron poniendo un nombre a su actividad, el club de la lucha, y crearon algunas normas que Tyler les expuso a todos: 

1) no hablar del club
2) si alguien dice basta, flaquea o desfallece, el combate ha terminado
3) sólo habrá dos luchadores
4) sólo habrá una pelea cada vez
5) se peleará sin camisa ni zapatos
6) las peleas durarán el tiempo que sea necesario

Un compañero de trabajo, que solía ser muy torpe, fue el rey una noche que le arreó una paliza al maitre de un restaurante cercano. Allí luchaban hombres de todas las condiciones y profesión. Los contendientes se pegaban en medio de los gritos con los que les jaleaban los demás. A veces, en su vida cotidiana, se encontraba a gente que peleaba en el club, un camarero que le servía agua en la mesa, el compañero de trabajo, cualquiera, y jamás hablaban de ello, sólo se cruzaban enigmáticas miradas. La gente solía acudir al club con el culo blando como la masa del pan. Al cabo de pocas semanas tenían el cuerpo esculpido en madera.

Todos empezaban a percibir las cosas de otra manera. A donde fuera que iban hacían un análisis de todo. Compadecía a los tipos que se amontonaban en los gimnasios intentando tener el aspecto que decían que había que tener Calvin Klein o Hilfigher. Tyler tenía su propia teoría al respecto. "La autoperfección es sólo masturbación y autodestrucción".

Las luchas cada vez eran más cruentas. Lo importante no era ganar o perder. Al final de cada combate nada se había resuelto, pero daba igual.

Un día le llama Marla diciendo que se ha tomado un tubo lleno de pastillas, más como una forma de pedir auxilio que como un intento de suicidio. Él deja el teléfono y se va, y la deja hablando sola, pero al día siguiente aparece en la cocina de su casa para hacerse el desayuno porque ha pasado la noche con Tyler. Este había escuchado el monólogo de Marla en el teléfono descolgado y había ido a salvarla. La había traído a casa y, como dijo que debía mantenerla despierta porque si no estaba "jodida", se dedicó a mantener relaciones sexuales con ella toda la noche. Algo que ocurrió en días sucesivos también. Sus gritos orgásmicos se oían por toda la casa, mientras él intentaba concentrarse en sus rutinas. Tal era la potencia de sus encuentros que se desprendían trozos del techo y se encendían y apagaban las luces. Estaban así a todas horas.

Un día recibe la llamada de un oficial de la policía: el incendio de su apartamento no fue fortuito sino que se originó por una bomba de fabricación casera. Inmediatamente sabe que ha sido Tyler el causante, pero ni se molestan en hablar del tema.

Esa noche Tyler dice que tiene que hacer jabón, y para ello van a una clínica de liposucción, porque la grasa humana es la mejor para eso. Tyler se introduce en los contenedores y saca grandes bolsas de un líquido espeso y naranja, que le lanza para que las vaya recogiendo, salpicándole y haciendo que se muera de asco. En casa lo pone a hervir, pero quiere hacerle una demostración: Tyler echa un polvo blanco sobre la mano de él. Es un producto químico tipo lejía que le produce un dolor tremendo. Tyler dice que no se resista, que no aparte el dolor. Le cuenta una historia antigua: las mujeres hace siglos lavaban la ropa en la parte del río donde se quemaban a los muertos, porque las cenizas se mezclaban con la grasa humana derretida y se formaba una especie de lejía. Según Tyler el jabón está hecho con las cenizas de héroes que murieron en el campo de batalla. Sin dolor, sin sufrimiento, no habría nada. Tyler le da tortas para que reaccione, mientras le dice que no existen la maldición ni la redención, que son hijos malditos de Dios. "Primero has de saber que no hay que tener miedo, y que un día morirás".

Tyler vendía sus jabones a grandes almacenes a 20 dólares la pastilla, y estos a su vez lo vendían por una cantidad mucho mayor. "Era maravilloso: le revendíamos a las mujeres ricas sus propios culos celulíticos".
                                                                                                                                        

                                                                                                                                              
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