viernes, 23 de octubre de 2015

Victoria Camps: la felicidad


Cayó en mis manos casi por casualidad uno de los libros que una compañera de trabajo dejó sobre una mesa, junto a la fotocopiadora, cuando hizo limpieza el día que se jubilaba, para que los cogiera cualquiera a quien pudieran interesar. Sé que ella es una madre entregada y que este libro sin duda vendría a aliviar algunas de sus cuitas, pues aún siendo sus vástagos ya mayores seguía sintiendo las mismas preocupaciones y diría yo angustias, que cuando eran pequeños. Es un libro pequeño, subrayado en algunos párrafos por la propia autora, Victoria Camps, catedrática de Filosofía Moral. Qué hay que enseñar a los hijos tiene ya las hojas amarillas del tiempo que hace que fue impreso, pero más que un tratado sobre la educación de los niños y adolescentes me parece que es un tratado sobre la vida. Y como trata sobre cada una de las facetas de la misma con tanta sencillez y verdad, he querido reproducir en varios posts cada una de ellas. La 1ª la felicidad.

¿Qué madre o qué padre no recurre, en trances difíciles, a la socorrida frase "yo sólo quiero que mi hijo sea feliz"? Sólo hace falta pensar un poquito para darse cuenta de que querer la felicidad para sí mismo o para otro es demasiado: es quererlo todo. Pero al decir "sólo quiero su felicidad" estamos haciendo una confesión de modestia: no ambiciono nada, no pido, no exijo ni pretendo nada, sólo quiero que le vaya bien, que sea feliz. Nos hemos dado cuenta de que tratar de hacer un hijo a imagen y semejanza nuestra, o adaptado a nuestros deseos, es iluso y peligroso.

No hay mejor caldo de cultivo para la frustración que el deseo no reprimido de ver en el hijo la reproducción de una imagen que previamente tenemos de él. O esperar que sea la compensación de nuestros defectos y faltas (...) Nada más contrario a la felicidad. El estoico Séneca, que escribió sabiamente sobre la felicidad, dejó dicho que "la vida feliz es la que está conforme con la naturaleza de las cosas". Quería decir que el camino para ser feliz es aceptar la realidad -en este caso, la de los propios hijos- como es: con sus defectos, sus manías y sus debilidades. Es contraproducente para la tranquilidad del alma, que seguramente es lo más similar a la felicidad, querer doblegar la realidad a nuestro capricho.

Pero una cosa es forzar la naturaleza de las cosas, y otra, muy distinta y nada recomendable, dejar hacer. La felicidad no consiste en una especie de estado beatífico y angélico en el que todos los deseos y satisfacciones han quedado cumplidos. Ese estado sería, para empezar, inhumano, impropio de nosotros. Nuestro objetivo en esta vida no es la felicidad, sino buscarla, algo mucho más limitado y que consiste en tratar de obtener el máximo rendimiento y satisfacción con lo que libremente hacemos. En realidad la felicidad no es un objetivo que pueda buscarse por sí mismo. Uno no se propone ser feliz, sino encontrar a la pareja perfecta, tener hijos sanos, ganar dinero, tener un trabajo amable. La felicidad es el producto obtenido al hacer otras cosas: ver un partido de fútbol, leer un libro, planear unas vacaciones, disponerse a ayudar a las víctimas de una guerra.

Lo 1º que hay que aprender para atrapar esas ocasiones de felicidad que puede proporcionar la vida es que el ser humano se distingue del animal en que éste actúa por instinto, mientras que el hombre escoge la vida que quiere. El animal hace lo que le apetece cuando le apetece: un perro ladra, come, duerme o juega cuando su instinto se lo pide. El ser humano, por el contrario, puede tomarse un respiro frente a lo que le pide el cuerpo. El ser humano piensa, calcula, mide, elige, decide con vistas a lo que considera que es su felicidad. Por lo menos, lo intenta. Esa diferencia el niño la desconoce. No sabe que lo que apetece en cada momento puede no ser lo más conveniente. Tiene que aprender a controlarse, a esperar, a establecer una distancia entre el estímulo y la respuesta.

Algunos filósofos han insistido en que hay que aprender a distinguir la felicidad del placer. La idea sólo es aceptable si se interpreta moderadamente, pero deja de serlo si la diferencia entre ambos se quiere llevar demasiado lejos, como han hecho los puritanismos y fundamentalismos religiosos. Mi generación, y varias generaciones anteriores a la mía, crecimos con la idea de que todo lo bueno, apetecible y placentero era pecado. Es una táctica equivocada para acercarse a la felicidad. Los dos grandes maestros del ser humano -dijo el utilitarista Bentham- son el placer y el dolor. Vamos en pos del placer y evitamos el dolor y el sufrimiento. Lo único que le humano puede y debe hacer, y que no hace el animal, es aprender a distinguir y jerarquizar placeres y dolores. A esa capacidad los griegos la llamaron "templanza".

Orientar a un niño respecto a la felicidad es habituarle a la templanza. A templar sus emociones y sus nervios, a reprimirse si hace falta. A ser incrédulo con respecto a los modelos de felicidad que ofrecen la televisión, el mercado, la política. Ya lo dijo Aristóteles: la felicidad no está en lo que la gente suele pensar: el dinero, el éxito, el poder, los honores, la belleza. Todas estas cosas ayudan a ser feliz pero no son la felicidad misma. La felicidad -concluía el filósofo- consiste en ser una buena persona.

¿Y qué es una buena persona? Estamos ante una de las grandes preguntas de la filosofía, esas que no tienen respuestas definitivas, pero nos ayudan a pensar. No hay modelos que retraten a las buenas personas. Es más: lo que los niños de hoy perciben como modelo es lo contrario de lo que dijo el filósofo. La televisión les enseña que el más feliz es el más fuerte, el más rico, el más guapo, el más duro, el que sale triunfante de todas las competiciones. Es bueno el que gana y malo el que pierde. Ahí está la dificultad. En este mundo de competencias, de perdedores y ganadores, ¿cómo hacerle entender a un niño que la felicidad se busca de otra forma, que no siempre es importante ganar y, sobre todo, que ganar no es lo que aparece como tal?

(...) En nuestro mundo hay por menos cuatro riesgos que crean malentendidos sobre la vida feliz. Para combatirlos, habría que tener claro lo siguiente:

1. La felicidad no consiste en tenerlo todo ni en conseguir todo lo que uno se propone. Ser ambicioso no es malo, pero dado que no todo saldrá a nuestro gusto, es preciso aprender a superar y vencer las adversidades. Es la gran lección que nos enseñaron los estoicos, los únicos filósofos que no eludieron los grandes problemas de la existencia: la enfermedad, el dolor, el fracaso, la muerte.

2. La felicidad sólo se consigue en compañía. Necesitamos a los otros para vivir y para ser un poco felices. Y al decir "los otros" no es legítimo pensar sólo en "los nuestros", sino en los que son realmente "otros". La rutina de las malas noticias acostumbra a contemplar con impasibilidad absoluta el sufrimiento y la tortura en que vive mucha gente. A esa satisfacción con lo propio independientemente de lo que ocurra fuera se le llama mezquindad.

3. Hay una búsqueda de felicidad que acaba siendo autodestructiva porque convierte en fin lo que sólo era un medio. La adicción a las drogas, las sectas, la promiscuidad sexual, la anorexia son perversioes de placeres que, a falta de control, acaban volviéndose contra uno mismo.

Lo que los adultos deben preguntarse es hasta qué punto fomentan y no corrigen esas ideas que hoy son moneda corriente, según las cuales la felicidad está en lo efímero y en la complacencia con lo propio. Hasta qué punto las están enseñando con su propia vida y con un dejar hacer que no sirve para formar criterio. La satisfacción de cualquier capricho, el recurso al dinero como solución del aburrimiento, la presión desmedida por las buenas notas, favorecen la confusión de la felicidad como la satisfacción inmediata. No es raro que el niño, más sabio a veces que sus progenitores, rechace las solicitudes del mercado en todas sus formas. Per acabará acostumbrándose a la idea omnipresente de que sólo teniendo y comprando cosas, sólo gastando dinero, se puede ser feliz. Las necesidades y los deseos se crean y se cultivan. Nadie nace queriendo esto o aquello: acaba queriéndolo si le convencen de que si no lo consigue será muy desgraciado.

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