La felicidad no es lo mismo que el buen humor, pero el buen humor es una de las formas de expresión de la felicidad. Muchos han definido al hombre como "un animal que saber reír", nos recuerda Bergson. Por medio de la risa se manifiestan la sociabilidad humana, la simpatía, la generosidad, la amabilidad, la complicidad con los otros. No perder el humor, a pesar de todo lo malo que nos ocurre, es un signo de inteligencia. El buen humor es, además, un rasgo de buena educación. Las personas malhumoradas son una incomodidad para los demás. Pero, por encima de todo, el buen humor es un recurso para aceptarse a uno mismo, para remontar las adversidades que nunca faltan. (...) El reír o el llorar dependen del temperamento de cada uno: hay personas más lloronas y personas más risueñas. Aún así, se aprende a dosificar la risa y el llanto y a usarlos a su debido tiempo. Se aprende de las costumbres y de lo que vemos que hacen otros. ¿De dónde, si no, les viene a los hombres la costumbre de no llorar -y también de reír menos que las mujeres- sino de la creencia secular de que el llanto es signo de debilidad y empaña la virilidad masculina?
El niño no sabe regular sus emociones. Pasa del llanto a la risa con una facilidad envidiable, sobre todo cuando es pequeño. Depende tanto de los mayores que es fácil distraerle y hacerle olvidar una caída o un mal rato. A medida que aumenta la independencia, aumentan también la inseguridad, los momentos de tristeza, los enfados y el malhumor son más frecuentes. Empieza la etapa -pre y adolescente- en que hay que acostumbrarse a la dura tarea de superar las frustraciones y aceptarse a uno mismo. Aceptarse sin tomarse muy en serio, ya que nadie mínimamente inteligente llega a estar satisfecho consigo mismo. Poner "al mal tiempo buena cara", porque el humor lima las aristas, ayuda a vivir, es liberador. El humor es "liberador y sublime", observó Freud, pues "el humor parece decir: "¡Mira, este mundo que te parece tan peligroso, sólo es un juego de niños! ¡Lo mejor es bromear!".
"Que la vida iba en serio, / uno lo empieza a comprender más tarde", empieza un bello poema de Jaime Gil de Biedma. El privilegio de la infancia es no darse cuenta de la seriedad de la vida. Los niños pasan rápidamente por encima incluso de aquellas cosas que sólo deberían tomarse en serio. Un niño tiene más recursos para "olvidarse" de la muerte de un ser querido, lo cual no significa que no lo sienta. Lo siente a su manera y de acuerdo con su edad. Son los niños los que nos enseñan a reirnos de la vida. Una casa con niños no es una casa triste. Pero la niñez no es más que una etapa que dejamos atrás a costa precisamente de tomarnos en serio a nosotros mismos y a nuestra vida. Las crisis de la adolescencia se hacen eco de esa dificultad tremenda. Llegar a decir con Woody Allen "La única cosa que siento es no ser cualquier otra persona" requiere un cierto aprendizaje y voluntad de reírse de uno mismo.
¿Cómo enseñar a responder con buen humor, con alegría, a los desengaños, a la mala suerte? Por supuesto, ahí el ejemplo, el contacto, el clima alegre son insustituibles. (...) la importancia fundamental del ejemplo para todo lo enseñable. No obstante, además de cuidar el propio comportamiento, hay que proponerse corregir el carácter amargo. Hoy los psicólogos hablan mucho del papel de las emociones en la educación de la infancia y del control de las mismas. Nos dicen, por ejemplo, que no es recomendable la actitud de los padres que tienden a ignorar, rechazar o desaprobar las emociones negativas de sus hijos: la tristeza, el enfado, el mal humor, el odio tienen siempre su razón de ser, aunque esa razón de ser a los mayores nos parezca ridícula. Dicen que hay que aceptar la tristeza del hijo e intentar comprenderla para ayudarle a superarla. La niñez está llena de miedos, de inseguridades, de aprensiones. La adolescencia es un continuo cambio cuyo desarrollo uno no domina. Trivializar la tendencia a la obesidad de una jovencita o el acné que la hace sentirse horrorosa o la falta de destreza para el fútbol de un chico al que, sin embargo, le gusta jugar a fútbol, aduciendo que son tonterías y que hay otras cosas que sí merecen la pena no es la mejor manera de contribuir a superar las dificultades. Empatizar con esas emociones negativas, demostrar comprensión, desvelar sus causas, es un camino que puede dar mejores resultados. Saber compartidas las desgracias es ya un consuelo. La seriedad de la vida es una asignatura de la que inevitablemente habrá que examinarse. Pero el buen maestro no es ni el que frívolamente la minimiza ni el que la enseña en clave de tragedia irremediable.
El buen humor y la alegría son inseparables del amor y sin amor la vida es insoportable. Spinoza, que escribió una ética basada precisamente en la alegría, decía que de la alegría brotan el amor, la concordia y la potencia para actuar, mientras que la tristeza va unida al odio, a la separación y a la impotencia. La respuesta más espontánea y lógica ante el dolor, las desavenencias, los reveses es la tristeza. Esa tristeza producirá pasividad y, por lo tanto, más tristeza. Hoy llamamos depresión a esa especie de maldición que atenaza a las personas y les impide actuar. Es el desánimo, el "déficit del alma", si entendemos por alma el principio y el poder que animan a la persona a actuar. Pues bien, la lección que quiere darnos Spinoza es que hay que luchar contra esa tendencia a la tristeza y al desánimo, y, en su lugar, tratar de producir alegría, pues, en realidad, es la única forma de asegurar la auténtica supervivencia.
(Del libro de Victoria Camps "Qué hay que enseñar a los hijos")
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