En este país nuestro hay pocas facilidades para que las madres puedan criar a sus hijos durante unos cuantos años, porque no existen mejoras laborales lo suficientemente eficaces a pesar del famoso plan concilia familiar que tenemos los que trabajamos en la Administración, y muchas menos las hay en otros sectores laborales como el de los comercios, donde los empleados de los grandes almacenes, por ejemplo, se ven obligados a soportar horarios interminables en días festivos. Tampoco hay ayudas económicas para fomentar y apoyar la natalidad que estén verdaderamente adecuadas a la realidad social. A mí me hubiera gustado en su momento poderme incorporar al trabajo mucho tiempo después de cuando lo hice tras tener a mis hijos. Me entristeció mucho no poder hacerlo, pensé que la vida está hoy en día organizada de forma antinatural.
En otros países de Europa, como Austria, las mujeres disponen de varios años de excedencia remunerada con derecho a reserva del puesto de trabajo cuando son madres, y unas subvenciones importantes hasta que sus hijos cumplen la mayoría de edad, además de algunas de menor cuantía mientras éstos vivan a expensas de sus padres y no tengan empleo reconocido.
Hace poco ví una película en la que un niño terminaba queriendo más a su niñera que a sus propios padres. Peor son los que no tienen siquiera a alguien contratado para que se ocupe de ellos, como les sucede a los hijos de los inmigrantes, que están siempre solos porque sus progenitores pasan la mayor parte del día trabajando y los niños se las tienen que arreglar por su cuenta y riesgo desde edad muy temprana, yendo sin nadie que les acompañe por la calle y sin nadie en sus casas que les atienda en sus necesidades.
La infancia es una etapa de la vida que pasa demasiado rápidamente y es crucial para el desarrollo posterior de las personas, porque nos marca para siempre. Es un momento en el que estamos desvalidos, como también sucede cuando llegamos a ancianos, y debemos tener la atención suficiente para salir adelante sin problemas.
Cuando decidí traer hijos al mundo todos estos pensamientos estaban presentes en mi mente. Me siento profundamente agradecida por haber venido a este mundo para poder ser madre. No siempre lo he hecho bien, desde luego. Sólo tengo que recordar que durante meses, mientras me estaba divorciando, vivía ensimismada con mis preocupaciones y apenas hacía caso a mis niños, casi no les hablaba ni les daba muestras de cariño. Actuaba como una autómata, hasta que por fin asimilé todo aquello y pude volver a ser yo misma. Durante ese tiempo ellos nunca me hicieron reproche alguno y, entre asustados y tristes, esperaron. No saben cuánto lamento que pasara todo así. La paciencia que los niños pueden llegar a tener con nosotros, los que se supone que somos adultos, es mucho mayor que la que tenemos nosotros con ellos mientras los criamos, educamos y enseñamos. En realidad no sé quién enseña a quién. Me agobia pensar que no sea capaz de cubrir sus necesidades afectivas, pues la vida que ahora tienen no es la que precisamente imaginaba para ellos cuando vinieron a este mundo. Yo he visto otros padres que suplen sus ausencias y acallan su mala conciencia por no demostrar un verdadero interés por todo lo que concierne a sus hijos comprándoles montones de juguetes. Qué absurdo, es una barbaridad.
Puedo decir que el amor que siento por mis niños no ha hecho si no crecer con el tiempo y es mucho mayor ahora que el que sentí entonces cuando los tuve por primera vez en mis brazos. De mí tendrán siempre apoyo incondicional, nunca juzgaré sus actos, lo mismo que ellos no juzgan los míos, al menos que yo sepa.
Hace un par de semanas leí un artículo de Pérez Reverte que me dejó helada. En él apoyaba el castigo físico para los pequeños, alegando que siempre se ha educado de esta manera y es mucho más eficaz que el diálogo y la comprensión mutua. Cree que los menores son incapaces, por su edad, de entender las cosas si no es imponiéndoselas, sin más explicaciones. Disciplina para forjar el espíritu. Y por supuesto ésto se hace extensible a los centros escolares, como pasaba antaño: si hay que pegar se pega, para que todos tomen ejemplo y nadie lo olvide. Debo decir que nunca he pensado que Pérez Reverte fuera un hombre de talante demasiado progresista, pero en este terreno ha puesto al descubierto una mentalidad medieval, es una auténtica aberración lo que dice, y si a él le han educado así entonces no me extraña su gusto por la violencia.
Alguien que discurre de esta manera no suele distinguir mucho entre un animal y una persona, puesto que les da un trato parecido. No sabe que para hacerse respetar hay que saber respetar primero, y eso incluye todos los ámbitos, no sólo el de la infancia.
Es bien cierto que los niños buscan siempre ponernos al límite, es una forma que tienen de medir sus fuerzas y nuestra capacidad de respuesta. Muchas veces lo hacen sólo como una llamada de atención cuando no se sienten suficientemente atendidos. Pero ahí debe entrar en juego nuestra comprensión y una especie de entrenamiento personal, como un autodominio, porque si sólo sabemos responder con la agresión, al final lo único que hacemos no es educarlos sino pagar con ellos las frustraciones de la vida diaria, descargar nuestras tensiones en quien menos culpa tiene de ellas, y de este modo ponemos al descubierto nuestra incapacidad para solventar los problemas de una forma racional. Además de que es la forma más rápida de zanjar cualquier cuestión, el recurso fácil, en lugar de echar mano de otros recursos que a lo mejor nos cuesta más sacar a relucir como es la paciencia. Menudo ejemplo les damos, algo que por desgracia pueden llegar a repetir en el futuro cuando tengan sus propios hijos.
Yo siempre he creído que tener hijos hace que tengamos casi la obligación moral de superarnos a nosotros mismos, aunque nos equivoquemos muchas veces porque nadie es perfecto. Nos tenemos que dar un margen de confianza, a ellos y a nosotros. Quisiera que mis hijos pudieran sentirse orgullosos de mí algún día, lo mismo que lo estoy yo de ellos.
En realidad no debemos dejar que nuestra infancia sea un reducto de nuestra memoria perdido en el tiempo, no debemos dejar de ser niños nunca.
En otros países de Europa, como Austria, las mujeres disponen de varios años de excedencia remunerada con derecho a reserva del puesto de trabajo cuando son madres, y unas subvenciones importantes hasta que sus hijos cumplen la mayoría de edad, además de algunas de menor cuantía mientras éstos vivan a expensas de sus padres y no tengan empleo reconocido.
Hace poco ví una película en la que un niño terminaba queriendo más a su niñera que a sus propios padres. Peor son los que no tienen siquiera a alguien contratado para que se ocupe de ellos, como les sucede a los hijos de los inmigrantes, que están siempre solos porque sus progenitores pasan la mayor parte del día trabajando y los niños se las tienen que arreglar por su cuenta y riesgo desde edad muy temprana, yendo sin nadie que les acompañe por la calle y sin nadie en sus casas que les atienda en sus necesidades.
La infancia es una etapa de la vida que pasa demasiado rápidamente y es crucial para el desarrollo posterior de las personas, porque nos marca para siempre. Es un momento en el que estamos desvalidos, como también sucede cuando llegamos a ancianos, y debemos tener la atención suficiente para salir adelante sin problemas.
Cuando decidí traer hijos al mundo todos estos pensamientos estaban presentes en mi mente. Me siento profundamente agradecida por haber venido a este mundo para poder ser madre. No siempre lo he hecho bien, desde luego. Sólo tengo que recordar que durante meses, mientras me estaba divorciando, vivía ensimismada con mis preocupaciones y apenas hacía caso a mis niños, casi no les hablaba ni les daba muestras de cariño. Actuaba como una autómata, hasta que por fin asimilé todo aquello y pude volver a ser yo misma. Durante ese tiempo ellos nunca me hicieron reproche alguno y, entre asustados y tristes, esperaron. No saben cuánto lamento que pasara todo así. La paciencia que los niños pueden llegar a tener con nosotros, los que se supone que somos adultos, es mucho mayor que la que tenemos nosotros con ellos mientras los criamos, educamos y enseñamos. En realidad no sé quién enseña a quién. Me agobia pensar que no sea capaz de cubrir sus necesidades afectivas, pues la vida que ahora tienen no es la que precisamente imaginaba para ellos cuando vinieron a este mundo. Yo he visto otros padres que suplen sus ausencias y acallan su mala conciencia por no demostrar un verdadero interés por todo lo que concierne a sus hijos comprándoles montones de juguetes. Qué absurdo, es una barbaridad.
Puedo decir que el amor que siento por mis niños no ha hecho si no crecer con el tiempo y es mucho mayor ahora que el que sentí entonces cuando los tuve por primera vez en mis brazos. De mí tendrán siempre apoyo incondicional, nunca juzgaré sus actos, lo mismo que ellos no juzgan los míos, al menos que yo sepa.
Hace un par de semanas leí un artículo de Pérez Reverte que me dejó helada. En él apoyaba el castigo físico para los pequeños, alegando que siempre se ha educado de esta manera y es mucho más eficaz que el diálogo y la comprensión mutua. Cree que los menores son incapaces, por su edad, de entender las cosas si no es imponiéndoselas, sin más explicaciones. Disciplina para forjar el espíritu. Y por supuesto ésto se hace extensible a los centros escolares, como pasaba antaño: si hay que pegar se pega, para que todos tomen ejemplo y nadie lo olvide. Debo decir que nunca he pensado que Pérez Reverte fuera un hombre de talante demasiado progresista, pero en este terreno ha puesto al descubierto una mentalidad medieval, es una auténtica aberración lo que dice, y si a él le han educado así entonces no me extraña su gusto por la violencia.
Alguien que discurre de esta manera no suele distinguir mucho entre un animal y una persona, puesto que les da un trato parecido. No sabe que para hacerse respetar hay que saber respetar primero, y eso incluye todos los ámbitos, no sólo el de la infancia.
Es bien cierto que los niños buscan siempre ponernos al límite, es una forma que tienen de medir sus fuerzas y nuestra capacidad de respuesta. Muchas veces lo hacen sólo como una llamada de atención cuando no se sienten suficientemente atendidos. Pero ahí debe entrar en juego nuestra comprensión y una especie de entrenamiento personal, como un autodominio, porque si sólo sabemos responder con la agresión, al final lo único que hacemos no es educarlos sino pagar con ellos las frustraciones de la vida diaria, descargar nuestras tensiones en quien menos culpa tiene de ellas, y de este modo ponemos al descubierto nuestra incapacidad para solventar los problemas de una forma racional. Además de que es la forma más rápida de zanjar cualquier cuestión, el recurso fácil, en lugar de echar mano de otros recursos que a lo mejor nos cuesta más sacar a relucir como es la paciencia. Menudo ejemplo les damos, algo que por desgracia pueden llegar a repetir en el futuro cuando tengan sus propios hijos.
Yo siempre he creído que tener hijos hace que tengamos casi la obligación moral de superarnos a nosotros mismos, aunque nos equivoquemos muchas veces porque nadie es perfecto. Nos tenemos que dar un margen de confianza, a ellos y a nosotros. Quisiera que mis hijos pudieran sentirse orgullosos de mí algún día, lo mismo que lo estoy yo de ellos.
En realidad no debemos dejar que nuestra infancia sea un reducto de nuestra memoria perdido en el tiempo, no debemos dejar de ser niños nunca.
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