No debe ser nada fácil llevar las sandalias del pescador. El legado que Cristo dejó a los miembros de su Iglesia pasa por caminar por la vida con humildad, como humilde fue el origen de los apóstoles, que primero pescaron peces y luego se hicieron pescadores de hombres.
Poco tiene que ver ahora aquel sencillo origen de Pedro con el lujo y la riqueza de nuestra Iglesia de hoy en día. El particular retrato que hizo Anthony Queen de la vida de un Papa pone en evidencia todo ésto. Desde su investidura, en la que se puede ver el complicado y bello ritual que se sigue, hasta su nueva vida en el Vaticano. Se cuenta también su modesta procedencia y su juventud tan difícil, en la Europa de entreguerras, algo que tiene en común con nuestro Papa actual.
El Papa que interpretó Queen es un hombre que, pese a aceptar remiso el nombramiento que se le hace, muy en contra de su voluntad y casi avergonzado al principio, no renuncia sin embargo a su propia manera de ver las cosas y de actuar. Así, cuando por fin es investido, se quita la corona y anuncia desde el balcón a los fieles que le apoyan y vitorean que donará el oro de las arcas vaticanas y las piedras preciosas que adornan su tiara pontificia para sustento de los más necesitados, ante la sorpresa de todos. Al principio hace el anuncio temeroso, porque le asusta el rechazo que suele seguir a cualquier intento de innovación, cuando se quieren cambiar costumbres arraigadas durante siglos, pero es finalmente apoyado por todos, conmovidos por su generosidad, su valor, su sencillez y su fe. El Papa Pablo VI fue el primero que rechazó llevar la tiara pontificia o también llamada triple coronal papal, por representar los poderes terrenales. Hoy cada Papa decide si se corona o no.
En la película de Queen pareciera que el Papa es prisionero dentro de su propia casa. Se ve la soledad que siente cuando está en el Vaticano, a pesar de los muchos ayudantes que le rodean, y se siente su ansia de libertad, la que tenía antes de llegar allí. Por eso decide un día hacerse con una simple sotana y un sombrero y salir a las calles de Roma, a sentir la vida bullir en torno suyo.
Tengo un especial recuerdo para el Papa Juan Pablo II, que tanto tiempo se calzó las sandalias del pescador. No debe ser lo mismo estar a la cabeza de cualquier Estado a serlo del Vaticano, por minúsculo que éste sea. Aunar en una sola persona lo terrenal y lo divino debe resultar una pesada carga. Nuestro anterior Papa no debió sentir esa soledad de la que antes hablábamos por su talante extraordinariamente abierto y su constante peregrinación a todos los puntos del planeta. Siento mucho que en sus últimos años esta obligación que él mismo se impuso convirtiera su vida en un calvario por su muy precario estado de salud. No quiso renunciar a la forma de vida que había llevado desde que empezó su mandato, pues nunca pensó en sí mismo si no en los demás. Su sacrificio fue como el que hizo Jesús en la Cruz, y a El se lo ofreció, aunque siempre pensé aquel lento proceso de dolor y degradación pública iba en contra de los derechos humanos. Ahora que es tan importante la imagen, la visión de aquel anciano decrépito que se medio arrastraba de aquí para allá en medio de interminables y agotadores viajes resultaba cruel, antinatural. La religión es lo que tiene, que lleva a conductas que no siguen parámetros convencionales.
A veces, aunque un sacrificio pueda resultar excesivamente penoso, siempre se hace pensando en que pueda traer consigo cosas buenas, y el Papa Juan Pablo II se sabía ejemplo del mundo entero, no sólo de la cristiandad, el espejo en el que poder mirarse cuando ya quedan pocas imágenes que representen los valores necesarios para fundamentar nuestras vidas con un poco de dignidad.
Las sandalias del pescador han sido calzadas por muchos, y por muchos serán calzadas en el futuro, por aquellos que son pescadores de hombres.
Poco tiene que ver ahora aquel sencillo origen de Pedro con el lujo y la riqueza de nuestra Iglesia de hoy en día. El particular retrato que hizo Anthony Queen de la vida de un Papa pone en evidencia todo ésto. Desde su investidura, en la que se puede ver el complicado y bello ritual que se sigue, hasta su nueva vida en el Vaticano. Se cuenta también su modesta procedencia y su juventud tan difícil, en la Europa de entreguerras, algo que tiene en común con nuestro Papa actual.
El Papa que interpretó Queen es un hombre que, pese a aceptar remiso el nombramiento que se le hace, muy en contra de su voluntad y casi avergonzado al principio, no renuncia sin embargo a su propia manera de ver las cosas y de actuar. Así, cuando por fin es investido, se quita la corona y anuncia desde el balcón a los fieles que le apoyan y vitorean que donará el oro de las arcas vaticanas y las piedras preciosas que adornan su tiara pontificia para sustento de los más necesitados, ante la sorpresa de todos. Al principio hace el anuncio temeroso, porque le asusta el rechazo que suele seguir a cualquier intento de innovación, cuando se quieren cambiar costumbres arraigadas durante siglos, pero es finalmente apoyado por todos, conmovidos por su generosidad, su valor, su sencillez y su fe. El Papa Pablo VI fue el primero que rechazó llevar la tiara pontificia o también llamada triple coronal papal, por representar los poderes terrenales. Hoy cada Papa decide si se corona o no.
En la película de Queen pareciera que el Papa es prisionero dentro de su propia casa. Se ve la soledad que siente cuando está en el Vaticano, a pesar de los muchos ayudantes que le rodean, y se siente su ansia de libertad, la que tenía antes de llegar allí. Por eso decide un día hacerse con una simple sotana y un sombrero y salir a las calles de Roma, a sentir la vida bullir en torno suyo.
Tengo un especial recuerdo para el Papa Juan Pablo II, que tanto tiempo se calzó las sandalias del pescador. No debe ser lo mismo estar a la cabeza de cualquier Estado a serlo del Vaticano, por minúsculo que éste sea. Aunar en una sola persona lo terrenal y lo divino debe resultar una pesada carga. Nuestro anterior Papa no debió sentir esa soledad de la que antes hablábamos por su talante extraordinariamente abierto y su constante peregrinación a todos los puntos del planeta. Siento mucho que en sus últimos años esta obligación que él mismo se impuso convirtiera su vida en un calvario por su muy precario estado de salud. No quiso renunciar a la forma de vida que había llevado desde que empezó su mandato, pues nunca pensó en sí mismo si no en los demás. Su sacrificio fue como el que hizo Jesús en la Cruz, y a El se lo ofreció, aunque siempre pensé aquel lento proceso de dolor y degradación pública iba en contra de los derechos humanos. Ahora que es tan importante la imagen, la visión de aquel anciano decrépito que se medio arrastraba de aquí para allá en medio de interminables y agotadores viajes resultaba cruel, antinatural. La religión es lo que tiene, que lleva a conductas que no siguen parámetros convencionales.
A veces, aunque un sacrificio pueda resultar excesivamente penoso, siempre se hace pensando en que pueda traer consigo cosas buenas, y el Papa Juan Pablo II se sabía ejemplo del mundo entero, no sólo de la cristiandad, el espejo en el que poder mirarse cuando ya quedan pocas imágenes que representen los valores necesarios para fundamentar nuestras vidas con un poco de dignidad.
Las sandalias del pescador han sido calzadas por muchos, y por muchos serán calzadas en el futuro, por aquellos que son pescadores de hombres.
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