jueves, 29 de enero de 2009

Comerciantes (I)


Lo que tiene haber vivido toda la vida en el mismo barrio es que no sólo los vecinos terminan siendo casi como de tu propia familia, si no que incluso los pequeños comerciantes de las tiendas a las que acudes normalmente a comprar el avituallamiento te reciben como si fueras un pariente, los clientes somos también parte de su universo vital.
Aunque los negocios, como casi todo en este mundo, van cambiando, la mayoría de los comercios de hace muchos años han permanecido como estaban, con pocos cambios.
La panadería es uno de ellos. La llevaba un matrimonio, Manolo y Angelines, que atraían al público haciendo pequeños simulacros de vodevil, intercambios verbales guasones de los que a veces participaba la gente y que siempre acababan en risa general. Su pan era exquisito, y los fines de semana se formaban colas hasta la calle para comprarlo. El único detalle feo que tenían es que Manolo solía increpar delante de todos a su hermano, Antonio, un hombre muy grandón que tenía un pequeño retraso mental por una meningitis sufrida en la infancia, que les ayudaba en la tienda. No tenía ninguna paciencia y descargaba en él sus iras. Manolo era un hincha a ultranza del Atleti, y como padecía del corazón se decía que alguno de los infartos que le dieron fue provocado por algún descalabro de su equipo favorito. Tenían la peculiaridad de que los precios de sus productos eran cambiantes: si me cobraba ella eran más caros que si me cobraba él. Ahora han dejado el negocio en manos de dependientas, a las que contratan por no mucho dinero porque cambian con frecuencia, y ya no es lo mismo.
Juanjo y su mujer llevaban la tienda de ultramarinos. Eran muy simpáticos, y recuerdo que solía darnos a mi hermana y a mí unos Sugus cuando éramos pequeñas. Los cogía de unas bolas de cristal muy grandes sujetas en varios niveles a una barra blanca de hierro en donde tenía todas las chucherías que se pudieran imaginar. Cuando cambiaron de local, muchos años después, y se fueron a otro mucho más grande que estaba cerca de allí, el negocio empezó a ir mal y a Juanjo se le agrió un poco el carácter. Al final tuvieron que cerrar. Aún los veo alguna vez cuando van a recoger a los nietos al mismo colegio al que llevo yo a mi hija.
Luis y su mujer se encargan de la droguería. Ahora ya no entro casi nunca porque no tienen las marcas que suelo utilizar, pero de niña recuerdo las figuras de cerámica tan originales que tenían, las flores de tela y los adornos para el pelo. Ella era muy dulce hablando, muy afectuosa. Tuvieron una época en que la mala suerte se cebó con ellos: unos maleantes se metieron en su tienda para robarles, estando Luis solo, y como les hizo frente lo apuñalaron y estuvo muy grave. Desde entonces les han intentado robar en muchas otras ocasiones, forzando el cierre metálico del escaparate cuando la tienda estaba cerrada. Sólo les pasa a ellos, es extraño. Luego, años después, tuvieron también que sufrir la desgracia de perder a uno de sus hijos, que se mató con su novia en un accidente de coche en la autopista, un lluvioso y frío día de invierno.
Segundo y Ana llevan la farmacia. Él es muy cotilla, le gusta estar al tanto de la vida de todo el mundo, y cuando le vas a pedir una medicina hace lo posible por enterarse del cómo y por qué la necesitas. Cuando mis hijos eran pequeños hicieron el agosto conmigo, entre pañales, papillas, leche y discos de lactancia. A los niños siempre les obsequiaban con bolsitas de gominolas. Ana, que es encantadora, siempre los miraba con deleitación porque ellos no han podido tener hijos.
El video club lo llevaba Cari hasta que cerró. Luego el local ha albergado muchos otros negocios sin terminar de establecerse ninguno. Ella lo tenía decorado con mucho gusto, me encantaba. Pendiendo del techo, sobre el pequeño mostrador en el que atendía a la gente, había puesto un globo aerostático precioso. Era muy conversadora, le gustaba estar de palique yo creo que para no aburrirse.

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