lunes, 2 de febrero de 2009

Comerciantes (II)


Ramiro empezó con un modesto local de peluquería sólo para hombres. La verdad es que era un poco infame, con los sillones rotos y un aspecto general de abandono y suciedad. Luego compraron el local de al lado para ampliar el negocio y de la noche a la mañana uno de sus hijos, que se dedica a lo mismo que él, lo convirtió en una peluquería mixta decorada con todo lujo, a la última. Pero él siguió con su parcela de negocio, haciendo un apartado con el dinero que cobraba y usando las mismas toallas sucias. Había trabajado siempre cortando el pelo en los cuarteles y en el Ministerio de Defensa, por lo que tenía cierta tendencia a rasurar las cabezas un poco más de la cuenta. Mi padre, cuando va, lleva también a mi hijo, y le regala caramelos o algún euro. A Miguel Ángel le gusta el lavado de cabeza porque dice que lo hace una chica que le da masajes. Lo malo de Ramiro, además de sus dudosas costumbres de limpieza, es que es muy cotilla.
Javi lleva la pescadería y ahora se ha quedado con el negocio porque su prima, con la que trabajaba y que era la dueña, se ha jubilado y se lo ha dejado. Últimamente trae a su mujer y a sus hijos para que le echen una mano. Nunca he comido pescados como los que se venden allí, exquisitos. Esta Navidad los hijos se peleaban por manejar el aparato para pagar con tarjeta, que han puesto hace poco. Son un encanto.
Pepi lleva la tienda de ultramarinos que existe actualmente en el barrio. Antes de ella había un matrimonio cincuentón que estaban muy gorditos. Hacían churros. Decían las lenguas de triple filo que limpiaban el mostrador con bragas viejas que ella ya no usaba. Pepi es una mujer que ha pasado mucho en la vida y es de las personas que ponen al mal tiempo buena cara. Va siempre muy arreglada y desde que sabe que estoy divorciada es especialmente cariñosa conmigo, y a los niños les regala chuches, batidos, lo que le parece.
Clara tiene la papelería. Cuando entras en su tienda siempre tienen puesta música de fondo, y su gusto, como el mío, es muy variado: jazz, pop, clásicos… Todo lo que necesiten los niños para el colegio y para el instituto lo tienen ellos antes que nadie. Lo malo es que el tema de la política lo tienen muy presente, ellos son de izquierdas y en alguna ocasión les he visto discutir acaloradamente con algún cliente por ello.
Luis hace pocos años que abrió la tintorería. Es un hombre muy ceremonioso y educado, muy afable. Si no es capaz de quitar una mancha se niega a cobrarte, lo tiene como algo personal.
Hay negocios que desaparecieron, como la mercería, que tenía vivienda en la trastienda, y cuando estabas allí a veces se oía el ruido de la válvula de la olla express cuando cocinaban algo. O como la carnicería, que cerró porque él tenía fama de poco higiénico, aunque era muy agradable, lo mismo que su mujer, siempre muy cariñosa, y con mis hijos, de los que solía decir que los llevaba “de dulce” porque le gustaba la forma como los vestía.
El zapatero tenía un local minúsculo y él se sentaba en una banqueta metido en un hueco de la pared. Tenía las manos deformadas por su trabajo artesanal. Hace muchos años que se jubiló y ahora hay un chico sudamericano que usa máquinas, pero ya casi no entro nunca.
El frutero tenía su tienda muy cerca de mi colegio. Era muy conversador, como mi madre, y tenía especial aprecio a mi familia. Llegó incluso a ponerle a una hija suya el nombre de mi hermana. Me llamaban la atención unos barreños de plástico muy grandes que había allí en los que flotaban aceitunas, riquísimas por cierto, que cogía con un cazo. Hace mucho que el negocio está en otras manos, y ya compramos en otro sitio.
La pollería-lechería era un local que estaba por debajo del nivel de la calle y se accedía a él bajando unos cuantos peldaños. Tenía dos puertas porque estaba dividido en dos zonas. Cuando entrabas olía siempre a cámara frigorífica y a leche. Hace mucho que ya no está.
Todos ellos formaron y forman parte del paisaje, de mi paisaje. Sin ellos la vida sería menos cómoda, mi barrio sería menos barrio.

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