Lleva una racha mi hijo que le da por soltar palabras malsonantes para ver la reacción que provocan en mí y para que yo compruebe cómo está cambiando y el conocimiento que tiene de otros ambientes en los que se mueve él en exclusiva. Demostrar que ya se va haciendo un hombre pasa por tener un amplio vocabulario de “palabras fuertes”, con las que demuestra que ha dejado atrás la infancia y ha entrado en esa etapa de "hacerse mayor" que hasta el momento le era desconocida. La costumbre de escupir menos mal que hace tiempo se le quitó.
La historia se repite, no hay nada nuevo bajo el sol: siempre el niño que se va convirtiendo en un hombre exhibe actitudes y un lenguaje lo bastante contundentes como para que le hagan parecer más fuerte, más seguro de sí mismo, dueño de las situaciones. Es, a su vez, un signo de identidad propio de la adolescencia que pretende así distinguirse del resto, como una rebeldía que nace de su propio cuerpo (la revolución hormonal) y de su mente (el ansia de independencia y de libertad).
Yo viví mi adolescencia con rebeldía también, aunque en mi caso no fui una rebelde sin causa. El comportamiento antisocial que suele venir acompañando a esta actitud no llegó sin embargo para mí hasta la mayoría de edad, cuando dispuse de dinero y libertad de movimientos. Se produjo entonces una prolongación de mi adolescencia en la que me daba, por ejemplo, por hacer peyas constantemente en la facultad, por colarme en el metro o por irme sin pagar de algún sitio donde creía que no me habían atendido bien. Tampoco fueron cosas de importancia.
Desde hace ya algunos años la gente joven, a parte de tener comportamientos antisociales verdaderamente vandálicos, han formado como un grupo cerrado y excluyente en el que sólo tienen cabida los que son de su generación. Yo solía hace tiempo coger los fines de semana una línea de autobús que se llenaba de jovencitos-as que, al igual que hacen ahora, se hablaban entre sí dando grandes voces y usando todo tipo de palabrotas. Cuando les tocaba en el asiento de al lado una persona que no fuera de su edad, simplemente se sentaban de medio lado, dándole la espalda. Si alguien les preguntaba algo, contestaban entre dientes y sin apenas mirar a su interlocutor. A ésto es a lo que yo llamo incivilización, a esta gente joven no sólo les falta educación sino unas normas elementales de convivencia, de saber estar. Tratar al resto del mundo como si fueran extraterrestres, mirar con desprecio o hacer comentarios burlones sobre los demás les hace convertirse ellos mismos en un grupo social marginal, inadaptado, como si formaran una especie de gueto, y eso, aunque a ellos les guste y alimente su vanidad por hacerles parecer especiales, diferentes y fuera de lo común, es en realidad muy empobrecedor, limita los horizontes vitales enormemente, y es señal también de poca inteligencia y poco mundo.
Ignorancia, deshumanización, esas son las bases sobre las que por desgracia se está asentando nuestra juventud actualmente. Ignorancia porque aunque poseen conocimientos que antes no teníamos nosotros, ya que la información no era tan grande como ahora ni se disponían de tantos medios como los que ahora existen, en realidad no saben de la vida gran cosa, sólo quizá la parte sobre la que deberían saber menos, la parte más sórdida. Quién ha permitido todo ésto, quién ha sido la mano negra que ha abierto la caja de Pandora y ha dejado escapar todos los demonios que hasta entonces estaban allí a buen recaudo, destruyendo la inocencia de niños y jóvenes, haciendo que vivan antes de tiempo como adultos sin serlo, por delante de sus edad. Se trata a fin de cuentas de obtener un beneficio comercial, de fomentar ciertos hábitos, el consumismo. Para qué correr tanto si hay tiempo para todo.
También la deshumanización, porque como las relaciones en el seno de las familias han cambiado tanto y hoy se da más importancia a tener todas las horas ocupadas con el trabajo y las actividades de ocio que con la atención a los hijos, aunque en la adolescencia parece que ya se valen por sí mismos necesitan también apoyo y dedicación. No todos los que se deciden a tener hijos están luego dispuestos a dar una parte de su tiempo y su vida en beneficio de ellos, es una cuestión personal, crucial e intransferible que no todo el mundo está por la labor de hacer suya. Las responsabilidades, el dar una educación y una vida digna a los chavales, el tener que estar pendiente de otras personas que no sean uno mismo, a muchos les molesta, les viene grande, cuando en realidad se trata de una tarea muy gratificante si se hace con amor.
Los problemas que afectan a la Humanidad, no sólo a la juventud, provienen de eso precisamente: si se pusiera más empeño y corazón en lo que no es material muchas cosas mejorarían en nuestra sociedad, muchos de las lacras que ahora existen no tendrían lugar.
No debemos censurar a la gente joven, ellos no tienen la culpa de sus equivocaciones, somos los que nos suponemos adultos los que nos equivocamos, los que les hemos fallado y hacemos que ellos se equivoquen.
Así, cuando mi hijo exhibe actitudes y palabras que pertenecen a ese mundo en el que ahora está inmerso, sé que en su caso no hace sino imitar comportamientos ajenos que le hacen sentirse integrado en un grupo social. Él no necesita retar a nadie, ni llamar la atención, ni rebelarse contra nada: ya he procurado quitarle yo de en medio todo lo que pudiera perjudicarle o estorbara en su evolución, al menos mientras no tenga edad para hacerlo él mismo. Cuando dice palabras como “gilimamonadas”, “coño” (éste con solera), y cosas por el estilo, yo le suelto otras para que las pueda incorporar a su bagaje lingüístico adolescente y onomatopéyico, como “hijoputadas”, que además le hizo mucha gracia la 1ª vez que lo oyó porque le pareció especialmente ocurrente y total (qué horror). Se supone que como madre le tendría que reprender por malhablado, pero ya me harté de hacerlo sin conseguir que se corrigiera y ahora me he sumado a su búsqueda lingüística de la palabra más tremenda, resonante y sugerente, y si es creación propia, términos de nuevo cuño, mejor. No creo sin embargo que lleguemos a los extremos de catedráticos de la Lengua como Cela, que exhibía un vocabulario procaz siempre que tenía oportunidad, con el beneplácito de la Real Academia, que incluso incorporó algunos de sus epítetos a nuestro diccionario. Si lo dice un catedrático por lo visto no se ve como algo malsonante.
Dejemos las palabras cultas y biensonantes para ciertos momentos y las que no sean tan cultas y suenen mal para cuando corresponda. Sin tabúes, sin censuras. Se nos tiene que soltar la lengua, como a los camaleones.
La historia se repite, no hay nada nuevo bajo el sol: siempre el niño que se va convirtiendo en un hombre exhibe actitudes y un lenguaje lo bastante contundentes como para que le hagan parecer más fuerte, más seguro de sí mismo, dueño de las situaciones. Es, a su vez, un signo de identidad propio de la adolescencia que pretende así distinguirse del resto, como una rebeldía que nace de su propio cuerpo (la revolución hormonal) y de su mente (el ansia de independencia y de libertad).
Yo viví mi adolescencia con rebeldía también, aunque en mi caso no fui una rebelde sin causa. El comportamiento antisocial que suele venir acompañando a esta actitud no llegó sin embargo para mí hasta la mayoría de edad, cuando dispuse de dinero y libertad de movimientos. Se produjo entonces una prolongación de mi adolescencia en la que me daba, por ejemplo, por hacer peyas constantemente en la facultad, por colarme en el metro o por irme sin pagar de algún sitio donde creía que no me habían atendido bien. Tampoco fueron cosas de importancia.
Desde hace ya algunos años la gente joven, a parte de tener comportamientos antisociales verdaderamente vandálicos, han formado como un grupo cerrado y excluyente en el que sólo tienen cabida los que son de su generación. Yo solía hace tiempo coger los fines de semana una línea de autobús que se llenaba de jovencitos-as que, al igual que hacen ahora, se hablaban entre sí dando grandes voces y usando todo tipo de palabrotas. Cuando les tocaba en el asiento de al lado una persona que no fuera de su edad, simplemente se sentaban de medio lado, dándole la espalda. Si alguien les preguntaba algo, contestaban entre dientes y sin apenas mirar a su interlocutor. A ésto es a lo que yo llamo incivilización, a esta gente joven no sólo les falta educación sino unas normas elementales de convivencia, de saber estar. Tratar al resto del mundo como si fueran extraterrestres, mirar con desprecio o hacer comentarios burlones sobre los demás les hace convertirse ellos mismos en un grupo social marginal, inadaptado, como si formaran una especie de gueto, y eso, aunque a ellos les guste y alimente su vanidad por hacerles parecer especiales, diferentes y fuera de lo común, es en realidad muy empobrecedor, limita los horizontes vitales enormemente, y es señal también de poca inteligencia y poco mundo.
Ignorancia, deshumanización, esas son las bases sobre las que por desgracia se está asentando nuestra juventud actualmente. Ignorancia porque aunque poseen conocimientos que antes no teníamos nosotros, ya que la información no era tan grande como ahora ni se disponían de tantos medios como los que ahora existen, en realidad no saben de la vida gran cosa, sólo quizá la parte sobre la que deberían saber menos, la parte más sórdida. Quién ha permitido todo ésto, quién ha sido la mano negra que ha abierto la caja de Pandora y ha dejado escapar todos los demonios que hasta entonces estaban allí a buen recaudo, destruyendo la inocencia de niños y jóvenes, haciendo que vivan antes de tiempo como adultos sin serlo, por delante de sus edad. Se trata a fin de cuentas de obtener un beneficio comercial, de fomentar ciertos hábitos, el consumismo. Para qué correr tanto si hay tiempo para todo.
También la deshumanización, porque como las relaciones en el seno de las familias han cambiado tanto y hoy se da más importancia a tener todas las horas ocupadas con el trabajo y las actividades de ocio que con la atención a los hijos, aunque en la adolescencia parece que ya se valen por sí mismos necesitan también apoyo y dedicación. No todos los que se deciden a tener hijos están luego dispuestos a dar una parte de su tiempo y su vida en beneficio de ellos, es una cuestión personal, crucial e intransferible que no todo el mundo está por la labor de hacer suya. Las responsabilidades, el dar una educación y una vida digna a los chavales, el tener que estar pendiente de otras personas que no sean uno mismo, a muchos les molesta, les viene grande, cuando en realidad se trata de una tarea muy gratificante si se hace con amor.
Los problemas que afectan a la Humanidad, no sólo a la juventud, provienen de eso precisamente: si se pusiera más empeño y corazón en lo que no es material muchas cosas mejorarían en nuestra sociedad, muchos de las lacras que ahora existen no tendrían lugar.
No debemos censurar a la gente joven, ellos no tienen la culpa de sus equivocaciones, somos los que nos suponemos adultos los que nos equivocamos, los que les hemos fallado y hacemos que ellos se equivoquen.
Así, cuando mi hijo exhibe actitudes y palabras que pertenecen a ese mundo en el que ahora está inmerso, sé que en su caso no hace sino imitar comportamientos ajenos que le hacen sentirse integrado en un grupo social. Él no necesita retar a nadie, ni llamar la atención, ni rebelarse contra nada: ya he procurado quitarle yo de en medio todo lo que pudiera perjudicarle o estorbara en su evolución, al menos mientras no tenga edad para hacerlo él mismo. Cuando dice palabras como “gilimamonadas”, “coño” (éste con solera), y cosas por el estilo, yo le suelto otras para que las pueda incorporar a su bagaje lingüístico adolescente y onomatopéyico, como “hijoputadas”, que además le hizo mucha gracia la 1ª vez que lo oyó porque le pareció especialmente ocurrente y total (qué horror). Se supone que como madre le tendría que reprender por malhablado, pero ya me harté de hacerlo sin conseguir que se corrigiera y ahora me he sumado a su búsqueda lingüística de la palabra más tremenda, resonante y sugerente, y si es creación propia, términos de nuevo cuño, mejor. No creo sin embargo que lleguemos a los extremos de catedráticos de la Lengua como Cela, que exhibía un vocabulario procaz siempre que tenía oportunidad, con el beneplácito de la Real Academia, que incluso incorporó algunos de sus epítetos a nuestro diccionario. Si lo dice un catedrático por lo visto no se ve como algo malsonante.
Dejemos las palabras cultas y biensonantes para ciertos momentos y las que no sean tan cultas y suenen mal para cuando corresponda. Sin tabúes, sin censuras. Se nos tiene que soltar la lengua, como a los camaleones.
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