El otro día en una conversación con unas amigas, hablando de otra amiga que está enferma, salió el tema del miedo a la muerte. Todas se quedaron un poco estupefactas porque les dije que yo no tenía miedo a morir. Sí temo la desaparición de mis seres queridos, esa sola idea se me hace insoportable, pero mi propia extinción está más que asumida. Así deberíamos hacer todos, ya que la llevamos escrita en nuestro cuerpo.
En otras culturas tienen todo ésto más que superado, la gente no se rebela contra las reglas de la Naturaleza y tampoco hay resignación ante una evidencia que nos molesta y desagrada: se hace una constatación de la realidad, es lo que hay, no puedes elegir.
Los hay que imaginan cómo sería la vida si no tuviéramos que morir. Es mejor no planteárselo siquiera, para qué quebrarse la cabeza con algo que es imposible. Es un deseo absurdo por lo poco práctico: nuestro organismo no está preparado para resistir el paso del tiempo, y además no cabemos todos en el planeta, seríamos demasiados, hay que dejar sitio a los que vienen después.
¿Por qué temer a la muerte?. Lo que sí da miedo es la agonía, lógicamente, y si la hay, pero por larga que sea no es nada en comparación con los años que hemos disfrutado de la vida. En ésto es como cuando parimos las mujeres, que siempre te desean “una horita corta”, la mayor tontería que se ha inventado. Pues con el final de nuestros días pasa lo mismo, todo el mundo quiere que dure sólo un ratito. Pero pasado ese ratito malo, poco podemos hacer después. Si no existe nada más allá de nuestra existencia mortal no nos vamos a enterar, y si existe como sentimos los que tenemos creencias religiosas, sólo cabe esperar que la benevolencia divina tenga a bien conducir nuestra alma al lugar menos malo que nos merezcamos. Yo no sé si iré al infierno, aunque si me queda aún mucha vida por delante como espero, igual sumo todos los puntos que hacen falta para merecerlo, que todo puede ser, le puedo dar una oportunidad al diablo para que me lleve a su terreno.
La gente te mira horrorizada cuando dices que no tienes miedo a la muerte, sólo a la forma como ésta se produzca. Se creen que es que no te gusta la vida, que eres una especie de suicida en potencia. Nada más lejos de la realidad: doy gracias a Dios por despertar y ver la luz del día cada mañana entrando por la ventana de mi habitación, por seguir viendo a mis seres queridos cerca de mí, por tener todo lo que tengo, que es mucho para mí, por poder disfrutar de lo que me rodea sin mayores problemas. Soy afortunada, no porque no carezca de otras muchas cosas si no porque sé valorar las que tengo y procuro conservarlas como mi más preciado tesoro.
Si quiero estar viva es gracias a mis seres queridos. Si ellos no estuvieran, poco me interesaría el mundo y la vida. En eso sí que me he vuelto muy escéptica con el paso del tiempo: no se trata de vivir a toda costa, mi instinto de supervivencia no es absoluto.
Tengo sueños que deseo llevar a cabo, pero si no pudiera realizarlos tampoco pasa nada. Todo lo que no sea fundamental para mi vida, todo lo que no me aporta gran cosa o termina demostrándose que no merece la pena, se desprende por sí mismo de mi equipaje vital. Es algo así como cuando exfoliamos la piel, quitamos las capas superficiales que ya están muertas para dejar que los poros respiren y renovarnos.
Una compañera de trabajo se lamentaba hace poco de lo rápido que pasa el tiempo, de cómo se nos echan los años encima. Le pregunté si quizá le preocupaba envejecer, el deterioro del cuerpo. A ella eso no le importaba, lo que le angustiaba es que con ese devenir se nos va también la vida sin remedio. Yo sin embargo, si no fuera por mis seres queridos no me importaría que la muerte me hubiera llegado ya. En ciertos sentidos sería un alivio. Será que mi pasión por la vida nunca ha sido lo bastante fuerte, aunque me guste la vida no me aferro a ella con desesperación como hace la mayoría de la gente. Todo sea que si me llegara el momento de estar en el trance de perderla, me abandonara la conformidad que tengo con nuestro común destino.
Creo que he llegado a la mitad de mi vida, si voy a estar en este mundo todo lo que pienso, y siento que el cuerpo y la mente acusa el paso del tiempo, siento que es hora de descansar. Todos deberíamos poder hacer un inciso en nuestra peripecia vital, cambiar el “chip”, quitarse de en medio como en unas mini vacaciones y tener la posibilidad de experimentar otras cosas; así se podría reparar el desgaste, como hacer una puesta a punto para poder seguir el camino como nuevos.
Aún tengo mucho que sentir, que aprender, que vivir. Pero hay que hacer como decía Rosana en su canción: mejor vivir sin miedo. Y si algo nos asusta lo apartamos. Suelen ser cosas que no tienen cabida en nuestro mundo.
En otras culturas tienen todo ésto más que superado, la gente no se rebela contra las reglas de la Naturaleza y tampoco hay resignación ante una evidencia que nos molesta y desagrada: se hace una constatación de la realidad, es lo que hay, no puedes elegir.
Los hay que imaginan cómo sería la vida si no tuviéramos que morir. Es mejor no planteárselo siquiera, para qué quebrarse la cabeza con algo que es imposible. Es un deseo absurdo por lo poco práctico: nuestro organismo no está preparado para resistir el paso del tiempo, y además no cabemos todos en el planeta, seríamos demasiados, hay que dejar sitio a los que vienen después.
¿Por qué temer a la muerte?. Lo que sí da miedo es la agonía, lógicamente, y si la hay, pero por larga que sea no es nada en comparación con los años que hemos disfrutado de la vida. En ésto es como cuando parimos las mujeres, que siempre te desean “una horita corta”, la mayor tontería que se ha inventado. Pues con el final de nuestros días pasa lo mismo, todo el mundo quiere que dure sólo un ratito. Pero pasado ese ratito malo, poco podemos hacer después. Si no existe nada más allá de nuestra existencia mortal no nos vamos a enterar, y si existe como sentimos los que tenemos creencias religiosas, sólo cabe esperar que la benevolencia divina tenga a bien conducir nuestra alma al lugar menos malo que nos merezcamos. Yo no sé si iré al infierno, aunque si me queda aún mucha vida por delante como espero, igual sumo todos los puntos que hacen falta para merecerlo, que todo puede ser, le puedo dar una oportunidad al diablo para que me lleve a su terreno.
La gente te mira horrorizada cuando dices que no tienes miedo a la muerte, sólo a la forma como ésta se produzca. Se creen que es que no te gusta la vida, que eres una especie de suicida en potencia. Nada más lejos de la realidad: doy gracias a Dios por despertar y ver la luz del día cada mañana entrando por la ventana de mi habitación, por seguir viendo a mis seres queridos cerca de mí, por tener todo lo que tengo, que es mucho para mí, por poder disfrutar de lo que me rodea sin mayores problemas. Soy afortunada, no porque no carezca de otras muchas cosas si no porque sé valorar las que tengo y procuro conservarlas como mi más preciado tesoro.
Si quiero estar viva es gracias a mis seres queridos. Si ellos no estuvieran, poco me interesaría el mundo y la vida. En eso sí que me he vuelto muy escéptica con el paso del tiempo: no se trata de vivir a toda costa, mi instinto de supervivencia no es absoluto.
Tengo sueños que deseo llevar a cabo, pero si no pudiera realizarlos tampoco pasa nada. Todo lo que no sea fundamental para mi vida, todo lo que no me aporta gran cosa o termina demostrándose que no merece la pena, se desprende por sí mismo de mi equipaje vital. Es algo así como cuando exfoliamos la piel, quitamos las capas superficiales que ya están muertas para dejar que los poros respiren y renovarnos.
Una compañera de trabajo se lamentaba hace poco de lo rápido que pasa el tiempo, de cómo se nos echan los años encima. Le pregunté si quizá le preocupaba envejecer, el deterioro del cuerpo. A ella eso no le importaba, lo que le angustiaba es que con ese devenir se nos va también la vida sin remedio. Yo sin embargo, si no fuera por mis seres queridos no me importaría que la muerte me hubiera llegado ya. En ciertos sentidos sería un alivio. Será que mi pasión por la vida nunca ha sido lo bastante fuerte, aunque me guste la vida no me aferro a ella con desesperación como hace la mayoría de la gente. Todo sea que si me llegara el momento de estar en el trance de perderla, me abandonara la conformidad que tengo con nuestro común destino.
Creo que he llegado a la mitad de mi vida, si voy a estar en este mundo todo lo que pienso, y siento que el cuerpo y la mente acusa el paso del tiempo, siento que es hora de descansar. Todos deberíamos poder hacer un inciso en nuestra peripecia vital, cambiar el “chip”, quitarse de en medio como en unas mini vacaciones y tener la posibilidad de experimentar otras cosas; así se podría reparar el desgaste, como hacer una puesta a punto para poder seguir el camino como nuevos.
Aún tengo mucho que sentir, que aprender, que vivir. Pero hay que hacer como decía Rosana en su canción: mejor vivir sin miedo. Y si algo nos asusta lo apartamos. Suelen ser cosas que no tienen cabida en nuestro mundo.
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