Hace unos días, con motivo de la fiesta de la Paloma, vi un reportaje en televisión sobre los bomberos en Madrid que me resultó muy interesante.
En él salían hablando dos chicos jóvenes y un par de señores mayores, uno de ellos retirado hace tiempo, que daban su visión de esta profesión desde la perspectiva de su edad y de la experiencia.
Los más jóvenes empezaban haciendo un poco de historia de lo que ha sido apagar incendios en Madrid.
En el siglo XVII se empezó a formar una agrupación específica para ello, gente que tenía sus propios oficios y cuando surgía una emergencia dejaban su trabajo habitual para salir corriendo al lugar en el que hubiera que extinguir algún fuego. El sistema que se utilizaba no era muy distinto del que veíamos en las películas del oeste, cuando los vecinos se iban pasando cubos llenos de agua de mano en mano hasta que llegaban al sitio del siniestro.
Posteriormente se empezaron a usar los primeros vehículos tirados por caballos, y se les empezó a dar una indumentaria distintiva de otras profesiones. Hasta entonces casi no se los distinguía de cualquier otro ciudadano que estuviera colaborando también en la extinción de un incendio.
También el bombero que estaba retirado mencionó el sistema que existía para avisarse de unos distritos a otros cuando en uno de ellos se declaraba un fuego, haciendo sonar las campanas de las iglesias de una determinada manera, primero unas, luego las otras sucesivamente.
Explicó la evolución que ha tenido el casco que llevan, desde el primigenio hecho de papel cartón, hasta el último, una maravilla estética oscura con visera dorada más propia de la guerra de las galaxias que de un uniforme real, pasando por los que iban forrados con cuero, o los metálicos que imitaban los que llevaban los soldados en las dos guerras mundiales.
Las máscaras de gas que se usaban al principio no evitaban que se inhalaran humos, muchos preferían prescindir de ellas y usar pañuelos húmedos.
El bombero retirado enseñaba una foto colgada de una de las paredes del parque en el que trabajó durante cuarenta años. Decía que casi no le admitieron porque no daba el peso ni la talla. Para lo 1º tuvo que beber mucha agua y así pudo engañar a la báscula. Se le veía pequeñito al lado del resto de sus compañeros. Afirmó nostálgico que si pudiera volver atrás sería otra vez bombero, y que no eran mejores los que había antes, en sus tiempos jóvenes, los de ahora eran muy valientes y muy entregados, en cambio los de antaño eran más sufridores, porque los medios resultaban precarios comparados con los de hoy en día.
El otro señor mayor, aún en activo, se dedicaba a recoger las llamadas porque pasaba de los 60 años y ya no le estaba permitido salir a sofocar los fuegos. Enseñaba las instalaciones y la forma como se visten cuando surge una emergencia. Añoraba el puesto que antes tenía, y decía que hasta hace muy poco la edad de retiro de los bomberos era la misma que la de las demás profesiones, y que incluso tenían que salir a apagar incendios, aunque ya su vigor y su resistencia no fueran los suficientes por su edad.
Decía que siempre el bombero ha tenido que practicar ejercicio físico. Antiguamente incluso algunos se ponían de acuerdo cuando se iban a presentar a las pruebas de acceso para hacer conjuntamente pruebas de fuerza y equilibrio más propias del mundo del circo que de la profesión a la que se querían dedicar. No era obligatorio hacerlo, pero podían conseguir mejor puntuación.
Hasta hace unos pocos años se hacía pelota vasca y subida de cuerdas, pero como eran ejercicios duros que destrozaban las manos, actualmente prefieren las pesas.
Los más jóvenes recordaban con cariño la época de la academia, cuando recibían la formación que los iba a capacitar para ser bomberos, una etapa en la que reinaba el compañerismo y las ganas de pasarlo bien.
Se recordaba, de entre los siniestros que asolaron Madrid, el ocurrido en la plaza Mayor, que devastó la tercera parte de los edificios. Hubo que cambiar después de aquello las tejas porque estaban hechas de plomo y, al derretirse con el calor del fuego, abrasaban a los que iban a extinguirlo. En memoria de aquel episodio se pueden ver en los respaldos metálicos de los bancos circulares que hay allí dibujos grabados con lo que ocurrió.
De entre los más recientes, la muerte de ocho bomberos en el hundimiento del edificio calcinado de los Almacenes Arias, en el que se descubrieron defectos de estructura (la escalera mecánica pesaba demasiado, lo mismo que la torre de ventilación) y falta de licencias de construcción.
También el incendio de la discoteca de Alcalá 20, que no cumplía las normas de seguridad en cuanto a salidas de emergencia, y que fue una auténtica carnicería por los aplastamientos.
El atentado del 11-M supuso sobre todo un duro trance psicológico para los que tuvieron que atender a las víctimas.
A todos se les preguntó qué sentían cuando tenían que ir a apagar un incendio, y a todos sin excepción se les iluminó la cara, y esbozaron una sonrisa mientras explicaban que se les ponía la carne de gallina, que era una emoción muy fuerte. El miedo nunca faltaba, aunque fuera un mínimo razonable, porque el que no lo tiene está más expuesto a que le pase algo, pero la posibilidad de salvar una vida produce una satisfacción tal que todo lo demás se da por bien empleado.
Decían que el peor fuego es el que se declara por debajo de un suelo. Si el incendio estaba en un sótano, resultaba un infierno tener que abrir un boquete desde arriba, porque toda esa zona estaba hirviendo materialmente.
Todos afirmaron que preferían un fuego que rompiera por una fachada, lo encontraban hasta bonito, ver cómo se va extinguiendo poco a poco según se van dirigiendo las mangueras hacia las llamas.
Cuando hacen una salida suelen ir seis bomberos, y en ésto casi no ha habido variación a lo largo de décadas. Los menos expertos se encargan uno de conducir y el otro, el más novato, de hacer sonar la campana. Otros dos tienen que preparar las infraestructuras cuando llegan al lugar del siniestro, buscar las bocas de riego, etc. Y los dos más veteranos son los que acuden al fuego. Para llegar a este puesto han tenido que transcurrir por lo menos ocho años trabajando en la profesión.
Existen unos aparatos que permiten ver las siluetas aunque haya mucho humo, porque cuando llegas a un incendio lo normal es no poder ver nada a un palmo de ti. Hay también otro artilugio, al que llaman “el hombre muerto”, porque es una alarma que hay que hacer sonar cuando te encuentras en un apuro.
Cuando entran en una habitación con fuego, se levantan un poco la manga y dejan por unos momentos al descubierto la muñeca y parte de la mano para calcular la intensidad del calor que desprenden las llamas.
Los bomberos jóvenes se quejaban de que aquí no están tan considerados como en otros países, especialmente en EEUU. Allí existe un plan de previsión e inspección de edificios que se lleva a cabo a lo largo de todo el año. En España sin embargo se tienen que limitar a actuar cuando es necesario y nada más.
Profesión arriesgada y abnegada donde las haya. Mi respeto y admiración por los que se dedican a ella.
En él salían hablando dos chicos jóvenes y un par de señores mayores, uno de ellos retirado hace tiempo, que daban su visión de esta profesión desde la perspectiva de su edad y de la experiencia.
Los más jóvenes empezaban haciendo un poco de historia de lo que ha sido apagar incendios en Madrid.
En el siglo XVII se empezó a formar una agrupación específica para ello, gente que tenía sus propios oficios y cuando surgía una emergencia dejaban su trabajo habitual para salir corriendo al lugar en el que hubiera que extinguir algún fuego. El sistema que se utilizaba no era muy distinto del que veíamos en las películas del oeste, cuando los vecinos se iban pasando cubos llenos de agua de mano en mano hasta que llegaban al sitio del siniestro.
Posteriormente se empezaron a usar los primeros vehículos tirados por caballos, y se les empezó a dar una indumentaria distintiva de otras profesiones. Hasta entonces casi no se los distinguía de cualquier otro ciudadano que estuviera colaborando también en la extinción de un incendio.
También el bombero que estaba retirado mencionó el sistema que existía para avisarse de unos distritos a otros cuando en uno de ellos se declaraba un fuego, haciendo sonar las campanas de las iglesias de una determinada manera, primero unas, luego las otras sucesivamente.
Explicó la evolución que ha tenido el casco que llevan, desde el primigenio hecho de papel cartón, hasta el último, una maravilla estética oscura con visera dorada más propia de la guerra de las galaxias que de un uniforme real, pasando por los que iban forrados con cuero, o los metálicos que imitaban los que llevaban los soldados en las dos guerras mundiales.
Las máscaras de gas que se usaban al principio no evitaban que se inhalaran humos, muchos preferían prescindir de ellas y usar pañuelos húmedos.
El bombero retirado enseñaba una foto colgada de una de las paredes del parque en el que trabajó durante cuarenta años. Decía que casi no le admitieron porque no daba el peso ni la talla. Para lo 1º tuvo que beber mucha agua y así pudo engañar a la báscula. Se le veía pequeñito al lado del resto de sus compañeros. Afirmó nostálgico que si pudiera volver atrás sería otra vez bombero, y que no eran mejores los que había antes, en sus tiempos jóvenes, los de ahora eran muy valientes y muy entregados, en cambio los de antaño eran más sufridores, porque los medios resultaban precarios comparados con los de hoy en día.
El otro señor mayor, aún en activo, se dedicaba a recoger las llamadas porque pasaba de los 60 años y ya no le estaba permitido salir a sofocar los fuegos. Enseñaba las instalaciones y la forma como se visten cuando surge una emergencia. Añoraba el puesto que antes tenía, y decía que hasta hace muy poco la edad de retiro de los bomberos era la misma que la de las demás profesiones, y que incluso tenían que salir a apagar incendios, aunque ya su vigor y su resistencia no fueran los suficientes por su edad.
Decía que siempre el bombero ha tenido que practicar ejercicio físico. Antiguamente incluso algunos se ponían de acuerdo cuando se iban a presentar a las pruebas de acceso para hacer conjuntamente pruebas de fuerza y equilibrio más propias del mundo del circo que de la profesión a la que se querían dedicar. No era obligatorio hacerlo, pero podían conseguir mejor puntuación.
Hasta hace unos pocos años se hacía pelota vasca y subida de cuerdas, pero como eran ejercicios duros que destrozaban las manos, actualmente prefieren las pesas.
Los más jóvenes recordaban con cariño la época de la academia, cuando recibían la formación que los iba a capacitar para ser bomberos, una etapa en la que reinaba el compañerismo y las ganas de pasarlo bien.
Se recordaba, de entre los siniestros que asolaron Madrid, el ocurrido en la plaza Mayor, que devastó la tercera parte de los edificios. Hubo que cambiar después de aquello las tejas porque estaban hechas de plomo y, al derretirse con el calor del fuego, abrasaban a los que iban a extinguirlo. En memoria de aquel episodio se pueden ver en los respaldos metálicos de los bancos circulares que hay allí dibujos grabados con lo que ocurrió.
De entre los más recientes, la muerte de ocho bomberos en el hundimiento del edificio calcinado de los Almacenes Arias, en el que se descubrieron defectos de estructura (la escalera mecánica pesaba demasiado, lo mismo que la torre de ventilación) y falta de licencias de construcción.
También el incendio de la discoteca de Alcalá 20, que no cumplía las normas de seguridad en cuanto a salidas de emergencia, y que fue una auténtica carnicería por los aplastamientos.
El atentado del 11-M supuso sobre todo un duro trance psicológico para los que tuvieron que atender a las víctimas.
A todos se les preguntó qué sentían cuando tenían que ir a apagar un incendio, y a todos sin excepción se les iluminó la cara, y esbozaron una sonrisa mientras explicaban que se les ponía la carne de gallina, que era una emoción muy fuerte. El miedo nunca faltaba, aunque fuera un mínimo razonable, porque el que no lo tiene está más expuesto a que le pase algo, pero la posibilidad de salvar una vida produce una satisfacción tal que todo lo demás se da por bien empleado.
Decían que el peor fuego es el que se declara por debajo de un suelo. Si el incendio estaba en un sótano, resultaba un infierno tener que abrir un boquete desde arriba, porque toda esa zona estaba hirviendo materialmente.
Todos afirmaron que preferían un fuego que rompiera por una fachada, lo encontraban hasta bonito, ver cómo se va extinguiendo poco a poco según se van dirigiendo las mangueras hacia las llamas.
Cuando hacen una salida suelen ir seis bomberos, y en ésto casi no ha habido variación a lo largo de décadas. Los menos expertos se encargan uno de conducir y el otro, el más novato, de hacer sonar la campana. Otros dos tienen que preparar las infraestructuras cuando llegan al lugar del siniestro, buscar las bocas de riego, etc. Y los dos más veteranos son los que acuden al fuego. Para llegar a este puesto han tenido que transcurrir por lo menos ocho años trabajando en la profesión.
Existen unos aparatos que permiten ver las siluetas aunque haya mucho humo, porque cuando llegas a un incendio lo normal es no poder ver nada a un palmo de ti. Hay también otro artilugio, al que llaman “el hombre muerto”, porque es una alarma que hay que hacer sonar cuando te encuentras en un apuro.
Cuando entran en una habitación con fuego, se levantan un poco la manga y dejan por unos momentos al descubierto la muñeca y parte de la mano para calcular la intensidad del calor que desprenden las llamas.
Los bomberos jóvenes se quejaban de que aquí no están tan considerados como en otros países, especialmente en EEUU. Allí existe un plan de previsión e inspección de edificios que se lleva a cabo a lo largo de todo el año. En España sin embargo se tienen que limitar a actuar cuando es necesario y nada más.
Profesión arriesgada y abnegada donde las haya. Mi respeto y admiración por los que se dedican a ella.
1 comentario:
Interesantísimo.
Resulta incluso lamentable que no podamos ver más a menudo este tipo de reportajes por televisión.
Un saludo.
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