Febrero era un primo de mi ex marido, bastante mayor que él, que tenía ese sobrenombre porque es el del mes más revuelto del año, y él solía ser un ser inquieto, algo caótico, un poco locuelo.
Desde el mismo momento en que nos conocimos nos caímos muy mal. Me parecía una persona salvaje, sin ninguna educación, grosero y sucio. Yo le debí parecer estirada y fría, como venida de otro planeta.
Cuando nos casamos pensé que Febrero nos aguaría la boda con alguna de sus bromas brutas y sus salidas de tono, que se cogería una cogorza y la armaría, pero puso la excusa de que coincidía con sus vacaciones de verano y no se presentó. Se puede decir que lo agradecí, y lo mismo hizo en el bautizo de Miguel Ángel.
En aquella época sufría un mal que le hacía quedarse dormido en cuanto se sentaba en un sitio. Eso hizo que tuviera que dejar su oficio de camionero y dedicarse a las labores del campo y a criar animales en una pequeña granja que tenía. Algún tiempo después le descubrieron una gran masa que le había crecido en la base del cráneo, y después de extraérsela en una delicada intervención, su carácter cambió. Febrero empezó a ser más tratable, tenía mejor humor y ya no se quedaba dormido en cualquier lugar.
Fue a partir de entonces cuando comencé a conocerlo mejor. Tenía una relación muy cariñosa con mi suegra, su tía, a la que venía a ver siempre que podía. Cuando llegaba, no lo hacía con las manos vacías, sino que siempre traía alguna cosa consigo, una gran bolsa de patatas, un montón de lechugas fresquísimas (todo cultivado en su tierra), o cangrejos que pescaba en el río del pueblo. Mi ex marido, que anduvo mucho con él cuando era pequeño y del que aprendió infinidad de cosas, decía que los pescaba metiendo la mano en el agua, por donde sabía que había más, y dejaba que se cogieran a los dedos con sus pinzas. Sus manos eran rudas y fuertes, como lo son las de todos los que se ganan con ellas el pan. Si le hacían daño nunca se quejó. También cultivaba champiñón aprovechando la oscuridad y la humedad de las cuevas.
Febrero siempre estaba sucio, trajinando aquí y allá con sus cosas. En el momento que se le ocurría ir a ver a la familia, a su tía sobre todo, dejaba lo que estuviera haciendo y allá que iba, da igual cómo estuviera.
Cuando murió su madre, de la que era su ojito derecho, lloró largamente, y recuerdo a su hija, sentada a horcajadas sobre él, derramando infinitas lágrimas apretados en un fuerte abrazo.
Tenía una foto la difunta en la que aparecía él cuando estaba haciendo la mili, y era bastante guapo. Como era bajito, solía subirse a cualquier cosa para parecer más alto.
De jovencillo había sido uno de los mozos del pueblo más valientes con los toros, pues en las fiestas siempre les estaba haciendo recortes, e incluso en algunas ocasiones se permitía darles unos capotazos. Tuvo más de un percance por ello. Uno de sus hijos sigue su ejemplo, a pesar de las muchas cogidas que ha tenido. La afición al toro es como un veneno que se mete en la sangre de la gente que vive toda su vida estas tradiciones, y ya no se lo puede quitar, por muchos contratiempos que tengan.
Cuando venía a casa, le pinchaba mi suegro con el tema de la política, pues tenían ideologías opuestas, y entonces empezaban a lanzarse pullas, con las que nos reíamos mucho todos. Con él era difícil enfadarse porque se hacía querer.
Febrero tenía un particular sentido del humor, usaba una ironía no hiriente, más bien burlona, pero con afecto. Con mis hijos siempre tuvo palabras cariñosas, especialmente con Ana, a la que llamaba “pelijara”, por su pelo rubio. Siempre que la veía le daba un pequeño pellizco en un moflete. A mí me llamaba Pilarín. Como yo hablaba de forma diferente que el resto solía decirme que cómo me entendían allí. Nunca pensó que también ellos tienen palabras y una forma de expresarse que no todo el mundo puede comprender, como no sea que hayan nacido en esos parajes.
Febrero y yo aprendimos a conocernos con el tiempo, y hoy puedo decir, cuando hace poco que ha muerto, que aunque ya no le volví a ver desde que su primo y yo nos separamos, siempre le he guardado en mi memoria y en mi corazón como una de las pocas personas de esa familia a la que llegué a querer sinceramente.
Febrero, febrerillo loco.
Desde el mismo momento en que nos conocimos nos caímos muy mal. Me parecía una persona salvaje, sin ninguna educación, grosero y sucio. Yo le debí parecer estirada y fría, como venida de otro planeta.
Cuando nos casamos pensé que Febrero nos aguaría la boda con alguna de sus bromas brutas y sus salidas de tono, que se cogería una cogorza y la armaría, pero puso la excusa de que coincidía con sus vacaciones de verano y no se presentó. Se puede decir que lo agradecí, y lo mismo hizo en el bautizo de Miguel Ángel.
En aquella época sufría un mal que le hacía quedarse dormido en cuanto se sentaba en un sitio. Eso hizo que tuviera que dejar su oficio de camionero y dedicarse a las labores del campo y a criar animales en una pequeña granja que tenía. Algún tiempo después le descubrieron una gran masa que le había crecido en la base del cráneo, y después de extraérsela en una delicada intervención, su carácter cambió. Febrero empezó a ser más tratable, tenía mejor humor y ya no se quedaba dormido en cualquier lugar.
Fue a partir de entonces cuando comencé a conocerlo mejor. Tenía una relación muy cariñosa con mi suegra, su tía, a la que venía a ver siempre que podía. Cuando llegaba, no lo hacía con las manos vacías, sino que siempre traía alguna cosa consigo, una gran bolsa de patatas, un montón de lechugas fresquísimas (todo cultivado en su tierra), o cangrejos que pescaba en el río del pueblo. Mi ex marido, que anduvo mucho con él cuando era pequeño y del que aprendió infinidad de cosas, decía que los pescaba metiendo la mano en el agua, por donde sabía que había más, y dejaba que se cogieran a los dedos con sus pinzas. Sus manos eran rudas y fuertes, como lo son las de todos los que se ganan con ellas el pan. Si le hacían daño nunca se quejó. También cultivaba champiñón aprovechando la oscuridad y la humedad de las cuevas.
Febrero siempre estaba sucio, trajinando aquí y allá con sus cosas. En el momento que se le ocurría ir a ver a la familia, a su tía sobre todo, dejaba lo que estuviera haciendo y allá que iba, da igual cómo estuviera.
Cuando murió su madre, de la que era su ojito derecho, lloró largamente, y recuerdo a su hija, sentada a horcajadas sobre él, derramando infinitas lágrimas apretados en un fuerte abrazo.
Tenía una foto la difunta en la que aparecía él cuando estaba haciendo la mili, y era bastante guapo. Como era bajito, solía subirse a cualquier cosa para parecer más alto.
De jovencillo había sido uno de los mozos del pueblo más valientes con los toros, pues en las fiestas siempre les estaba haciendo recortes, e incluso en algunas ocasiones se permitía darles unos capotazos. Tuvo más de un percance por ello. Uno de sus hijos sigue su ejemplo, a pesar de las muchas cogidas que ha tenido. La afición al toro es como un veneno que se mete en la sangre de la gente que vive toda su vida estas tradiciones, y ya no se lo puede quitar, por muchos contratiempos que tengan.
Cuando venía a casa, le pinchaba mi suegro con el tema de la política, pues tenían ideologías opuestas, y entonces empezaban a lanzarse pullas, con las que nos reíamos mucho todos. Con él era difícil enfadarse porque se hacía querer.
Febrero tenía un particular sentido del humor, usaba una ironía no hiriente, más bien burlona, pero con afecto. Con mis hijos siempre tuvo palabras cariñosas, especialmente con Ana, a la que llamaba “pelijara”, por su pelo rubio. Siempre que la veía le daba un pequeño pellizco en un moflete. A mí me llamaba Pilarín. Como yo hablaba de forma diferente que el resto solía decirme que cómo me entendían allí. Nunca pensó que también ellos tienen palabras y una forma de expresarse que no todo el mundo puede comprender, como no sea que hayan nacido en esos parajes.
Febrero y yo aprendimos a conocernos con el tiempo, y hoy puedo decir, cuando hace poco que ha muerto, que aunque ya no le volví a ver desde que su primo y yo nos separamos, siempre le he guardado en mi memoria y en mi corazón como una de las pocas personas de esa familia a la que llegué a querer sinceramente.
Febrero, febrerillo loco.
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