No puedo evitar que un escalofrío me recorra todo el cuerpo cada vez que entro en la sala que el museo del Prado tiene dedicada, entre otros cuadros de Velázquez, a “Las Meninas”. No sé si será la iluminación del recinto, más tenue que en el resto del edificio, sus paredes enteladas en rosa palo o simplemente el tamaño de la obra, presidiendo el lugar y dominándolo por completo desde cualquier ángulo que se la contemple. Saber que estoy tan cerca de unas muestras de arte pintadas hace tantos siglos y por un artista tan insigne y reconocido, me hace sentir una privilegiada, testigo de la vida y los sueños de personas que hace mucho dejaron de existir y que nos siguen mirando o mostrando algunos de los momentos de sus vidas, asomados a un lienzo como si de una ventana abierta al espacio y al tiempo se tratara. Muchos parece que nos observan de forma burlona, como diciendo que nosotros pasamos por allí y abandonaremos este mundo mientras ellos perdurarán para siempre. Tienen el privilegio de ser inmortales.
La cercanía de tales objetos me sobrecoge, me parecen sagrados, me transportan a épocas remotas en las que casi procuro moverme de puntillas porque es como si estuviera fisgando en tiempos, lugares y personas que no me incumben, que no me son contemporáneos, que poco o nada tienen que ver conmigo, pero que sin embargo se nos muestran aunque sea por un rato .
Hay otro cuadro de Velázquez, “El Cristo”, que no puedo dejar de ver cada vez que visito El Prado. Me pasaría horas enteras mirándolo. La sencillez y la perfección del cuerpo de Jesús crucificado, ni demasiado enjuto ni demasiado robusto, la delicadeza de su piel, que parece iluminada, la cabeza bajada con una parte del pelo cubriéndole media cara, perfecta y serena, de un hombre que debió ser muy bello por dentro y por fuera, esa cabellera representada de forma tan precisa que parece que puedes tocarla, algunas manchas de sangre sobre pequeñas heridas, sin estridencias. La foto que he puesto no le hace justicia, ninguna foto lo haría, hay que contemplar esta maravilla en directo.
Otros pintores me han recordado mucho a Velázquez, como Van Dyke, pero ninguno posee ese don particular que lo hace distinto del resto. Él consigue que cuando miremos un retrato, la persona que allí se ve reflejada nos transmita parte de su ser, no sé si a través de su mirada, su semblante o simplemente por la forma de posar.
Tres cuadros de Antón Van Dyke, al que casi desconocía, me encantaron, especialmente “Diana Cecil”, que nos mira desde la lejanía de los siglos como si estuviera allí mismo presente, con una picardía en los ojos y el gesto que me llaman mucho la atención y me hacen gracia. Es como si buscara la complicidad del que la esté mirando. Y es que parecen fotografías de personas, con ese uso del color y de la luz tan reales. Los retratos de este pintor no son tan serios como los de Velázquez, quizá porque la Corte española siempre ha sido muy circunspecta.
De Murillo me cautivan sus Apóstoles y sus Vírgenes, todas Inmaculadas con su manto azul, símbolo de pureza.
Goya me gusta cuando retrata a la Corte. Es perfeccionista y minucioso representando los tejidos de las ropas de la época, un verdadero maestro, pero cuando se trata de las escenas costumbristas de Madrid, las referidas a la invasión francesa o la etapa más tenebrista del final de su vida, no me agrada.
Rubens refleja las carnes de las mujeres desnudas o ligeras de ropa con tanta precisión que se puede apreciar perfectamente sus arrugas y celulitis, además de la tonalidad de su vello púbico. Es curioso comprobar cómo ha cambiado a lo largo de los siglos el canon de belleza femenina.
Dicen de El Greco que pintaba las figuras tan alargadas porque sufría un astigmatismo galopante. A mí me ha parecido siempre muy triste y muy serio, con todos esos santos mártires de ojos brillantes a punto de desbordarse en un torrente de lágrimas. Habrá que ponerse en la piel de cada artista, en su forma de ser y en su estado de ánimo que, como en cualquier arte, determina al final su estilo personal.
No sé si tendrán en El Prado algo de Vermeer, que me gusta mucho, tengo que mirarlo.
Lo cierto es que cada vez que voy siempre descubro algo nuevo, y aunque soy una profana en la materia, me puedo permitir el lujo de sentir un infinito placer al contemplar tanta belleza.
La cercanía de tales objetos me sobrecoge, me parecen sagrados, me transportan a épocas remotas en las que casi procuro moverme de puntillas porque es como si estuviera fisgando en tiempos, lugares y personas que no me incumben, que no me son contemporáneos, que poco o nada tienen que ver conmigo, pero que sin embargo se nos muestran aunque sea por un rato .
Hay otro cuadro de Velázquez, “El Cristo”, que no puedo dejar de ver cada vez que visito El Prado. Me pasaría horas enteras mirándolo. La sencillez y la perfección del cuerpo de Jesús crucificado, ni demasiado enjuto ni demasiado robusto, la delicadeza de su piel, que parece iluminada, la cabeza bajada con una parte del pelo cubriéndole media cara, perfecta y serena, de un hombre que debió ser muy bello por dentro y por fuera, esa cabellera representada de forma tan precisa que parece que puedes tocarla, algunas manchas de sangre sobre pequeñas heridas, sin estridencias. La foto que he puesto no le hace justicia, ninguna foto lo haría, hay que contemplar esta maravilla en directo.
Otros pintores me han recordado mucho a Velázquez, como Van Dyke, pero ninguno posee ese don particular que lo hace distinto del resto. Él consigue que cuando miremos un retrato, la persona que allí se ve reflejada nos transmita parte de su ser, no sé si a través de su mirada, su semblante o simplemente por la forma de posar.
Tres cuadros de Antón Van Dyke, al que casi desconocía, me encantaron, especialmente “Diana Cecil”, que nos mira desde la lejanía de los siglos como si estuviera allí mismo presente, con una picardía en los ojos y el gesto que me llaman mucho la atención y me hacen gracia. Es como si buscara la complicidad del que la esté mirando. Y es que parecen fotografías de personas, con ese uso del color y de la luz tan reales. Los retratos de este pintor no son tan serios como los de Velázquez, quizá porque la Corte española siempre ha sido muy circunspecta.
De Murillo me cautivan sus Apóstoles y sus Vírgenes, todas Inmaculadas con su manto azul, símbolo de pureza.
Goya me gusta cuando retrata a la Corte. Es perfeccionista y minucioso representando los tejidos de las ropas de la época, un verdadero maestro, pero cuando se trata de las escenas costumbristas de Madrid, las referidas a la invasión francesa o la etapa más tenebrista del final de su vida, no me agrada.
Rubens refleja las carnes de las mujeres desnudas o ligeras de ropa con tanta precisión que se puede apreciar perfectamente sus arrugas y celulitis, además de la tonalidad de su vello púbico. Es curioso comprobar cómo ha cambiado a lo largo de los siglos el canon de belleza femenina.
Dicen de El Greco que pintaba las figuras tan alargadas porque sufría un astigmatismo galopante. A mí me ha parecido siempre muy triste y muy serio, con todos esos santos mártires de ojos brillantes a punto de desbordarse en un torrente de lágrimas. Habrá que ponerse en la piel de cada artista, en su forma de ser y en su estado de ánimo que, como en cualquier arte, determina al final su estilo personal.
No sé si tendrán en El Prado algo de Vermeer, que me gusta mucho, tengo que mirarlo.
Lo cierto es que cada vez que voy siempre descubro algo nuevo, y aunque soy una profana en la materia, me puedo permitir el lujo de sentir un infinito placer al contemplar tanta belleza.
2 comentarios:
El Prado es mágico en cada una de sus salas, lugares donde confluye el pasado y el presente de una manera especial.
Yo también siento algo "diferente" cuando piso la sala de las Meninas.
Un saludo.
Somos muchos los que gozamos con el Arte. Gracias y un saludo
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