viernes, 27 de noviembre de 2009

El fin del mundo




Hace poco, viendo con mi hijo un reportaje en el canal Historia del Digital, contemplábamos en una magnífica recreación por ordenador cómo debió ser el impacto de un gran meteoro sobre la Tierra en no recuerdo qué época de la Prehistoria, que fue el causante de la extinción de los dinosaurios. El choque originó una reacción equivalente a no se cuántas bombas atómicas, que asoló la superficie de nuestro planeta y oscureció la atmósfera durante años, de forma que los rayos del Sol no llegaban hasta nosotros. Le comenté a Miguel Ángel que aunque el meteoro hubiera originado un desastre tan enorme, sin embargo una explosión nuclear me causaría más pavor. “Pero mamá, es mucho peor que impacte un meteoro porque las consecuencias son mucho más grandes”, me dijo. “Pero a mí la radiactividad me da mucho miedo”, le respondí.
Cómo nos gusta especular con desastres reales y posibles. Raro sería que sobreviviéramos a ninguno de esos acontecimientos, por lo que de poco sirve que hagamos elucubraciones sobre los perjuicios que nos acarrearían. No nos vale la idea, muy espectacular y original pero poco realista, que nos vendió Spielberg en su última entrega de las aventuras de Indiana Jones: no vamos a poder meternos en un frigorífico vacío para ser despedidos pero indemnes del efecto de la explosión nuclear de turno, para luego salir y poder contemplar de cerca la belleza aterradora del hongo que se forma después.
Cuando anunciaron otro reportaje que iban a poner sobre las profecías y el final del mundo, que últimamente se dice que va a tener lugar en el 2012, y hasta han hecho una película sobre ello, en la que podemos contemplar estupefactos y fascinados cómo van sucumbiendo todos los monumentos más famosos conocidos (nada aterroriza más al género humano que ver cómo son destruidos o desaparecen los símbolos de nuestra historia y nuestra supuesta grandeza), ahí ya me planté, porque nada me exaspera más que tener que escuchar a los agoreros amenazando siempre con nuestra violenta y cercana extinción.
Según las últimas noticias, nos quedan dos años y un poco más para hacer todo aquello que aún no hayamos hecho en la vida porque después va a haber un cataclismo, vendrá el final de los tiempos y Dios nos dividirá en dos sectores: a su izquierda los que hayan sido malos (me temo que vamos a ser muchos más los que engrosemos esa zona que la otra), y a su derecha los que hayan sido buenos (unos cuantos). Los que hayan sido regulares no sé si ocuparán una zona intermedia. Tampoco sé cómo será la puesta en escena, si sonarán trompetas, rayos y truenos y demás parafernalia apocalíptica, pero si es así el acojone va a estar asegurado, hayamos sido como hayamos sido.
La verdad es que no tengo ningún interés en saber cuándo se va a acabar el mundo, por mucho que quieran las mentes tan imaginativas que pululan por ahí especular y regodearse con el tema. Para hacer películas queda muy bien, porque el tema es muy espectacular, pero el interés resulta ya un poco excesivo. Lo suyo es que este escenario en el que tiene lugar la representación que tenemos montada no se acabara nunca, aunque nosotros, los actores, vayamos desapareciendo uno a uno. Parece injusto que las cosas nos sobrevivan, mientras nosotros tenemos fecha de caducidad. Por lo menos es un testimonio de nuestro paso por el mundo.
Lo que sí es cierto es que, a pesar de meteoros, glaciaciones y calentamientos globales, la vida se resiste a llegar a su fin definitivamente. Algo tendrá este mundo que nos ata a él con tanta fuerza, el instinto de supervivencia supongo, que nos hace luchar por lo que creemos nuestro, la vida, que es lo único que en realidad tenemos. Si este planeta azul en el que estamos no se termina, nosotros seguiremos en él.

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