domingo, 15 de noviembre de 2009

La última vez que vi París (II)






















Para que los ascensores nos llevaran hasta la 1ª mitad de la Torre no hubo que esperar mucho, pero una vez allí una cola enorme nos aguardaba para subir hasta la parte más alta, donde la estructura se estrecha y los elevadores son más pequeños. El viento y la llovizna nos azotaban, aunque las vistas nos hacían olvidar las inclemencias del tiempo. Media docena de hindúes muy abrigados y con gorros de lana calados hasta las orejas hacían todo lo posible por colarse, mientras no paraban de dar grandes risotadas. Aquella parecía más bien una Torre de Babel porque en un pequeño espacio se concentraron en un determinado momento todos los idiomas y las razas del mundo.
París visto desde la cúspide de la Torre Eiffel es bonito pero no tanto como había pensado. La parte que da al Sena y al Campo de Marte es preciosa, pero el resto de la ciudad no difiere mucho de cualquier otra de Europa. No hay tanta buhardilla bohemia ni tanto encanto y glamour. La zona más moderna se adivinaba a lo lejos con el perfil grisáceo de unas torres de oficinas que me recordaron mucho a las que han construido ahora en la Castellana. En esa parte de la Torre habían habilitado una especie de minimuseo en el que dos figuras representaban a su creador y a Thomas Alba Edison. No en vano ha tenido muchos usos: científicos, meteorológicos, telegráficos (enclave estratégico crucial durante la 2ª Guerra Mundial) y de radiotelevisión en la actualidad. Cuando se construyó no gustó a casi nadie y se la llegó a llamar “farola hueca”, entre otras cosas. Durante décadas apenas fue visitada.
Al salir comimos en un bufet libre que hay justo debajo, donde cogimos el bateaux, un restaurante que es otro bateaux anclado perennemente en ese margen del Sena. Era muy bonito y no le faltaba de nada para complacer a los comensales, da igual la edad que tuvieran. Desde las mesas podíamos ver las embarcaciones que surcaban el río, y cuando alguna de mayor envergadura pasaba el restaurante acusaba el vaivén del pequeño oleaje. Hay bateaux nocturnos con unos focos tan potentes que iluminan los puentes bajo los que pasan y los edificios a ambos lados del Sena. En los servicios había que meter las manos en unos recipientes metálicos, donde se desencadenaban huracanes, para secárselas.
Estar junto a la Ópera de noche constituye un espectáculo magnífico. Es uno de los edificios más bonitos que he visto allí, con esas figuras doradas, la cúpula verdosa y el color de la fachada que va cambiando según la luz del día. A pocos metros de ella está el Café de la Paix, que sigue conservando su suntuosidad decimonónica, con sus columnas, mármoles, pinturas en el techo... Todo un lujo. Al pasar vi que un camarero ofrecía en una gran cesta a una cliente todo tipo de panes para que eligiera.
La gente, un sábado por la noche, se deja llevar por un gran frenesí en esa zona de París, todos van aprisa a todas partes, y los coches no se detienen fácilmente aunque intentes cruzar por un paso peatonal. Nos acercamos a las Galerías Lafayette, que es una manzana entera iluminada en su fachada como si todo el año fuera Navidad. Había tantísima gente que me negué a entrar, aunque creo que la cúpula de cristal que hay en su interior es digna de ver en horas diurnas.
Al tercer día hicimos un recorrido en un autobús de dos pisos con techo de cristal. Pasamos por los sitios más emblemáticos de la capital, mientras nos explicaban un poco de su historia: la plaza Vendome, donde está el hotel Ritz en el que Coco Chanel pasó los últimos años de su vida; los jardines de las Tullerías; la plaza de la Concordia, donde varias cabezas reales rodaron en los tiempos de la guillotina, con su obelisco egipcio; los Campos Elíseos, donde apenas vislumbramos la residencia presidencial; el Lido, que visto desde fuera no parece una gran cosa; la zona de la alta costura y las joyerías; el Arco de Triunfo; el museo Rodin (vimos al Pensador de espaldas en los jardines); los Inválidos y la Escuela Militar; el Trocadero; los jardines de Luxemburgo, preciosos, donde está enclavado el Senado; el barrio latino, donde está La Sorbona (las revueltas estudiantiles del 68 fragmentaron la Universidad en muchas universidades privadas); la prisión donde estuvo encerrada Mª Antonieta, que es una construcción enorme junto al Sena, oscura y tétrica, en muy mal estado de conservación; y junto a ella un antiguo hospital que sigue haciendo las veces de tal y que es un edificio muy señorial y bonito; el ministerio de Asuntos Exteriores, que por la noche parece una ópera por las arañas de cristal y los grandes cortinajes color burdeos que se ven a través de sus ventanales; la Asamblea, que es como las Cortes aquí. Pasamos por otros muchos sitios preciosos pero ya casi no recuerdo los nombres.
Después visitamos El Louvre y, por supuesto, nos fuimos directamente a ver a la Gioconda, que estaba en el centro de una sala, rodeada por una barrera con forma de media luna que la protegía a cierta distancia de los admiradores que no dejaban de hacerle fotos, pese a estar prohibido usar la cámara. Todo el mundo lo hacía, algo impensable en El Prado, donde no te dejan sacar ni siquiera el móvil para hacer fotos. Vimos sólo un ala y no completa, primero una zona baja llena de maravillosas esculturas y luego el primer piso donde estaba la pintura italiana y algo de la española. Desde los enormes ventanales del museo, junto a algunos de los cuales había asientos, se contemplaban unas vistas muy bellas de los jardines y edificios de la plaza.
Comimos en un restaurante especializado en carnes y que debe ser una cadena allí, Hipopotamus, que tiene una bonita decoración y buenas viandas. Por la tarde, y para terminar nuestro recorrido parisino, nos acercamos a la catedral de Notre Dame. Fue el broche de oro. La fachada maravillosa, con sus gárgolas que sirven para canalizar el agua de lluvia, su interior, con una gran cruz luminosa más allá del altar, las vidrieras azules preciosas, y el órgano, que en esos momentos sonaba, aunque la música que tocaba no era bonita ni tenía armonía, alguna composición moderna. El organista se asomó para agradecer los aplausos con una reverencia cuando terminó de tocar. Me chocó esa exhibición del público mundana y ruidosa en un recinto sagrado.
A esas horas había poca luz y ya no se podía subir al campanario, desde el que creo que hay unas magníficas vistas. Me hubiera gustado ver la luz del sol filtrándose a través de esas vidrieras, inundando de azul el aire. Por todas partes se ofrecían pequeñas velas a cambio de donativos, y unas monjas pedían dinero para su Orden.
Las tiendas de los alrededores explotaban la visión que tuvo Víctor Hugo de Notre Dame, con sus gárgolas vivientes, la bailarina y el jorobado. Hasta mi hija pensaba que habían sido personajes reales.
También estaban por esa zona, en los márgenes del Sena, los famosos cajones verdes donde los pintores tienen sus puestos para vender sus dibujos, casi todos de la catedral.
Nos quedaron por ver la tumba de Napoleón, Pigalle y el Mouline Rouge, entre otros muchos sitios, y eso sólo en París.
Miguel Ángel fue mi intérprete en muchas ocasiones cuando no sabía decir una determinada palabra. A pesar de que sólo ha dado francés un curso y de esto hace ya dos años, tiene un amplio vocabulario y una muy buena pronunciación. Ana también me dio alguna que otra lección de ortografía francesa que ya no voy a olvidar. Él se quedó admirado con las chicas francesas, a las que consideró más guapas y estilosas que las españolas. Todas eran altas y delgadas e iban con abrigos cortos entallados, botas de caña alta, mallas y faldas de punto, el pelo largo y liso y con flequillo, el maquillaje suave en el que no faltaba el eye liner. Ellos también eran muy elegantes y educados, todos lucían un sport muy estudiado.
En los restaurantes las comidas eran suaves y los precios más o menos como los de aquí pero, eso sí, había en las puertas al menos dos o tres personas para recibirte con todo tipo de saludos y pequeñas reverencias y para despedirte lo mismo también.
Mis hijos se sorprendieron al llegar a París de lo numerosa que es la población negra allí. No saben que la emigración llegó a Francia muchas décadas antes que aquí y que están integrados en la vida del país.
Los controles del aeropuerto son mayores que los de Barajas. A mí me cachearon y me pasaron un aparato detector de metales por todas partes. Aún no sé qué es lo que pitaba tanto, o mejor qué es lo que no pitaba. En los servicios tuve que preguntar dónde se accionaba el depósito de la cisterna, que resultó ser un botón en el suelo que había que pisar. Los billetes de embarque eran minuciosamente pasados por una máquina para comprobar su autenticidad, cosa que en Madrid no he visto.
Salvo por un hombre de dos metros que se sentó delante de mí y que inclinó el respaldo de su asiento hacia atrás para estar más cómodo, con lo que tenía yo poca maniobrabilidad, y que hubo un rato de turbulencias cuando iniciamos el descenso al llegar (el avión parecía un gran toro mecánico), regresamos al hogar dulce hogar sin mayores contratiempos y con la belleza de París flotando en nuestra mente. Al final voy a tener que aprender francés, no puedo esperar que mis hijos sean siempre mis intérpretes.
Como dijo Enrique IV cuando se le puso como condición para alcanzar el trono de Francia que tenía que abjurar del protestantismo y convertirse al catolicismo, “París bien vale una Misa”.
Esa fue la última vez que ví París, y sé que voy a volver.

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