Hay películas que por su peculiaridad resultan de difícil clasificación. “Gran Torino” es una de ellas.
Clint Eastwood no deja de sorprendernos con nuevas aportaciones de su talento creativo a todos los niveles: dirección, producción, interpretación, composición musical...Como actor ha tenido una trayectoria bastante lineal, casi siempre interpretando el mismo tipo de papeles, pero en la madurez, y ahora en la vejez, ha enriquecido su repertorio mostrándonos emociones y temas que nunca hubiéramos sospechado en él.
En “Gran Torino” se le ve vulnerable, a sus 79 años. Pareciera que aprovechara su propia decrepitud para darle más realismo a su personaje. Cuántos actores se desesperan intentando mantener la misma imagen durante años, sin poderse adaptar al inevitable paso del tiempo que deja huella en todos. No es ese su caso. A su eterna fijación con el tipo de hombre duro y malhablado, que casi ha repetido hasta la exasperación a lo largo de décadas, ha añadido algunos toques de sensibilidad y ternura que le hacen interpretativamente irresistible.
A un porte increíble para los años que tiene se une como un cierto cansancio al moverse, una vacilación en el caminar, una dificultad en hallar expresividad corporal y facial. Y, pese a todo esto, resulta conmovedor.
En esta película comienza librando su propia batalla personal con los miembros de su familia, dos hijos, sus esposas y unos cuantos nietos, que son retratados casi caricaturescamente como un atajo de necios. Él los juzga implacablemente, no encontrando ninguna cosa en común con ellos, le parecen extraños.
Luego hay otra batalla, la batalla social con sus vecinos, pues su calle ha sido invadida en los últimos tiempos por gente de todas las razas imaginables, especialmente orientales. Esto le trae recuerdos de sus pasado militar, cuando combatía con los “amarillos”, como él los llama, imágenes terribles que no puede apartar de su memoria y le atormentan constantemente. Su ojeriza se centra sobre todo en la anciana que vive en la casa de al lado, profesándose una mutua animadversación que resulta cómica en muchas ocasiones.
Sin embargo, las circunstancias hacen que tenga que mantener una relación vecinal más estrecha con la familia que vive justamente en esa casa, relación que derivará en una auténtica amistad y afecto. “Tengo más en común con estos cara pomelo que con mi malcriada familia”, llega a decir en un cierto momento. Él se encuentra solo y enfermo, sus prejuicios raciales se van desmoronando en el trato con esas personas, en las que descubre valores y tradiciones que, aunque muchas veces no llegue a comprender, se aproximan más a sus ideales y su concepción de la vida que las de la mayoría de la gente que le rodea. Es inolvidable la cara que pone cuando la barriada entera deja comida y flores en las escaleras de su casa para agradecerle la ayuda que ha prestado a esa familia, o cuando le invitan a una fiesta para celebrar el nacimiento de un bebé y aparece sentado en la cocina de la casa de sus vecinos, rodeado de mujeres que no dejan de atenderle y de llenarle el plato de una comida que, aún exótica, él encuentra deliciosa.
Sus conversaciones con el sacerdote de su parroquia le sirven a Eastwood para sacar a relucir sus dudas sobre religión, algo que no es la primera vez que hace en una película, haciendo bromas que ponen en entredicho todo lo espiritual.
Es particularmente especial su relación con Tao, el hijo que es siempre criticado porque obedece las órdenes de las mujeres de su familia, lo que parece poner en entredicho su virilidad. En su afán por hacer de él un hombre le dedica todo tipo de epítetos, desde “atontao”, haciendo un símil peyorativo con su nombre, hasta gallina y otras cosas peor sonantes. Es inefable el momento en que le lleva a la barbería donde suele cortarse el pelo para que aprenda a hablar como los tíos, mostrando delante de él todo un repertorio de palabrotas que harían temblar al más pintado.
El rápido desenlace de los acontecimientos acaba en tragedia cuando ofrece su vida para conseguir que una banda de delincuentes que no deja de molestar a la familia vecina vaya a prisión. Es también una forma, aunque terrible, de expiar sus culpas del pasado.
Recuerdo que en el cine, la mayoría de la gente no sabía cuál iba a ser el final y casi todo el mundo se quedó estupefacto, nadie se lo esperaba, y hubo alguna que otra lágrima de alguna espectadora.
Mis hijos conectaron enseguida con la forma como interpretó el personaje Eastwood y con su mensaje. No existen las barreras idiomáticas, religiosas, de raza ni de ninguna otra clase cuando se trata de establecer lazos de humanidad con los demás.
Se puede cambiar la opinión que se tenía sobre todas las cosas, es agradable dejarse seducir por nuevas formas de ver la vida, de comer, de sentir… Y, sobre todo, fue una oportunidad de sacar de su interior lo mejor que lleva dentro, pues hace falta mucha generosidad para entregar la propia vida por una causa que se cree justa, aunque esa vida ya le parezca a uno que no merece la pena ser vivida.
Al final el protagonista muere en una guerra, una guerra urbana, después de haber conseguido sobrevivir durante años a guerras armadas en las que se libró por los pelos de la muerte en más de una ocasión. Y lo hace, algo en él inesperado, sin presentar batalla, como el cordero que es llevado al matadero. En realidad nunca había abandonado la idea de la lucha como algo que da sentido a la existencia, y como algo capaz de rubricar una vida entera.
“Gran Torino”, su preciado coche que todos querían tener (una belleza, la verdad), pasa finalmente a las manos adecuadas, unas manos que lo sabrán cuidar, y es como si una parte de él siguiera vivo cuando Tao lo conduce, como si emprendiera una nueva andadura a través de la existencia de su nuevo propietario, alguien que lo conoció y que lo quiso, y que por su juventud aún tiene toda la vida por delante.
Clint Eastwood no deja de sorprendernos con nuevas aportaciones de su talento creativo a todos los niveles: dirección, producción, interpretación, composición musical...Como actor ha tenido una trayectoria bastante lineal, casi siempre interpretando el mismo tipo de papeles, pero en la madurez, y ahora en la vejez, ha enriquecido su repertorio mostrándonos emociones y temas que nunca hubiéramos sospechado en él.
En “Gran Torino” se le ve vulnerable, a sus 79 años. Pareciera que aprovechara su propia decrepitud para darle más realismo a su personaje. Cuántos actores se desesperan intentando mantener la misma imagen durante años, sin poderse adaptar al inevitable paso del tiempo que deja huella en todos. No es ese su caso. A su eterna fijación con el tipo de hombre duro y malhablado, que casi ha repetido hasta la exasperación a lo largo de décadas, ha añadido algunos toques de sensibilidad y ternura que le hacen interpretativamente irresistible.
A un porte increíble para los años que tiene se une como un cierto cansancio al moverse, una vacilación en el caminar, una dificultad en hallar expresividad corporal y facial. Y, pese a todo esto, resulta conmovedor.
En esta película comienza librando su propia batalla personal con los miembros de su familia, dos hijos, sus esposas y unos cuantos nietos, que son retratados casi caricaturescamente como un atajo de necios. Él los juzga implacablemente, no encontrando ninguna cosa en común con ellos, le parecen extraños.
Luego hay otra batalla, la batalla social con sus vecinos, pues su calle ha sido invadida en los últimos tiempos por gente de todas las razas imaginables, especialmente orientales. Esto le trae recuerdos de sus pasado militar, cuando combatía con los “amarillos”, como él los llama, imágenes terribles que no puede apartar de su memoria y le atormentan constantemente. Su ojeriza se centra sobre todo en la anciana que vive en la casa de al lado, profesándose una mutua animadversación que resulta cómica en muchas ocasiones.
Sin embargo, las circunstancias hacen que tenga que mantener una relación vecinal más estrecha con la familia que vive justamente en esa casa, relación que derivará en una auténtica amistad y afecto. “Tengo más en común con estos cara pomelo que con mi malcriada familia”, llega a decir en un cierto momento. Él se encuentra solo y enfermo, sus prejuicios raciales se van desmoronando en el trato con esas personas, en las que descubre valores y tradiciones que, aunque muchas veces no llegue a comprender, se aproximan más a sus ideales y su concepción de la vida que las de la mayoría de la gente que le rodea. Es inolvidable la cara que pone cuando la barriada entera deja comida y flores en las escaleras de su casa para agradecerle la ayuda que ha prestado a esa familia, o cuando le invitan a una fiesta para celebrar el nacimiento de un bebé y aparece sentado en la cocina de la casa de sus vecinos, rodeado de mujeres que no dejan de atenderle y de llenarle el plato de una comida que, aún exótica, él encuentra deliciosa.
Sus conversaciones con el sacerdote de su parroquia le sirven a Eastwood para sacar a relucir sus dudas sobre religión, algo que no es la primera vez que hace en una película, haciendo bromas que ponen en entredicho todo lo espiritual.
Es particularmente especial su relación con Tao, el hijo que es siempre criticado porque obedece las órdenes de las mujeres de su familia, lo que parece poner en entredicho su virilidad. En su afán por hacer de él un hombre le dedica todo tipo de epítetos, desde “atontao”, haciendo un símil peyorativo con su nombre, hasta gallina y otras cosas peor sonantes. Es inefable el momento en que le lleva a la barbería donde suele cortarse el pelo para que aprenda a hablar como los tíos, mostrando delante de él todo un repertorio de palabrotas que harían temblar al más pintado.
El rápido desenlace de los acontecimientos acaba en tragedia cuando ofrece su vida para conseguir que una banda de delincuentes que no deja de molestar a la familia vecina vaya a prisión. Es también una forma, aunque terrible, de expiar sus culpas del pasado.
Recuerdo que en el cine, la mayoría de la gente no sabía cuál iba a ser el final y casi todo el mundo se quedó estupefacto, nadie se lo esperaba, y hubo alguna que otra lágrima de alguna espectadora.
Mis hijos conectaron enseguida con la forma como interpretó el personaje Eastwood y con su mensaje. No existen las barreras idiomáticas, religiosas, de raza ni de ninguna otra clase cuando se trata de establecer lazos de humanidad con los demás.
Se puede cambiar la opinión que se tenía sobre todas las cosas, es agradable dejarse seducir por nuevas formas de ver la vida, de comer, de sentir… Y, sobre todo, fue una oportunidad de sacar de su interior lo mejor que lleva dentro, pues hace falta mucha generosidad para entregar la propia vida por una causa que se cree justa, aunque esa vida ya le parezca a uno que no merece la pena ser vivida.
Al final el protagonista muere en una guerra, una guerra urbana, después de haber conseguido sobrevivir durante años a guerras armadas en las que se libró por los pelos de la muerte en más de una ocasión. Y lo hace, algo en él inesperado, sin presentar batalla, como el cordero que es llevado al matadero. En realidad nunca había abandonado la idea de la lucha como algo que da sentido a la existencia, y como algo capaz de rubricar una vida entera.
“Gran Torino”, su preciado coche que todos querían tener (una belleza, la verdad), pasa finalmente a las manos adecuadas, unas manos que lo sabrán cuidar, y es como si una parte de él siguiera vivo cuando Tao lo conduce, como si emprendiera una nueva andadura a través de la existencia de su nuevo propietario, alguien que lo conoció y que lo quiso, y que por su juventud aún tiene toda la vida por delante.
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