jueves, 19 de noviembre de 2009

El vuelo trasatlántico de Lindbergh


Charles Lindbergh realizó el primer vuelo en solitario sin escalas sobre el Atlántico diez años antes de que Amelia Earhart hiciera lo propio.
En la escuela en la que aprendió a volar, el instructor jamás le dejó usar su avión por temor a que se lo estropeara, pues era muy impulsivo y arriesgado, sufría muchos percances y no parecía tener condiciones para ser piloto.
El primer avión que tuvo lo compró a cambio de su moto Harley Davidson y 440 dólares. El vendedor quiso deshacer la transacción cuando vio que casi no sabía ni despegar, temeroso de que perdiera la vida en el intento, después de que él le hiciera una demostración que resultó penosa.
Al principio trabajaba con un amigo haciendo acrobacias en un circo, ya que estaba muy bien pagado. Hacían un número juntos en el que sus aeroplanos despedían humo con los colores de la bandera norteamericana y se cruzaban en el cielo con arriesgadas piruetas. También caminaban sobre las alas o saltaban de un aeroplano a otro en pleno vuelo. Era un trabajo que no le gustaba pero sirvió para ahorrar algún dinero.
Más tarde se alistó en el Ejército como piloto cadete. Aterrizó con su desvencijado aeroplano en plena pista de entrenamiento, ante la cólera de su superior, que quedó horrorizado de lo maltrecho del aparato, al que nada más dejar aparcado se le partieron los cables que sujetaban las alas, se le reventó una rueda y comenzó a desplazarse por la pista antes de que él volviera a montarlo. Al despegar para sacarlo de allí se le desprendió una rueda que casi le da al caer a su superior.
Cuando se propuso atravesar el Atlántico en solitario, diseñó su propio avión y se lo hizo construir artesanalmente en un taller en el que se fabricaban modelos de gran calidad que resistían las más duras condiciones, duraban eternamente.
Durante aquel vuelo pasó por muchas penalidades y las dudas y miedos le atormentaron sin cesar. Cuando volaba muy cerca del Círculo Polar Ártico su avión se cubrió de hielo y tuvo que bajar hasta casi volar al nivel del mar para que las temperaturas más suaves hicieran que se fuera desprendiendo a trozos.
En un momento dado en que la brújula no funcionaba bien, elevaba la vista a través del diminuto cristal que en ese modelo de avión tenía justo sobre su cabeza y se dejaba guiar por las estrellas cuando anochecía. En 1927 se construían aparatos que no tenían grandes cristales delanteros como los conocemos ahora, pues el depósito de carburante lo llevaban en esa parte. Parecía que viajaran casi a ciegas.
Debido a la falta de descanso hubo momentos en que perdió la coordinación de sus movimientos y la capacidad de razonar. Todo le daba vueltas y tenía la visión borrosa, mientras luchaba titánicamente para no dejarse vencer por el sueño. Pero, finalmente, se apoderó de él cuando ya no le quedaba mucho para llegar a su destino, perdiendo el control de los mandos, y justo cuando el avión se iba a precipitar al mar trazando grandes círculos en el aire, el reflejo alternativo del sol cegador sobre los cristalitos de los medidores que le dieron de lleno en sus ojos cerrados, en aquella luminosa mañana, le despertó de su inesperado y profundo sueño.
Cuando ya avistaba el lugar donde tenía que aterrizar, se aseó la cara con lo que le quedaba del agua de una cantimplora. Al sacar unos sandwiches de la bolsa, descubrió que uno de los amigos que le ayudaron con su proyecto le había metido la medalla de un santo para que le protegiera. Él la colgó de uno de los medidores.
Su llegada fue triunfal y sería recordado a partir de entonces por esta hazaña. Años después ganaría el Premio Pulitzer por el relato de su aventura.

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