Todos nos hacemos una idea de algún lugar del mundo que aún no hemos visitado por la imagen que de él se nos transmite, y sólo cuando lo visitamos esa idea se materializa en algo real, que puede corresponderse o no con lo que previamente habíamos sentido.
Cuando he estado en París con mis hijos iba con los clichés típicos sobre la ciudad que nos han inculcado sobre todo a través del cine americano, que ha sublimado la capital en un homenaje a la rendida admiración que en realidad siempre ha tenido por Europa. Yo creo que ni los propios franceses han sabido transmitir en sus películas el glamour que hay allí.
La puntualidad del avión en el aeropuerto me dejó anonadada. Mi hijo casi se tiene que desnudar por completo por la gran cantidad de metal que llevaba encima.
Cuando he estado en París con mis hijos iba con los clichés típicos sobre la ciudad que nos han inculcado sobre todo a través del cine americano, que ha sublimado la capital en un homenaje a la rendida admiración que en realidad siempre ha tenido por Europa. Yo creo que ni los propios franceses han sabido transmitir en sus películas el glamour que hay allí.
La puntualidad del avión en el aeropuerto me dejó anonadada. Mi hijo casi se tiene que desnudar por completo por la gran cantidad de metal que llevaba encima.
El hotel estaba muy bien y en un sitio muy céntrico, al principio del Boulevard Montmartre, con estación de metro junto a la puerta. La habitación era acogedora, con una cama tan grande que era como tres camas de 90, y sillón cama supletorio. Tenía también una bicicleta estática electrónica propia de la más moderna sala de fitness. El buffet del desayuno era muy completo, con toda clase de comida que se pueda imaginar (hasta tortilla de patata).
Ya el primer día no tuvimos más que cruzar la calle (los semáforos no parpadean para avisar cuando van a cambiar de color y duran muy poco para los peatones, por lo que hay que andar con cuidado), y subiendo casi recto llegamos a una parte alta de la ciudad que es donde está situada la basílica del Sacre Coeur. El edificio se alza, blanco e imponente (me recordó a un Taj-Mahal en miniatura), sobre una interminable escalinata (lo del funicular lo supimos cuando la estábamos subiendo). En ella había muchos hombres negros vendiendo figuras representativas de la ciudad, y un gran grupo de gente joven que comían sus bocadillos envueltos en papel de aluminio sentados frente a un improvisado músico que tocaba maravillosamente con su arpa el tema central de “Titanic”, aplausos finales incluidos.
La basílica por dentro era bonita pero no tanto como yo creía. Sí me llamó la atención las máquinas expendedoras de reproducciones de monedas antiguas francesas por la módica cantidad de 2 €. También que no había confesionarios, sino que en el lugar que debía haber sido habilitada una capilla habían puesto unas puertas de cristal y en su interior un sacerdote sentado frente a una mesa e iluminado únicamente con la luz de un flexo departía con el pecador de turno. Un cartel fuera decía “Confesiones-diálogos”.
En las inmediaciones había músicos que tocaban con su acordeón esas maravillosas melodías francesas que se han hecho tan famosas en el mundo entero. También había tiendas de bocadillos enormes y de variedades que no había visto nunca hasta entonces. Nosotros quisimos comer en una de las innumerables terrazas acristaladas que tienen los cafés y restaurantes por todo París, pero había un viento frío que no conseguía paliar las calefacciones que colgaban del techo como lámparas, por lo que decidimos pasar dentro. El ambiente era acogedor, y uno de los camareros bromeó con mi hija haciendo como que desaparecía tras una de sus orejas la moneda que ella acababa de comprar, y cuando ya se marchaba hacéndola creer que se quedaba con ella regresó para hacerla “reaparecer”. Con otros dos clientes de una mesa cercana hizo como que no se decidía a quién darle la cuenta, ya que ambos insistían en pagar.
Siempre he oído decir que los franceses son secos, maleducados y antipáticos. La verdad es que cuando tuve que preguntar por la calle hubo más de una a la que no me hubiera importado enseñarle modales, pero si ibas a cruzar por en medio de un atasco de tráfico los coches por delante de los que pasaras se echaban un poco para atrás para facilitarte la salida, y no veías suciedad en las calles ni en los servicios públicos, aunque fueran utilizados a diario por cientos de personas. Unas bicicletas de alquiler de un color parecido al bronce circulaban aquí y allá, respetadas en todo momento por los coches, costumbre implantada en París hace un par de años para evitar las saturaciones y la contaminación.
Después de recorrer algunas de las zonas más típicas de la ciudad, recalamos en la plaza donde está el museo del Louvre, que a esas horas me maravilló con su iluminación nocturna. Ese edificio me enamoró literalmente, y aunque se ha criticado que la moderna pirámide de cristal que construyeron hace 20 años para acceder al museo no pegaba con la vetusta arquitectura del entorno, lo cierto es que había en su conjunto una rara armonía. Las vistas ya de noche desde una de las orillas del Sena del museo D’Orsay, que no visitamos, con sus grandes y majestuosos relojes, y de la Torre Eiffel al fondo, a ratos profusamente iluminada, a ratos sólo con destellos como de cientos de estrellas (parecía una postal), me extasiaron.
Al día siguiente cogimos el metro para llegar al embarcadero donde coger un bateaux por el Sena. Hay 13 líneas suburbanas además de 4 ó 5 que se identifican con letras de lo que allí se llama RER, una especie de tren de cercanías que conecta con los alrededores de París y que no utilizamos. El metro es viejo, las puertas de los vagones se abren con demasiada violencia y éstos son incómodos porque aprovechan mal los espacios y la gente va como unos encima de otros, igual que pasa en los autobuses. El trayecto es muy veloz y traqueteante. Me llamó la atención que los trenes vienen de la dirección opuesta a como estamos acostumbrados aquí. Las vallas publicitarias están enmarcadas en elegantes marcos dorados, pero los anuncios son feos y poco imaginativos. Los mendigos proliferan, la mayoría en condiciones terribles. Las escaleras mecánicas son escasas y los ascensores inexistentes. Delante de los torniquetes de las entradas hay una especie de puertecilla de plástico que hay que empujar al pasar y que me imagino que han puesto para evitar que salten por encima para colarse.
Tuvimos que recorrer todo el embarcadero, que era muy largo, antes de llegar a los bateaux que nos correspondían, que estaban justo a los pies de la Torre Eiffel. Pasamos por delante de algunos acristalados que eran coquetos y lujosos restaurantes con sus mesas redondas con centros de flores y lamparitas, en uno de los cuales aparecía Audrey Hepburn creo que fue en “Charada”.
Había bateaux de todas clases, más lujosos, más modestos, uno que ví que tenía trozos de césped y flores simulando un parque, otros oscuros y feos que transportaban chatarra (cargueros de río los llamé), y otros que eran casas donde vivía gente. Al principio nos pusimos en la zona de la cubierta que no estaba acristalada, al final, y nos dedicamos a oir con una especie de interfonos las explicaciones que nos daban en español, apretando previamente la tecla de nuestro idioma. Luego empezó a lloviznar un poco y nos pusimos en la zona acristalada, que tenía calefacción y máquina de café, bebidas y cosas de picar. Pasamos por los lugares más emblemáticos de la ciudad y pedimos un deseo con los ojos cerrados al pasar por debajo de uno de los muchos puentes que atraviesan el Sena.
Después fuimos a la Torre Eiffel. Me impresionó enormemente su estructura de hierro vista desde abajo, y su forma. Es un entramado metálico bello y moderno que me cautivó. No esperamos mucho tiempo en la cola para sacar las entradas, porque el clima no acompañaba y no había tanta gente como en otras épocas del año. Compramos unos paraguas con la imagen de la Torre a una nube de negros que hacían su negocio por doquier, aprovechando las necesidades de los turistas en cada momento. Llevaban cientos de reproducciones doradas y pequeñas de la torre y tuvieron que salir corriendo cuando vieron a la policía que se aproximaba a lo lejos. Algunos miembros del ejército vestidos de camuflaje y con metralletas vigilaban en la zona. Mientras estábamos en la cola un niño negrito de unos 5 ó 6 años que iba con su familia hacía las delicias de todos los que estábamos allí escondiéndose detrás de su padre para atisbar tras él a dos veinteañeras gemelas orientales, vestidas idénticas y con las mismas mechas rojizas en el pelo, que no paraban de reírse al unísono con los gestos del niño.
Ya el primer día no tuvimos más que cruzar la calle (los semáforos no parpadean para avisar cuando van a cambiar de color y duran muy poco para los peatones, por lo que hay que andar con cuidado), y subiendo casi recto llegamos a una parte alta de la ciudad que es donde está situada la basílica del Sacre Coeur. El edificio se alza, blanco e imponente (me recordó a un Taj-Mahal en miniatura), sobre una interminable escalinata (lo del funicular lo supimos cuando la estábamos subiendo). En ella había muchos hombres negros vendiendo figuras representativas de la ciudad, y un gran grupo de gente joven que comían sus bocadillos envueltos en papel de aluminio sentados frente a un improvisado músico que tocaba maravillosamente con su arpa el tema central de “Titanic”, aplausos finales incluidos.
La basílica por dentro era bonita pero no tanto como yo creía. Sí me llamó la atención las máquinas expendedoras de reproducciones de monedas antiguas francesas por la módica cantidad de 2 €. También que no había confesionarios, sino que en el lugar que debía haber sido habilitada una capilla habían puesto unas puertas de cristal y en su interior un sacerdote sentado frente a una mesa e iluminado únicamente con la luz de un flexo departía con el pecador de turno. Un cartel fuera decía “Confesiones-diálogos”.
En las inmediaciones había músicos que tocaban con su acordeón esas maravillosas melodías francesas que se han hecho tan famosas en el mundo entero. También había tiendas de bocadillos enormes y de variedades que no había visto nunca hasta entonces. Nosotros quisimos comer en una de las innumerables terrazas acristaladas que tienen los cafés y restaurantes por todo París, pero había un viento frío que no conseguía paliar las calefacciones que colgaban del techo como lámparas, por lo que decidimos pasar dentro. El ambiente era acogedor, y uno de los camareros bromeó con mi hija haciendo como que desaparecía tras una de sus orejas la moneda que ella acababa de comprar, y cuando ya se marchaba hacéndola creer que se quedaba con ella regresó para hacerla “reaparecer”. Con otros dos clientes de una mesa cercana hizo como que no se decidía a quién darle la cuenta, ya que ambos insistían en pagar.
Siempre he oído decir que los franceses son secos, maleducados y antipáticos. La verdad es que cuando tuve que preguntar por la calle hubo más de una a la que no me hubiera importado enseñarle modales, pero si ibas a cruzar por en medio de un atasco de tráfico los coches por delante de los que pasaras se echaban un poco para atrás para facilitarte la salida, y no veías suciedad en las calles ni en los servicios públicos, aunque fueran utilizados a diario por cientos de personas. Unas bicicletas de alquiler de un color parecido al bronce circulaban aquí y allá, respetadas en todo momento por los coches, costumbre implantada en París hace un par de años para evitar las saturaciones y la contaminación.
Después de recorrer algunas de las zonas más típicas de la ciudad, recalamos en la plaza donde está el museo del Louvre, que a esas horas me maravilló con su iluminación nocturna. Ese edificio me enamoró literalmente, y aunque se ha criticado que la moderna pirámide de cristal que construyeron hace 20 años para acceder al museo no pegaba con la vetusta arquitectura del entorno, lo cierto es que había en su conjunto una rara armonía. Las vistas ya de noche desde una de las orillas del Sena del museo D’Orsay, que no visitamos, con sus grandes y majestuosos relojes, y de la Torre Eiffel al fondo, a ratos profusamente iluminada, a ratos sólo con destellos como de cientos de estrellas (parecía una postal), me extasiaron.
Al día siguiente cogimos el metro para llegar al embarcadero donde coger un bateaux por el Sena. Hay 13 líneas suburbanas además de 4 ó 5 que se identifican con letras de lo que allí se llama RER, una especie de tren de cercanías que conecta con los alrededores de París y que no utilizamos. El metro es viejo, las puertas de los vagones se abren con demasiada violencia y éstos son incómodos porque aprovechan mal los espacios y la gente va como unos encima de otros, igual que pasa en los autobuses. El trayecto es muy veloz y traqueteante. Me llamó la atención que los trenes vienen de la dirección opuesta a como estamos acostumbrados aquí. Las vallas publicitarias están enmarcadas en elegantes marcos dorados, pero los anuncios son feos y poco imaginativos. Los mendigos proliferan, la mayoría en condiciones terribles. Las escaleras mecánicas son escasas y los ascensores inexistentes. Delante de los torniquetes de las entradas hay una especie de puertecilla de plástico que hay que empujar al pasar y que me imagino que han puesto para evitar que salten por encima para colarse.
Tuvimos que recorrer todo el embarcadero, que era muy largo, antes de llegar a los bateaux que nos correspondían, que estaban justo a los pies de la Torre Eiffel. Pasamos por delante de algunos acristalados que eran coquetos y lujosos restaurantes con sus mesas redondas con centros de flores y lamparitas, en uno de los cuales aparecía Audrey Hepburn creo que fue en “Charada”.
Había bateaux de todas clases, más lujosos, más modestos, uno que ví que tenía trozos de césped y flores simulando un parque, otros oscuros y feos que transportaban chatarra (cargueros de río los llamé), y otros que eran casas donde vivía gente. Al principio nos pusimos en la zona de la cubierta que no estaba acristalada, al final, y nos dedicamos a oir con una especie de interfonos las explicaciones que nos daban en español, apretando previamente la tecla de nuestro idioma. Luego empezó a lloviznar un poco y nos pusimos en la zona acristalada, que tenía calefacción y máquina de café, bebidas y cosas de picar. Pasamos por los lugares más emblemáticos de la ciudad y pedimos un deseo con los ojos cerrados al pasar por debajo de uno de los muchos puentes que atraviesan el Sena.
Después fuimos a la Torre Eiffel. Me impresionó enormemente su estructura de hierro vista desde abajo, y su forma. Es un entramado metálico bello y moderno que me cautivó. No esperamos mucho tiempo en la cola para sacar las entradas, porque el clima no acompañaba y no había tanta gente como en otras épocas del año. Compramos unos paraguas con la imagen de la Torre a una nube de negros que hacían su negocio por doquier, aprovechando las necesidades de los turistas en cada momento. Llevaban cientos de reproducciones doradas y pequeñas de la torre y tuvieron que salir corriendo cuando vieron a la policía que se aproximaba a lo lejos. Algunos miembros del ejército vestidos de camuflaje y con metralletas vigilaban en la zona. Mientras estábamos en la cola un niño negrito de unos 5 ó 6 años que iba con su familia hacía las delicias de todos los que estábamos allí escondiéndose detrás de su padre para atisbar tras él a dos veinteañeras gemelas orientales, vestidas idénticas y con las mismas mechas rojizas en el pelo, que no paraban de reírse al unísono con los gestos del niño.
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