Es cierto que el tiempo siempre es el mismo y lo que cambia es la percepción que tenemos de él, pero cuando miro a mis hijos y los veo ya tan grandes, me parece mentira que haya pasado tan rápido.
No hace tanto que me asombraba al escuchar la voz de mi hijo, echado en su cuna en mi habitación, mientras me estaba arreglando frente al espejo en el cuarto de baño. Hacía poco que acabábamos de llegar del hospital. Nunca antes había oído el arrullo de un niño en casa. Fue como si hasta ese momento no hubiera tenido conciencia realmente de que un nuevo ser estaba allí para formar parte de mi vida para siempre. Qué gran responsabilidad, alguien me necesitaba por completo durante el día entero, para todo. Pero a un cierto agobio inicial se sucedió un sentimiento de ternura.
Recuerdo despertándome todas las noches para amamantarle. Medio dormida, sentada en mi cama, él se cogía de mi pecho y me lo vaciaba, para alivio mío. La leche se salía sola y me empapaba los camisones. Al principio se me hacían heridas, porque aunque él no succionaba con fuerza, la presión constante de sus mandíbulas sin dientes era un tormento al que mi piel no estaba acostumbrada. Nada me puse para aliviar el dolor por temor a perjudicarle.
Perdí la cuenta de los pañales que cambié. Luego, cuando empezó a tomar papillas, comía si estaba distraído. Miguel Ángel fue un niño que creció tranquilo y feliz.
Sus primeros dientes, la primera vez que empezó a hablar y a caminar, hasta la primera vez que le cortaron el pelo, todo está guardado en mi memoria para siempre.
Con Ana fue todo mucho más fácil porque ya tenía la experiencia de su hermano. Ella mamaba deprisa, era muy alegre y sonriente. Estuvo pelona hasta que cumplió el año y luego empezaron a salirle rizos rubios que cayeron en forma de bucles en cuanto le creció un poco el pelo. Cuando la llevábamos en brazos saludaba con la manita a todo el mundo. Era muy dulce y muy simpática.
Los únicos nubarrones consistieron en que Miguel Ángel le tenía muchos celos a su hermana y había que estar muy pendiente. Se veía que no lo podía remediar, pero con el tiempo salió a relucir el cariño que en realidad siempre le había tenido, y ahora se quieren mucho y se cuentan sus cosas a un nivel de entendimiento que con nadie más tendrían. A veces tienen alguna discusión, es como una secuela de aquel tiempo en que había celos, pero sin mayores consecuencias. Ana siempre ha tenido mucha paciencia y es muy inteligente, parece mayor para su edad.
A Miguel Ángel le gusta en ocasiones dibujar a su hermana y a él mismo como si fueran dos bolas, ella mucho más grande y con el pelo rizado y él más pequeño con los pelos de punta. En sus dibujos imagina divertidas escenas en las que Ana aparece manejándole a su antojo y haciéndole todo tipo de perrerías: metiéndolo por el ojo de un cañón como si fuera una bala para dispararle, jugando con él como si fuera a hacer una canasta mientras practica baloncesto, apuntando él con una pequeña pistola y ella con una gran metralleta, o la dibuja a ella sentada en una mecedora haciendo punto mientras muchas pequeñas bolas que son su reproducción en miniatura pululan a su alrededor. Se inventa miles de situaciones, llenas de movimiento, en las que ella es importante y poderosa, y él parece casi un microbio a su lado, y a mí me hace reír mucho.
Ahora pasan por esa etapa adolescente en la que no quieren demostraciones de afecto porque creen que si no se les trata como si fueran niños: ya no les puedo dar besos, abrazos y caricias como solía, sólo consigo hacerlo en alguna ocasión, esporádicamente y como al descuido, para que no les de tiempo a rechazarme o quejarse.
En el fondo les gusta pero se hacen los duros. Me cuesta creer que Miguel Ángel haya dejado de ser un niño por completo, aunque le hayan crecido pelos en las piernas y un poco de bigote, su voz se vaya haciendo cada vez más grave y su complexión se asemeje más a la de un hombre que a la de un crío. Cuando le veo echado en su cama al ir acostarse cada noche, nunca dejo de darle un beso en la cabeza y de acariciarle aunque a veces proteste un poco, sólo un poco. Siempre ha sido muy dulce, aunque el primer pronto pueda parecer muy serio. Es un chico afectuoso, inteligente e imaginativo, y con un particular sentido del humor.
Con Ana es más fácil tener demostraciones sentimentales porque entre mujeres la cosa es diferente. Los chicos parece que tienen que demostrar su virilidad con la ausencia de muestras afectivas. Pero aún así también se siente molesta si me pongo más empalagosa de lo habitual. Me pasa lo mismo que con su hermano, que aunque ya la veo hecha una mujer, tan sugerente, con su pecho que ha crecido tanto en tan poco tiempo, y sus habilidades para el arreglo personal que ya quisiera yo para mí, su toque tan femenino, la sigo viendo como una niña, la flor de mi jardín como siempre la llamé, mi rubia cabeza de rizos rubios.
Y sé que por muchos años que pasen, por muy dispares que son y puedan ser las circunstancias de nuestra vida, ellos son mi tesoro, el motivo de mi existencia, lo más importante que me ha pasado nunca.
No hace tanto que me asombraba al escuchar la voz de mi hijo, echado en su cuna en mi habitación, mientras me estaba arreglando frente al espejo en el cuarto de baño. Hacía poco que acabábamos de llegar del hospital. Nunca antes había oído el arrullo de un niño en casa. Fue como si hasta ese momento no hubiera tenido conciencia realmente de que un nuevo ser estaba allí para formar parte de mi vida para siempre. Qué gran responsabilidad, alguien me necesitaba por completo durante el día entero, para todo. Pero a un cierto agobio inicial se sucedió un sentimiento de ternura.
Recuerdo despertándome todas las noches para amamantarle. Medio dormida, sentada en mi cama, él se cogía de mi pecho y me lo vaciaba, para alivio mío. La leche se salía sola y me empapaba los camisones. Al principio se me hacían heridas, porque aunque él no succionaba con fuerza, la presión constante de sus mandíbulas sin dientes era un tormento al que mi piel no estaba acostumbrada. Nada me puse para aliviar el dolor por temor a perjudicarle.
Perdí la cuenta de los pañales que cambié. Luego, cuando empezó a tomar papillas, comía si estaba distraído. Miguel Ángel fue un niño que creció tranquilo y feliz.
Sus primeros dientes, la primera vez que empezó a hablar y a caminar, hasta la primera vez que le cortaron el pelo, todo está guardado en mi memoria para siempre.
Con Ana fue todo mucho más fácil porque ya tenía la experiencia de su hermano. Ella mamaba deprisa, era muy alegre y sonriente. Estuvo pelona hasta que cumplió el año y luego empezaron a salirle rizos rubios que cayeron en forma de bucles en cuanto le creció un poco el pelo. Cuando la llevábamos en brazos saludaba con la manita a todo el mundo. Era muy dulce y muy simpática.
Los únicos nubarrones consistieron en que Miguel Ángel le tenía muchos celos a su hermana y había que estar muy pendiente. Se veía que no lo podía remediar, pero con el tiempo salió a relucir el cariño que en realidad siempre le había tenido, y ahora se quieren mucho y se cuentan sus cosas a un nivel de entendimiento que con nadie más tendrían. A veces tienen alguna discusión, es como una secuela de aquel tiempo en que había celos, pero sin mayores consecuencias. Ana siempre ha tenido mucha paciencia y es muy inteligente, parece mayor para su edad.
A Miguel Ángel le gusta en ocasiones dibujar a su hermana y a él mismo como si fueran dos bolas, ella mucho más grande y con el pelo rizado y él más pequeño con los pelos de punta. En sus dibujos imagina divertidas escenas en las que Ana aparece manejándole a su antojo y haciéndole todo tipo de perrerías: metiéndolo por el ojo de un cañón como si fuera una bala para dispararle, jugando con él como si fuera a hacer una canasta mientras practica baloncesto, apuntando él con una pequeña pistola y ella con una gran metralleta, o la dibuja a ella sentada en una mecedora haciendo punto mientras muchas pequeñas bolas que son su reproducción en miniatura pululan a su alrededor. Se inventa miles de situaciones, llenas de movimiento, en las que ella es importante y poderosa, y él parece casi un microbio a su lado, y a mí me hace reír mucho.
Ahora pasan por esa etapa adolescente en la que no quieren demostraciones de afecto porque creen que si no se les trata como si fueran niños: ya no les puedo dar besos, abrazos y caricias como solía, sólo consigo hacerlo en alguna ocasión, esporádicamente y como al descuido, para que no les de tiempo a rechazarme o quejarse.
En el fondo les gusta pero se hacen los duros. Me cuesta creer que Miguel Ángel haya dejado de ser un niño por completo, aunque le hayan crecido pelos en las piernas y un poco de bigote, su voz se vaya haciendo cada vez más grave y su complexión se asemeje más a la de un hombre que a la de un crío. Cuando le veo echado en su cama al ir acostarse cada noche, nunca dejo de darle un beso en la cabeza y de acariciarle aunque a veces proteste un poco, sólo un poco. Siempre ha sido muy dulce, aunque el primer pronto pueda parecer muy serio. Es un chico afectuoso, inteligente e imaginativo, y con un particular sentido del humor.
Con Ana es más fácil tener demostraciones sentimentales porque entre mujeres la cosa es diferente. Los chicos parece que tienen que demostrar su virilidad con la ausencia de muestras afectivas. Pero aún así también se siente molesta si me pongo más empalagosa de lo habitual. Me pasa lo mismo que con su hermano, que aunque ya la veo hecha una mujer, tan sugerente, con su pecho que ha crecido tanto en tan poco tiempo, y sus habilidades para el arreglo personal que ya quisiera yo para mí, su toque tan femenino, la sigo viendo como una niña, la flor de mi jardín como siempre la llamé, mi rubia cabeza de rizos rubios.
Y sé que por muchos años que pasen, por muy dispares que son y puedan ser las circunstancias de nuestra vida, ellos son mi tesoro, el motivo de mi existencia, lo más importante que me ha pasado nunca.
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