Sin duda lo que más alimentó la imaginación de los niños de mi generación fue la televisión. Cuando nací la gente empezaba a comprarse aquel curioso aparato en el que salían imágenes nunca antes vistas, y pasó a ser un elemento importante en el hogar. Aunque por entonces se emitía en blanco y negro, sólo había dos canales y durante unas cuantas horas al día, era una puerta abierta al mundo. Las noticias destacadas ocurridas en cualquier parte del planeta eran conocidas casi de inmediato y sin moverse de casa.
La imaginación también estuvo antaño estimulada por los cuentos, algo que los niños de ahora casi no conocen o no saben apreciar. A mí nunca hizo falta que me leyeran uno cuando me iba a la cama, los leía yo misma. En ellos, cómo no, los buenos son injustamente tratados y sufren bastante hasta que un poder mágico ajeno a ellos les saca del aprieto y les proporciona felicidad. Se mostraban las miserias humanas (pobreza, esclavitud infantil, orfandad), con el fin de que supiéramos apreciar la diferencia respecto a la situación privilegiada en la que vivíamos, para que nos diéramos cuenta de la diferencia y la valoráramos, además de exaltar valores como la bondad, la generosidad, la sinceridad, la valentía y toda una amplia gama de cualidades.
Hoy nadie se pone en el lugar de nadie, quizá por la costumbre de ver mezquindad y atrocidades en todos los medios de comunicación, que hace que se conviertan en hechos nada extraordinarios y sí muy familiares. Nos hemos vuelto más egoístas, y los valores tradicionales que nos fueron inculcados en nuestra infancia parecen ir desapareciendo gradualmente en medio de una marea de escepticismo y materialismo sin precedentes.
Casi siempre somos las mujeres, creciditas o aún pequeñas, las protagonistas de todas estas historias: Blancanieves mordiendo su manzana, la Cenicienta con sus zapatos de cristal, la Bella Durmiente echando un sueño de cien años…
A veces eran los chicos el centro de todas estas historias, como Enriquete el del Tupete, que era deforme, o Peter Pan, que tenía pensamientos alegres para poder volar.
En cualquier cuento que se precie tienen que aparecer siempre las hadas, porque si no crees en ellas entonces no nos consiguen esos pequeños grandes milagros, y porque si no se apagaría su luz.
En mi juventud se pusieron de moda las películas de duendes del bosque, unicornios, trasgos, troles, estanques cristalinos en los que se reflejaban tímidos rayos de sol en medio de una muy verde y húmeda vegetación, junto a los cuales siempre había alguna hermosa princesa de largos cabellos y ropajes vaporosos.
Pero son los relatos protagonizados por los niños los que verdaderamente consiguen hacer volar nuestra imaginación. Últimamente me ha encantado una película, “La princesita”, con imágenes llenas de luz y color y una atmósfera envolvente, en la que la niña protagonista se duerme soñando con que el viejo y sucio desván donde es obligada a vivir se llena de lujosas telas procedentes de la India, su cama se cubre de sábanas y cojines de raso, y una gran mesa la espera, a ella y a su también desafortunada amiguita, junto a un gran balcón con todo tipo de manjares que saciarán el hambre a la que su pobreza les ha conducido. Y así es en cuanto se despierta a la mañana siguiente. Nada como desear algo con fuerza para hacer que se convierta en realidad.
Ahora han hecho una versión cinematográfica del cuento de navidad de toda la vida que leía yo en mi infancia, aquel en el que Mr. Scrooge no paraba de decir “paparruchas” ante cualquier cosa que se le mostrara, llevado por un escepticismo radical que ya por entonces me desagradaba mucho. Promete ser interesante, aunque mis hijos ya no quieren ir al cine para ver este tipo de películas como hacían hasta hace no mucho, porque se supone que se han hecho mayores y esos temas les aburren.
¿Es posible que a partir de cierta edad puedan aburrir los cuentos fantásticos que hacen volar la imaginación?. No sólo eso, si no que los niños ahora casi no saben jugar. Todo se les ofrece sin que tengan que hacer esfuerzo alguno: las muñecas hacen todas las cosas mecánicamente, y los videojuegos ponen a prueba los reflejos, son ejercicios de habilidad, no de a ver quién puede llegar más lejos haciendo uso de su imaginación.
Mi hermana y yo jugábamos casi sin juguetes, aunque los tuviéramos, sólo con historias que nos inventábamos, casi siempre las mismas, y de las cuales nunca nos cansábamos. Vivíamos aventuras tan reales que era como ponerse una de esas gafas que te permiten ver mundos virtuales, nos evadíamos por un buen rato de la realidad sin apenas esfuerzo, nos movíamos en parajes y situaciones que sólo existían en nuestra imaginación y que constituían nuestro universo único, particular, sólo nuestro, al que nos sentíamos transportadas siempre que queríamos. Y así ha sido siempre cuando se es niño, así debe ser.
En la edad adulta confieso que carezco casi por completo de imaginación, pero siempre he tenido tendencia a viajar con la mente, sin proponérmelo, a lugares lejanos hechos con un poquito de todo lo que he visto o leído. Esto me ha permitido eludir el aburrimiento y la mediocridad que hubiera alrededor.
Por eso me gusta decir, cuando quiero conjurar a la imaginación y todo lo que eso lleva consigo, aquella palabra que los Niños Perdidos gritaban cuando Peter Pan hacía algo que les gustaba: “bánguela”.
La imaginación también estuvo antaño estimulada por los cuentos, algo que los niños de ahora casi no conocen o no saben apreciar. A mí nunca hizo falta que me leyeran uno cuando me iba a la cama, los leía yo misma. En ellos, cómo no, los buenos son injustamente tratados y sufren bastante hasta que un poder mágico ajeno a ellos les saca del aprieto y les proporciona felicidad. Se mostraban las miserias humanas (pobreza, esclavitud infantil, orfandad), con el fin de que supiéramos apreciar la diferencia respecto a la situación privilegiada en la que vivíamos, para que nos diéramos cuenta de la diferencia y la valoráramos, además de exaltar valores como la bondad, la generosidad, la sinceridad, la valentía y toda una amplia gama de cualidades.
Hoy nadie se pone en el lugar de nadie, quizá por la costumbre de ver mezquindad y atrocidades en todos los medios de comunicación, que hace que se conviertan en hechos nada extraordinarios y sí muy familiares. Nos hemos vuelto más egoístas, y los valores tradicionales que nos fueron inculcados en nuestra infancia parecen ir desapareciendo gradualmente en medio de una marea de escepticismo y materialismo sin precedentes.
Casi siempre somos las mujeres, creciditas o aún pequeñas, las protagonistas de todas estas historias: Blancanieves mordiendo su manzana, la Cenicienta con sus zapatos de cristal, la Bella Durmiente echando un sueño de cien años…
A veces eran los chicos el centro de todas estas historias, como Enriquete el del Tupete, que era deforme, o Peter Pan, que tenía pensamientos alegres para poder volar.
En cualquier cuento que se precie tienen que aparecer siempre las hadas, porque si no crees en ellas entonces no nos consiguen esos pequeños grandes milagros, y porque si no se apagaría su luz.
En mi juventud se pusieron de moda las películas de duendes del bosque, unicornios, trasgos, troles, estanques cristalinos en los que se reflejaban tímidos rayos de sol en medio de una muy verde y húmeda vegetación, junto a los cuales siempre había alguna hermosa princesa de largos cabellos y ropajes vaporosos.
Pero son los relatos protagonizados por los niños los que verdaderamente consiguen hacer volar nuestra imaginación. Últimamente me ha encantado una película, “La princesita”, con imágenes llenas de luz y color y una atmósfera envolvente, en la que la niña protagonista se duerme soñando con que el viejo y sucio desván donde es obligada a vivir se llena de lujosas telas procedentes de la India, su cama se cubre de sábanas y cojines de raso, y una gran mesa la espera, a ella y a su también desafortunada amiguita, junto a un gran balcón con todo tipo de manjares que saciarán el hambre a la que su pobreza les ha conducido. Y así es en cuanto se despierta a la mañana siguiente. Nada como desear algo con fuerza para hacer que se convierta en realidad.
Ahora han hecho una versión cinematográfica del cuento de navidad de toda la vida que leía yo en mi infancia, aquel en el que Mr. Scrooge no paraba de decir “paparruchas” ante cualquier cosa que se le mostrara, llevado por un escepticismo radical que ya por entonces me desagradaba mucho. Promete ser interesante, aunque mis hijos ya no quieren ir al cine para ver este tipo de películas como hacían hasta hace no mucho, porque se supone que se han hecho mayores y esos temas les aburren.
¿Es posible que a partir de cierta edad puedan aburrir los cuentos fantásticos que hacen volar la imaginación?. No sólo eso, si no que los niños ahora casi no saben jugar. Todo se les ofrece sin que tengan que hacer esfuerzo alguno: las muñecas hacen todas las cosas mecánicamente, y los videojuegos ponen a prueba los reflejos, son ejercicios de habilidad, no de a ver quién puede llegar más lejos haciendo uso de su imaginación.
Mi hermana y yo jugábamos casi sin juguetes, aunque los tuviéramos, sólo con historias que nos inventábamos, casi siempre las mismas, y de las cuales nunca nos cansábamos. Vivíamos aventuras tan reales que era como ponerse una de esas gafas que te permiten ver mundos virtuales, nos evadíamos por un buen rato de la realidad sin apenas esfuerzo, nos movíamos en parajes y situaciones que sólo existían en nuestra imaginación y que constituían nuestro universo único, particular, sólo nuestro, al que nos sentíamos transportadas siempre que queríamos. Y así ha sido siempre cuando se es niño, así debe ser.
En la edad adulta confieso que carezco casi por completo de imaginación, pero siempre he tenido tendencia a viajar con la mente, sin proponérmelo, a lugares lejanos hechos con un poquito de todo lo que he visto o leído. Esto me ha permitido eludir el aburrimiento y la mediocridad que hubiera alrededor.
Por eso me gusta decir, cuando quiero conjurar a la imaginación y todo lo que eso lleva consigo, aquella palabra que los Niños Perdidos gritaban cuando Peter Pan hacía algo que les gustaba: “bánguela”.
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