Este verano instalé en el ordenador de mi hija el programa eMule, porque debía ser yo de las pocas personas que aún no se descargaban películas y música de esta manera. Pero una vez dentro de él, ya no pude entender su funcionamiento, y seguramente que es sencillo. Ahí se ha quedado el intento, en una cabeza de mula que aparece en la parte inferior izquierda de mi ordenador para recordarme que si alguien merece ser llamado mula, asno o cualquier otra cosa parecida, esa soy yo, por incapaz. Un cabeza que tampoco he querido eliminar porque la verdad es que adorna mucho, aunque ignoro por qué se eligió semejante símbolo para identificar una cosa como ésta.
Y ahora pienso con el tiempo, y teniendo en cuenta el panorama de actualidad que tenemos, que participar de algo ilícito sólo porque lo haga todo el mundo, además de absurdo, iría en contra de mis principios, los pocos que me quedan. Una vez me explicaron cómo funcionaba: es un intercambio de archivos. Lo que yo quiero descargar es buscado en otro ordenador, y a su vez cualquiera puede buscar en el mío lo que le haga falta, o algo así. Visto de esta manera no parece un robo, es pasarnos copias unos a otros de algo que nos gusta. El problema radica en que no se trata de un grupo de amigos que comparten aficiones, sino de una enorme masa de millones de personas que hacen réplicas masivas de un determinado producto.
Cuando alguien rueda una película o edita un disco no lo hace sólo para disfrute del público y para divulgar su obra en la sociedad. Ese esfuerzo tiene un precio, porque nadie trabaja o no se puede permitir el lujo de trabajar por amor al arte, y menos poniendo dinero de su bolsillo. Tampoco se trata de que una determinada industria se enriquezca a nuestra costa, pero va a ser difícil que se abaraten los precios de esos productos cuando cada vez menos gente los compra, antes al contrario, terminarán desapareciendo porque ya no serán rentables.
Cuando digo que no deseo piratear nada me suelen mirar como si fuera poco menos que una retrasada mental: buena gana gastarse el dinero cuando lo puedes tener gratis. En este mundo de telebasura, de contratos basura, de piratas auténticos que asaltan barcos pesqueros para robar a los desgraciados trabajadores del mar, todos parece que nos tenemos que sumar a esa basura colectiva en la que últimamente está muy de moda hozar, todos podemos ser piratas de cualquier cosa que se nos antoje.
Y es que hay muchas formas de navegar, en Internet lo mismo que en el mar: o vamos como simples viajeros que desean conocer otras latitudes, o vamos en barcos corsarios dispuestos a tomar al asalto aquello que se cruce en nuestro camino. Nunca ha habido peores piratas que los que existen ahora, ni siquiera en los tiempos de los del parche en el ojo y la pata de palo. Ahora navegan en la red seres de la más baja estofa dispuestos a ofertar y a demandar pornografía infantil, drogas, armas y todo lo que no es simplemente ilícito sino incluso execrable. Lo de bajarse películas y canciones casi es lo de menos. Las salas se siguen llenando con cada estreno, por mala que sea la película, basta que trabajen actores de moda o el tema sea lo bastante truculento. Films que han sido rodados con bajísimos presupuestos ven multiplicadas por diez sus ganancias en cuanto su dudosa factura logra conectar con el mal gusto imperante.
Con la música pasa lo mismo: las grandes bandas y los solistas se las arreglan haciendo maratonianos circuitos por medio mundo para dar conciertos. Estrellas de toda la vida como Barbra Streissand se pueden permitir la osadía de vender entradas a precios millonarios porque sus recitales son contados y exquisitos, y saben que siempre van a llenar. Cuando figuras encumbradas deciden seguir dejándose la piel sobre un escenario ofreciendo su arte en vivo, no lo hacen movidos exclusivamente por el deseo de mantener el contacto directo con el público, pues llevan media vida haciéndolo y lo único que querrían muchas veces es poder tirarse en un sillón y descansar, disfrutando de las rentas que sus obras les reporten. Lo hacen porque no les queda otra, porque la venta de sus discos ya no es suficiente para mantener su status: siempre habrá piratas que se queden con lo que es suyo. Ese es el premio que por lo visto pueden esperar a su trabajo.
Por eso yo ni voy a bajarme nada ni voy a comprar a los negritos en la calle nada, que al final el pirateo es también un negocio pero del que se benefician sólo los infractores. Nuestros bolsillos se pueden permitir el lujo de poder mantener limpias nuestras conciencias.
Y ahora pienso con el tiempo, y teniendo en cuenta el panorama de actualidad que tenemos, que participar de algo ilícito sólo porque lo haga todo el mundo, además de absurdo, iría en contra de mis principios, los pocos que me quedan. Una vez me explicaron cómo funcionaba: es un intercambio de archivos. Lo que yo quiero descargar es buscado en otro ordenador, y a su vez cualquiera puede buscar en el mío lo que le haga falta, o algo así. Visto de esta manera no parece un robo, es pasarnos copias unos a otros de algo que nos gusta. El problema radica en que no se trata de un grupo de amigos que comparten aficiones, sino de una enorme masa de millones de personas que hacen réplicas masivas de un determinado producto.
Cuando alguien rueda una película o edita un disco no lo hace sólo para disfrute del público y para divulgar su obra en la sociedad. Ese esfuerzo tiene un precio, porque nadie trabaja o no se puede permitir el lujo de trabajar por amor al arte, y menos poniendo dinero de su bolsillo. Tampoco se trata de que una determinada industria se enriquezca a nuestra costa, pero va a ser difícil que se abaraten los precios de esos productos cuando cada vez menos gente los compra, antes al contrario, terminarán desapareciendo porque ya no serán rentables.
Cuando digo que no deseo piratear nada me suelen mirar como si fuera poco menos que una retrasada mental: buena gana gastarse el dinero cuando lo puedes tener gratis. En este mundo de telebasura, de contratos basura, de piratas auténticos que asaltan barcos pesqueros para robar a los desgraciados trabajadores del mar, todos parece que nos tenemos que sumar a esa basura colectiva en la que últimamente está muy de moda hozar, todos podemos ser piratas de cualquier cosa que se nos antoje.
Y es que hay muchas formas de navegar, en Internet lo mismo que en el mar: o vamos como simples viajeros que desean conocer otras latitudes, o vamos en barcos corsarios dispuestos a tomar al asalto aquello que se cruce en nuestro camino. Nunca ha habido peores piratas que los que existen ahora, ni siquiera en los tiempos de los del parche en el ojo y la pata de palo. Ahora navegan en la red seres de la más baja estofa dispuestos a ofertar y a demandar pornografía infantil, drogas, armas y todo lo que no es simplemente ilícito sino incluso execrable. Lo de bajarse películas y canciones casi es lo de menos. Las salas se siguen llenando con cada estreno, por mala que sea la película, basta que trabajen actores de moda o el tema sea lo bastante truculento. Films que han sido rodados con bajísimos presupuestos ven multiplicadas por diez sus ganancias en cuanto su dudosa factura logra conectar con el mal gusto imperante.
Con la música pasa lo mismo: las grandes bandas y los solistas se las arreglan haciendo maratonianos circuitos por medio mundo para dar conciertos. Estrellas de toda la vida como Barbra Streissand se pueden permitir la osadía de vender entradas a precios millonarios porque sus recitales son contados y exquisitos, y saben que siempre van a llenar. Cuando figuras encumbradas deciden seguir dejándose la piel sobre un escenario ofreciendo su arte en vivo, no lo hacen movidos exclusivamente por el deseo de mantener el contacto directo con el público, pues llevan media vida haciéndolo y lo único que querrían muchas veces es poder tirarse en un sillón y descansar, disfrutando de las rentas que sus obras les reporten. Lo hacen porque no les queda otra, porque la venta de sus discos ya no es suficiente para mantener su status: siempre habrá piratas que se queden con lo que es suyo. Ese es el premio que por lo visto pueden esperar a su trabajo.
Por eso yo ni voy a bajarme nada ni voy a comprar a los negritos en la calle nada, que al final el pirateo es también un negocio pero del que se benefician sólo los infractores. Nuestros bolsillos se pueden permitir el lujo de poder mantener limpias nuestras conciencias.
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