La figura del Rey Sabio ha pasado de puntillas por la historia de Europa. Poeta y poco más, quedando un poco olvidados el resto de sus logros. Fue un soplo de aire fresco. En una época en la que muchos monarcas apenas sabían leer ni escribir, él fue un erudito.
Reformó la legislación del momento, creando leyes que aún siguen en vigor hoy en día. Replanteó la ortografía, ideando peculiaridades que se han mantenido hasta la actualidad. Fue un genio de la diplomacia que supo aunar Oriente y Occidente. Reclutó para su corte a médicos, filósofos matemáticos y cualquiera que demostrara talento, da igual cual fuera su raza o su creencia. Reformó la moneda, las aduanas y la hacienda, repobló regiones devastadas por las guerras…
Su afán intelectual no le restó valor en el campo de batalla, algo que demostró desde edad temprana. Podía ser implacable con el enemigo, pero si le convenía llegaba a acuerdos e incluso al soborno para evitar la confrontación armada.
Tuvo once hijos con Dª Violante, sin contar otros cinco ilegítimos con distintas amantes. Le gustaba la juerga, los deportes y jugar al ajedrez y los dados. Era burlón y de inteligencia rápida para el sarcasmo. En sus años felices llevaba una vida plácida. Se reunía con sus cortesanos por la tarde, después de la comida, o de noche, en largas veladas durante las cuales se bailaba, se contaban chismes, se coqueteaba y se cantaban las últimas trovas venidas de Provenza.
Una embajada de Pisa le ofreció su apoyo para ser emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, cuyo trono había quedado vacante, y ahí empezó su decadencia. La empresa sólo sirvió para vaciar las arcas reales, sin conseguir al final su propósito. Para entonces la nobleza estaba soliviantada y tuvo que enfrentarse a una revuelta en la que participaron dos de sus hermanos.
La muerte de su primogénito le destrozó el corazón y originó un conflicto sucesorio entre otro de sus hijos, Sancho, y su nieto. Su mujer le abandonó, a su hijo tuvo finalmente que desheredarle, la nobleza se marchó de la corte y todas las ciudades, menos tres, le dieron la espalda. Al final sólo quería alejarse “de este demonio de campiña infestada de alacranes, cuyos aguijones llevo clavados en mi corazón”.
Alfonso X envejeció amargado, con fama de sanguijuela por su avidez en la recaudación de impuestos para financiar sus proyectos bélicos. Los fracasos estratégicos ocultaron su genio, que él tampoco supo valorar, pues nunca se consideró sabio ni intuyó jamás que se le llamaría así y pasaría a la posteridad con ese sobrenombre.
Fue un adelantado a su tiempo, un visionario del s.XIII. Escribió los más bellos poemas, se granjeó el respeto de gente de todas las razas y religiones, dictó las leyes más justas, y dominó disciplinas científicas como la astronomía.
Mientras fue joven y no estuvo dominado por sueños delirantes, fue un hombre feliz que se entregó con gran pasión a todos los placeres que tuvo a su alcance: viajó por lugares maravillosos, conoció a personas interesantes y eruditas, disfrutó de bellas mujeres, se deleitó con músicas refinadas y se divirtió de mil maneras distintas.
Fue una persona compleja, el monarca más universal, por la amplitud de sus contactos diplomáticos, y el más brillante de la Edad Media por la amplitud de su cultura, por el hálito renovador de sus leyes y por la generosidad y ambición de sus empresas artísticas.
Despreció a los que se querían congraciar con él para conseguir sus favores. Pensaba que “los que dejan equivocarse al rey a sabiendas merecen pena como traidores”.
Su obra jurídica, científica y literaria se anticipa al Renacimiento e inicia una renovación en estas disciplinas que perdurará durante siglos.
Reformó la legislación del momento, creando leyes que aún siguen en vigor hoy en día. Replanteó la ortografía, ideando peculiaridades que se han mantenido hasta la actualidad. Fue un genio de la diplomacia que supo aunar Oriente y Occidente. Reclutó para su corte a médicos, filósofos matemáticos y cualquiera que demostrara talento, da igual cual fuera su raza o su creencia. Reformó la moneda, las aduanas y la hacienda, repobló regiones devastadas por las guerras…
Su afán intelectual no le restó valor en el campo de batalla, algo que demostró desde edad temprana. Podía ser implacable con el enemigo, pero si le convenía llegaba a acuerdos e incluso al soborno para evitar la confrontación armada.
Tuvo once hijos con Dª Violante, sin contar otros cinco ilegítimos con distintas amantes. Le gustaba la juerga, los deportes y jugar al ajedrez y los dados. Era burlón y de inteligencia rápida para el sarcasmo. En sus años felices llevaba una vida plácida. Se reunía con sus cortesanos por la tarde, después de la comida, o de noche, en largas veladas durante las cuales se bailaba, se contaban chismes, se coqueteaba y se cantaban las últimas trovas venidas de Provenza.
Una embajada de Pisa le ofreció su apoyo para ser emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, cuyo trono había quedado vacante, y ahí empezó su decadencia. La empresa sólo sirvió para vaciar las arcas reales, sin conseguir al final su propósito. Para entonces la nobleza estaba soliviantada y tuvo que enfrentarse a una revuelta en la que participaron dos de sus hermanos.
La muerte de su primogénito le destrozó el corazón y originó un conflicto sucesorio entre otro de sus hijos, Sancho, y su nieto. Su mujer le abandonó, a su hijo tuvo finalmente que desheredarle, la nobleza se marchó de la corte y todas las ciudades, menos tres, le dieron la espalda. Al final sólo quería alejarse “de este demonio de campiña infestada de alacranes, cuyos aguijones llevo clavados en mi corazón”.
Alfonso X envejeció amargado, con fama de sanguijuela por su avidez en la recaudación de impuestos para financiar sus proyectos bélicos. Los fracasos estratégicos ocultaron su genio, que él tampoco supo valorar, pues nunca se consideró sabio ni intuyó jamás que se le llamaría así y pasaría a la posteridad con ese sobrenombre.
Fue un adelantado a su tiempo, un visionario del s.XIII. Escribió los más bellos poemas, se granjeó el respeto de gente de todas las razas y religiones, dictó las leyes más justas, y dominó disciplinas científicas como la astronomía.
Mientras fue joven y no estuvo dominado por sueños delirantes, fue un hombre feliz que se entregó con gran pasión a todos los placeres que tuvo a su alcance: viajó por lugares maravillosos, conoció a personas interesantes y eruditas, disfrutó de bellas mujeres, se deleitó con músicas refinadas y se divirtió de mil maneras distintas.
Fue una persona compleja, el monarca más universal, por la amplitud de sus contactos diplomáticos, y el más brillante de la Edad Media por la amplitud de su cultura, por el hálito renovador de sus leyes y por la generosidad y ambición de sus empresas artísticas.
Despreció a los que se querían congraciar con él para conseguir sus favores. Pensaba que “los que dejan equivocarse al rey a sabiendas merecen pena como traidores”.
Su obra jurídica, científica y literaria se anticipa al Renacimiento e inicia una renovación en estas disciplinas que perdurará durante siglos.
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