miércoles, 16 de diciembre de 2009

La estrella de papá




Mi madre contó en un estupendo relato hace unos años, y que tituló “La estrella de papá”, su paso por el internado femenino de monjas Mª Cristina, que se ubicaba tiempo atrás en Aranjuez, y que estaba destinado mayoritariamente a huérfanas de militar.
Al perder a su padre, cuando tenía ella 14 años, fue enviada interna a aquel colegio junto con su hermana, y allí pasó sus años de adolescencia. La disciplina era muy severa, y más a mediados de los 50, cuando ella ingresó. Se alternaba el estudio y la oración, y se procuraba mantener a las niñas ocupadas desde por la mañana temprano hasta bien entrada la noche.
La jornada empezaba a las 6 de la mañana, lo cual era especialmente duro en invierno, pues las tuberías se congelaban con las heladas y la calefacción prácticamente no se notaba. Dormían en salas grandes, muy parecidas a las que aparecen en “Harry Potter”, y tan sólo las monjas tenían una cortina alrededor de su cama para preservar su intimidad. Se aseaban y, antes de desayunar, había misa y comunión.
En clase no se podía oir ni una mosca, y tan sólo cuando la monja encargada del aula se ausentaba en un momento dado, o simplemente se quedaba dormida sentada a su mesa mientras vigilaba su estudio, era cuando las niñas se permitían alguna expansión. Mi madre era famosa por sus imitaciones de las monjas, pues algunas eran muy peculiares.
En el recreo tenían que estar jugando o practicando algún deporte, no estaba permitido que permanecieran paradas ni formando corrillo. Este tiempo de descanso era obligado, y tan sólo prescindían de él cuando se las castigaba o tenían que estar en la enfermería por alguna indisposición. A mi madre la castigaron en una ocasión, injustamente según parece ser, y tuvo que estar encerrada en clase. Sintió tanta rabia por lo injustificado de la situación que le pegó una patada a una papelera y su contenido salieron volando por los aires.
A la hora de comer las normas de comportamiento en la mesa eran muy estrictas: jamás se podían usar los dedos, hasta el punto de que las patatas fritas a la inglesa también debían ser comidas con tenedor. Mi madre, cuando servían algún plato que no le gustaba, se las arreglaba para hacer creer a la monja encargada de turno que tenía algún tipo de alergia alimentaria y que se ponía malísima si ingería aquella comida. Siempre salía ganando, pues en lugar de unas espinacas o un filete de hígado le ponían entonces un trozo de pescado o un buen filete, para admiración de sus compañeras, que no se atrevían a tanto.
Había que tener cuidado en mostrar la indisposición adecuada, porque si no te mandaban a la enfermería y te tenían un tiempo sólo a base de aceite de ricino.
Si alguna compañera estaba inapetente, allí estaba mi madre para comerse lo de ella, pues el plato debía quedar vacío.
Sólo se podía mandar la ropa a la lavandería cada cierto tiempo, y entonces cada una se las tenía que arreglar para quitar sus manchas, porque cuando se pasaba revista por la mañana (como en el ejército) debían estar impecables, de arriba abajo, zapatos incluidos. Si no era así se las sancionaba y podían quedarse sin salir el fin de semana.
Las sanciones se producían por la más mínima cosa, desde una contestación que una monja creyera poco adecuada, hasta una falta de corrección en la mesa, de puntualidad, de rendimiento escolar, de limpieza, etc.
El baño completo era sólo de vez en cuando, por lo que solían asearse por partes.
A veces veían películas de moda en la sala de proyecciones, aunque las monjas tapaban el proyector en las escenas amorosas, a modo de censura. También les ponían documentales con las misiones en África. Que una niña apadrinara un negrito estaba muy bien visto por parte de las monjas, pero como decía mi madre el dinero que había en su casa no sobraba como para hacer caridades ajenas. Las niñas más pudientes sí se lo podían permitir, por lo que estaban más consideradas. Había mucho clasismo.
También solían salir por Aranjuez, siempre en fila de a dos y vigiladas por las monjas. Sus uniformes con sus capas y sus boinas ladeadas llamaban la atención. A mi madre no le gustaban mucho esas salidas, porque en invierno pasaban mucho frío y en verano se asaban de calor y, muertas de sed (les daban para merendar un bocadillo de sardinas) no encontraban casi fuentes públicas para poder beber un poco de agua.
La jornada terminaba con una hora de estudio por la noche, hasta las 11, en la que se le cerraban los ojos por el cansancio de todo el día, y lo único que quería era irse a dormir.
En ocasiones representaban obras de teatro, pues disponían de un gran escenario y un abundante atrezzo. Las alumnas con apariencia menos femenina solían ser elegidas para interpretar los papeles masculinos. Era una ocasión de lucimiento, un rato de distracción que mi madre acogía con entusiasmo.
La correspondencia no se libraba de la censura: las cartas eran abiertas y leídas por las monjas, que ponían un grueso trazo negro sobre aquellas partes que consideraran poco apropiadas, para que no pudieran ser vistas. Por eso, cuando a mi madre le escribían los amigos de su pandilla, usaban un lenguaje simbólico para burlar las restricciones y así, cuando decían una cosa, en realidad tenía un doble sentido que sólo entendían entre ellos y querían decir otra cosa bien distinta. Se prohibían contenidos que hoy en día se considerarían inofensivos y pueriles. Las cartas de los novios pasaban un filtro especialmente estricto.
Mi madre se llevaba muy bien con todas las compañeras, porque era cariñosa, extrovertida y simpática. Como las niñas venían de todas partes de España aprendió bailes regionales de todas clases, que practicaban de vez en cuando. Tuvo alguna diferencia con alguna niña, pero zanjó el asunto sin mayores contratiempos. Algunas, las menos, no eran huérfanas, y a esas las llamaban “papaínas”.
También guarda un entrañable recuerdo de las monjas que fueron cariñosas con ella. Mi madre nunca superó la muerte de su padre, y la separación tan drástica de su familia, su casa y sus amigos fue algo que tuvo que ir asimilando poco a poco.
La hermana de mi madre, que también estuvo allí, se sigue reuniendo con antiguas compañeras, y con compañeros huérfanos también procedentes de la versión masculina del internado, pues todos forman un grupo, “Los Pínfanos”, que siguen mantienendo contacto pese a los muchos años que han pasado, comen juntos, hacen certámenes de poesía, y se divierten de mil maneras. Ella dice que muchas se siguen acordando de mi madre.
A pesar de la dureza de las condiciones en el internado, ella reconoció en aquella disciplina impuesta una forma de forjar su carácter frente a la adversidad. Le gustaba la vida comunitaria, las normas que no dejaban lugar para el vacío, la indecisión o la confusión. Ella solía mirar de vez en cuando al firmamento, en una época en la que todavía se podía ver el cielo de noche cuajado de estrellas, y siempre creyó que en la que más brillaba estaba su padre, mirándola y protegiéndola, y de este modo nunca estuvo del todo ausente para ella. Era la estrella de papá.

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