miércoles, 9 de diciembre de 2009

Un poco de todo (II)


- Me impresiona ver cada mañana las riadas de adolescentes que van surgiendo por todas partes e inundan las calles de mi barrio para ir al instituto. Vienen de lejos, caminando a buen paso, casi todos en grupo, algunos sueltos, pensativos, con las manos en los bolsillos. Aunque la apariencia de la gente joven de ahora es muy distinta de la que tenían hace no muchos años, los teenagers siguen siendo básicamente lo mismo siempre: aire descuidado, acné, cara de sueño a esas horas, cierta indolencia…
Cuando los veo bajar por una de las calles que hay en cuesta me parece que han sido convocados como por arte de birlibirloque, como si el flautista de Hamelin hubiera tocado su flauta e, hipnotizados por sus mágicas notas, acudieran en masa a una llamada irresistible que los atrae a un determinado lugar y a la que no pudieran sustraerse.
Contemplar esa marea de juventud, el mañana, el futuro de nuestra sociedad, me estimula y me resulta sumamente placentero. Ellos no saben que están en una época dorada de su vida, aunque las tribulaciones adolescentes parezcan a veces insuperables, insufribles. Cuánta frescura. Me encanta.

- Es curioso con lo que se queda uno después de un viaje, cuando contemplas las fotos que has hecho. De mi escapada a París me produce un gran placer mirar las de la Torre Eiffel, que hice desde todas las distancias y ángulos posibles. Pura obsesión. Las que tomé justo desde abajo me encantan. También el edificio del Louvre, especialmente la forma de sus tejados, que me causan una fascinación un poco inexplicable, con su elegancia de otra época, irrepetible. El Sacre Coeur, tan blanco e imponente, por supuesto también. Y las vidrieras azul cobalto de Notre Dame, y eso que no se filtraba por ellas la luz del sol, que si no habría sido increíble. Todas las fotos me gustan, pero como mi cámara digital no produce los mismos resultados que la magnífica cámara de carrete que tenía antes, hay cosas que podrían haber quedado mejor retratadas de cómo resultaron después.
El objetivo de la cámara no abarca toda la belleza que el ojo humano es capaz de contemplar, y las fotos de 360 grados son cosa de especialistas.
Me conformo con captar para la eternidad un trocito de perfección estética, síndromes de Stendhal aparte.

- Como mi hijo es tan aficionado a los asuntos bélicos estaba viendo hace poco un reportaje sobre la vida en las trincheras en la 1ª Guerra Mundial, y picada por la curiosidad me puse a verlo también. Hablaban del “mal del pie mojado”, una enfermedad ulcerosa necrosante aguda que padecían los soldados al tener que pasar mucho tiempo en zonas llenas de agua. Ni aunque llevaran botas conseguían paliar sus efectos. También mencionaban unas barras de hierro para sujetar las alambradas que se fabricaban en espiral para poderlas clavar en la tierra como en rosca, porque las convencionales había que martillearlas y alertaban al enemigo, causando muchas bajas por este motivo. Los oficiales parece ser que tenían en la trinchera su propia cocina, con mesa y sillas, su cama y hasta un pequeño huerto y un jardín, pues por la cantidad de tiempo que tenían que pasar en esas condiciones, procuraban hacer lo posible por encontrarse “como en su casa”.
Se conservan algunas películas tomadas a combatientes que conseguieron sobrevivir a la guerra, pero a los que les habían quedado secuelas psíquicas importantes. Todos aparecían con terribles tics faciales y movimientos convulsivos del cuerpo que no podían controlar. La voz del narrador decía que se debía al sobresalto continuo de los bombardeos. Era espantoso verlos, no tenían descanso.

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