jueves, 9 de junio de 2011

Animales



A los españoles, cuando nos da por meternos con una determinada cosa, lo hacemos siempre de forma sectaria y arbitraria. Ahí está la polémica del uso de animales en los circos, que lleva tiempo coleando. Cierto que es algo que no está bien, pero el problema existe también en otros ámbitos en los que apenas se le presta atención.

Ahora se están metiendo con los toros, pero no con la inquina suficiente. Es un negocio que, al fin y al cabo, mueve mucho dinero y aún tiene muchos aficionados que lo siguen con pasión, y todo lo que tiene partidarios es más difícil que puedan salirse con la suya sus detractores.

Sobre lo que nunca nadie ha dicho nada es sobre los zoológicos. Para mí son como la Casa de los Horrores. Es verdad que allí no se les hace daño ni se les obliga a realizar ejercicios para entretener al personal (salvo el caso de los delfines y las focas), pero ya sólo el hecho de tener que permanecer en cautividad me parece a mí una tortura insoportable. Como el que es privado de su libertad por haber cometido un delito. Qué delito habrá sido el que hayan perpetrado los pobres animales para que la suya sea una cadena perpetua, una condena que los obliga a estar encerrados de por vida. Casi la pena capital de los toros parece una salida digna a tanta tortura, porque así por lo menos se acaba con una forma de vivir que va contra natura.

Se siguen menospreciando las capacidades de los animales, la existencia de pensamiento y sentimiento en ellos, como si fueran sólo cualidades humanas. Está más que demostrado que un animal piensa, siente y hasta tiene memoria, en una escala de más a menos que depende del espécimen que se trate. Está más que comprobado que poseen virtudes de las que muchos humanos carecen, como es la fidelidad, la nobleza, el valor, la generosidad y el amor a la familia, sobre todo a los hijos. Sus instintos están más desarrollados que los nuestros, y no sufren ningún tipo de perversión porque los dejan fluir en libertad. Sus sentidos están mil veces más potenciados que los nuestros porque nada los ha contaminado, y la necesidad de supervivencia, amenazada no ya por otros animales sino especialmente por el ser humano, los ha llevado a límites insospechados de eficacia. Un tiburón que huele la sangre a kilómetros, las aves que emigran recorriendo distancias temerarias para volver a los mismos sitios en los que estuvieron el año anterior sin perderse… En fin, los ejemplos son infinitos.

Y venimos nosotros a sacarlos de su entorno, a privarlos de una libertad que en el fondo envidiamos porque carecemos de ella (nuestras obligaciones nos supeditan), y de remate los confinamos para exhibirlos, o les enseñamos a hacer posturas ridículas, o directamente los sacrificamos a la vista del público después de haberlos torturado.

Parece que el hombre sólo se considera tal si es capaz de dominar al resto de la Creación. Es como si el cosmos entero tuviera que funcionar siguiendo las pautas que él le marque. Se llega a alterar hasta la climatología si es preciso. Por un pecado de soberbia semejante fue expulsado una vez del Paraíso. Pero ya se sabe que somos los únicos seres del planeta que tropezamos dos veces en la misma piedra, o más.

Dejemos que los animales vivan a su libre albur, cada uno en su casa y Dios en la de todos. Aprendamos de ellos su respeto por las normas sociales, su capacidad de convivencia, la organización en el trabajo de grupo. Qué paciencia la suya, viendo siempre la presencia amenazante del ser humano merodeando a su alrededor. Y ni siquiera nos guardan rencor, oprobioso defecto exclusivo de nuestra especie.

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