De todas las historias que sobre seres monstruosos se han escrito, siempre me ha dado un cierto repelús la referida a Frankenstein. El poder crear un individuo a partir de trozos de cadáveres cosidos entre sí como si fuera un collage viviente, y añadirle encima el cerebro de un psicópata, me parece el colmo del mal gusto. Deberían haber afinado la cirugía estética y la otra, en lugar de coger aquí y allá sin tino de todo lo que encontraron, como si fuera un saldo de la época de rebajas. Cuánto costurón mal dado, qué trabajo más poco fino. Algunas de las que se operan hoy en día para asiliconarse quedan así, y encima pagando una pasta.
En la versión cinematográfica de Kenneth Branagh, el monstruo salía de una especie de olla a presión con forma de bañera, después de haberse estado cociendo como si fuera un garbanzo, atravesado por largas agujas al estilo de las que se usan para la carne mechada, con las que le aplicaban corrientes eléctricas capaces de ejecutar a toda la población reclusa de Sin-Sin de una sola vez. Siempre he pensado que había un cierto sadismo en semejante forma de insuflar vida. No es de extrañar que la nueva creación saliera tan alterada.
Mary Shelley imaginó un hombre alto y muy corpulento, feo de narices, con tez cetrina y gesto inexpresivo y no por ello menos inquietante, con unos grandes tornillos saliéndole de las sienes. Casi había que tenerle lástima por semejante apariencia, pues era evidente que estaría marcado desde un principio. No tendría ninguna oportunidad. Creer que somos como dioses, capaces de inspirar el aliento vital o de dar muerte según nuestro antojo, es un anhelo secreto del ser humano en su afán por controlar todos los aspectos de la existencia, pues supone abrir las puertas del más allá y tener control sobre esta vida y la otra. Poder resucitar a los seres queridos que fallecieron o a nosotros mismos, nos ofrece un abanico de posibilidades infinitas. Nuestro afán es seguir sobre la faz de la Tierra, no nos resignamos a tener fecha de caducidad.
Pero qué cruel la escritora al imaginar un hombre que es un monstruo, víctima y verdugo a un tiempo, incapaz de sustraerse a los dictados asesinos de su defectuosa mente. No sabemos si compadecerle o temerlo, pues es adorable cuando no se comporta con maldad, está solo y desvalido en un mundo extraño que no entiende y al que no ha elegido venir. Ni él mismo sabe de lo que es capaz. Su figura no está lejos de la realidad, pues cualquier psicópata que se precie se halla en esa tesitura. Qué son sino monstruos con una carga genética terrible.
Puestos a elegir, Mary Shelley podría haber hecho un monstruo hermoso que además fuera incapaz de ningún acto maligno. Pero entonces ya no sería un monstruo, ya no nos daría miedo, y a lo mejor hasta querríamos tener uno en casa, para que nos entretuviera o nos hiciera las faenas del hogar, y de paso sustituyera a alguna pareja o marido que sí son realmente monstruosos.
Tampoco hay que olvidarse del conde Drácula, que aterrorizó la infancia de mi generación en la figura de Christopher Lee, cuyas películas no dejaban de poner, con sus colmillos retráctiles como los ofidios, siempre sangrientos, clavándose cada dos por tres en el blanco cuello de alguna bella mujer hipnotizada por su halo misterioso y dominador, parecido a lo que sucede en la vida real con los hombres que seducen y maltratan. Ellos también pueden chuparte la sangre y hacerte creer que aún sigues viva, cuando ya estás muerta, y además les da igual 8 que 80, nunca tienen suficientes víctimas.
Y qué decir del hombre lobo, cuya última versión para el cine que he visto la protagonizaba un actor de extraña apariencia con nombre de modisto, Benicio del Toro, a quien no sé cómo calificar pues no le he visto actuar lo suficiente. Este personaje es también un ser bastante repulsivo, sobre todo cuando se está transformando, que saca a relucir el lado oscuro y animalesco que el ser humano lleva dentro, un atavismo ancestral que se remonta a la génesis de la Humanidad, cuando el hombre aún no era tal.
De monstruos estamos servidos, y no hace falta recurrir a los relatos de ficción para darse de cara con ellos. Esos asesinos en serie que de vez en cuando saltan a los medios de comunicación, o sin ir más lejos y a menor escala, cualquier jefe o compañero de trabajo, vecino, familiar o cónyuge, que paga con nosotros sus frustraciones personales.
Pobres monstruos, los de la ficción literaria, seres a medio hacer como Frankenstein, marcados por una maldición reiterativa, constante y crepuscular, diferentes al resto del mundo, solitarios, inseguros, incomprendidos, sin consuelo posible.
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