miércoles, 1 de junio de 2011

15-M



En el epicentro de todo cambio, de todo lo que nace, de todo lo que emerge de la nada, está siempre el germen de un impulso creador. En la Puerta del Sol ha tenido lugar esa primera palpitación de algo nuevo que está surgiendo.

Lo que empezó con unos cuantos plásticos colocados en un lado de la plaza, como quien no quiere la cosa, atados con largas cuerdas a la impertérrita y no por ello menos sufrida estatua ecuestre de Carlos III, se ha convertido en una improvisada acampada que prácticamente ha ocupado toda la plaza, en el corazón mismo de Madrid. Las elecciones municipales fueron la excusa, y me pregunto que si éstas hubieran tenido lugar en diciembre o enero puede que no hubiera habido esta expresión del clamor popular, pero el buen tiempo es lo que tiene, favorece las expresiones de la clase que sean.

La primera reacción de muchos, la mía también, fue de rechazo. Aquello parecía un campo de refugiados, un montón de plásticos azules y blancos puestos al buen albur por un puñado de hippies con rastas, que me recordaron a los que zarandearon el taxi en el que iba con mi hija hace dos veranos, cuando volvía yo de las vacaciones. Pensé que aquella gente tan aparentemente pacífica con esa desenfadada forma de vestir era un peligro potencial, capaz de cualquier acto de violencia a la mínima de cambio.

Y parece ser que sí había un grupo más radical, que no tardó en ser sofocado. Aquello es una pequeña democracia en la que manda la mayoría (una “Democracia Real”, con letras mayúsculas, como la reclaman ellos en sus carteles). Hay una estructura organizada, la gente se pone de acuerdo. Uno de ellos se pasea con una gran caja plastificada colgada del cuello que, a modo de urna, recoge en tiras de papel lo que cada cual escribe como reivindicación. Las propuestas son anunciadas con un megáfono y debatidas durante horas. Como si de un Senado romano se tratara, en medio de un ágora, los ciudadanos menos favorecidos por la situación actual elevan su voz reclamando lo mismo que tiene el resto del mundo, y los demás nos detenemos a mirar, al principio con curiosidad, luego con interés, porque a todos nos falta alguna de esas cosas que se piden, y porque todos navegamos en el mismo barco y si no nos solidarizamos se irá a pique con el mundo entero dentro.

Los acampados se han saltado las habituales normas legales: han plantado sus huestes en un lugar en el que habitualmente está prohibido hacer semejante cosa, y se les ha dejado continuar pese a las amenazas de desalojo por el apoyo recibido y la enorme repercusión mediática. Quién iba a decir que en varios países de Latinoamérica habría réplicas de este seísmo social, o que países como Dinamarca se hicieran eco de lo que pasa aquí. Hasta en EE.UU. no han parado de teclear “Spain” en Google, para saber lo que se cuece, Obama el primero.

Un montón de vallas amontonadas frente a la sede de Presidencia la Comunidad de Madrid y bastante policía en la puerta, con furgones blindados aparcados por allí, han preservado la seguridad del edificio, de la presidenta cuyo nombre nos debería inspirar Esperanza, y del lugar en sí. Este movimiento es algo nuevo, un acontecimiento social distinto a todo lo conocido, y no se sabe cómo va a reaccionar. Los acampados, haciendo caso omiso a este despliegue de la autoridad, siguen debatiendo, comiendo y bebiendo con lo que les trae la gente (hasta los sin techo se benefician de esta peculiar coyuntura), manteniendo limpia la zona, preservando a los niños en un área con juguetes en el que un gran cartel indica que no se hagan fotos, y recogiendo firmas ciudadanas que demuestren que todo esto no se hace por pasar el rato, como si fuera sólo una juerga de ociosos al aire libre (no hay alcohol). Ya no sirve lo que se hacía anteriormente, encadenarse a las puertas de un organismo oficial o hacer una sentada, resistencia pacífica al estilo Gandhi. Ahora se queda uno a vivir una temporada en un lugar emblemático y de paso se es el centro de atención del resto del mundo y un atractivo turístico más de los muchos que tiene la ciudad, una curiosidad nueva para el objetivo de las cámaras fotográficas de los que nos visitan.

Los carteles con los que han inundado edificios, marquesinas de autobús y accesos del metro (en uno habían puesto dos coronas de muerto, una a cada lado), ofrecen una amplia y fresca variedad de ideas y reivindicaciones, para todos los gustos. Los hay que citan a Marcuse, diciendo que tenía razón; otras también con su puntito intelectual, abogan por defenderse de la “dictadura económica científica” (tengo que informarme de qué es esto). Las hay ingenuas (“De noche también brilla el Sol”) y también más radicales, como una en la que se veía una taza de váter y una cisterna con forma de urna (“Si tu voto es una mierda, si no es tu voz, renuncia a él”). Luego están las que apelan al humor (“No hay suficiente pan para tanto chorizo”).

Los carteles han llegado, pero a gran escala, a los andamios que cubren la fachada de uno de los edificios. Se ve, entre otras cosas, un gigantesco oficial nazi que en lugar de esvástica en la gorra militar lleva el símbolo del euro. Hay otro con dos niños que juegan con una pelota que en realidad es la Tierra.

Mucha A de anarquía por todas partes, para luego decir que no son antisistema, sólo quieren justicia e igualdad efectiva de oportunidades. Vienen a decir que los dos partidos que se disputan el poder son el mismo perro con distinto collar, piden que se creen otras alternativas. La anarquía siempre ha sido un absurdo, pues ni entre los mismos acampados existe, sería una locura. Lo que se pide es un cambio que no tiene nada que ver con el signo político, sino más bien con el sentido común y la humanidad.

Se habla de paro, de hipotecas, de banqueros ladrones, de cerdócratas, del Estado-apisonadora. Quizá nos gustaría que una reivindicación tan significativa tuviera un aire más bucólico, pero el aspecto de la acampada es tan aparentemente cutre como el estado de nuestro bienestar social, aquel que llevamos tantos años esperando desde que empezó la democracia y que nunca termina de llegar.

En realidad esta ha sido una excusa más de las que necesitamos las personas para reunirnos de vez en cuando, para sentir el calor del compañerismo y la amistad, del apoyo a una causa común, tan urgente y necesaria, y así plantar cara a la deshumanización de la gran ciudad, de la vida en general, pararnos a reflexionar por un momento deteniendo el inexorable y vertiginoso fluir del tiempo, que se nos escapa sin sentir, anestesiados por las rutinas del día a día, acostumbrados a oir siempre las mismas cosas y a lamentarnos sin hacer nada por cambiar.

Como ha escrito Almudena Grandes, "el futuro puede ser el fruto de una plaza enorme que nunca se ha llenado de gente en vano (...)".

Es por eso que cuando me interno por la acampada de Sol, cada día al volver del trabajo, y paso por entre los plásticos, tiendas de campaña, carteles llenos de ideas y sensaciones, personas ociosas y otras con una febril actividad, no dejo de pensar que en realidad todos estamos esperando algo, todos esperamos lo mismo, quizá una utopía tal y como se presenta el panorama. Y no dejo de sentir un escalofrío que me recorre el cuerpo, a pesar del calor, y una humedad en los ojos apenas atisbada, al dejarme invadir por la emoción del momento, de ese poderoso fluir de ideas que es lo que da sentido a la vida, pero al mismo tiempo al tener la certeza no del todo admitida de que todo esto se quedará nada más que en un puñado de buenas y épicas intenciones, como tantas otras veces ha pasado antes. Puede que el ser humano no tenga remedio, es demasiado tarde para nosotros. O quizá no.

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