- Los norteamericanos son tremendos con las pasiones. Aman a sus presidentes, lo que no les impide matarlos a tiros de vez en cuando. Son capaces de recordar, da igual los años que pasen, cuándo tal o cual jugador de rugby o béisbol hizo determinada jugada, en qué minuto del partido fue y cuántos tantos se había adjudicado ya su equipo. El fervor llega a cosas tan corrientes como el himno nacional, que escuchan de pie, con la mano en el corazón y cantando a pleno pulmón.
El suyo es un chauvinismo distinto del de los franceses, acuñadores del término. Mientras éstos se creen algo especial y miran al resto del orbe con arrogancia y condescendencia, los norteamericanos prefieren pasar a la acción y ser los que realmente muevan los hilos del mundo. Su afán imperialista es probablemente una revancha por haber sido colonizados en tiempos pasados y por gente infame en su mayor parte.
No creo que su preponderancia en el orden mundial tenga que ver con sus dimensiones geográficas, sino más bien con el espíritu que los anima, que sí tiene enormes proporciones. No hay nada como estar convencido de las propias posibilidades y saberse vender. La confianza en uno mismo lo es todo.
- No sé si ocurrirá lo mismo por ahí fuera, pero aquí parece que estamos acostumbrados a la resignación. Crisis, recortes, austeridad. Todo es acogido con protestas pero sin una verdadera contrarréplica revolucionaria.
Es lo mismo que cuando asistimos a la tortura y muerte de un toro en la plaza, la costumbre hace que nos parezca incluso normal, sólo una minoría creciente nos rebelamos contra esa atrocidad, y parece casi como si estuviéramos traicionando las señas de identidad de nuestro propio país.
La sangre, mientras no sea de ser humano, no importa que sea derramada, y si se derrama la del torero pues qué emoción, qué valiente ha sido, y si muere se convierte en un héroe, un ídolo. Al final asistimos impasibles a un doble sacrificio, el del animal y el del hombre, y con el que no sabemos muy bien qué se pretende demostrar. El valor está en otras cosas. Seguro que si la profesión de torero no estuviera tan bien pagada los que se dedicaran a ello se podrían contar con los dedos de una mano, si quedaba alguien.
Con las creencias religiosas pasa lo mismo. Vemos pasar a Cristo en la Cruz en las procesiones, y más que recordar una parte de Su vida que fue determinante para todos nosotros, nos recreamos en esa inmolación, con las figuras ensangrentadas y arrebatadas por gestos de pena y dolor, y contemplamos la casquería incorrupta que la Iglesia conserva en vitrinas de dudoso gusto como reliquias. Nos van los espectáculos violentos. Hay algo que es aberrante en nuestra forma de pensar.
En lo que a la muerte de Cristo se refiere, nadie, ni siquiera en el momento mismo en que tuvo lugar, fue capaz de arrancar a ese Hombre de las garras de sus verdugos e impedir tamaña injusticia. Tenía que ser así, estaba escrito, nos decimos a modo de excusa. Resignación. Es evidente que la desidia nos viene de muchos siglos atrás.
En el mundo actual seguimos contemplando sacrificios e injusticias con atribulado estoicismo, amparándonos en la impotencia. También es cierto que hay más solidaridad que en tiempos pasados, la conciencia social está más presente que nunca. Pero la maldad parece crecer en la misma proporción que la bondad universal. Habrá que ponerse el mundo por montera.
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