Bill Cunningham lleva más de 50 años fotografiando las calles de Nueva York. Sus fotos no tienen un gran valor artístico en sí mismas, porque carecen de artificios técnicos. Son sencillas y con encuadres irregulares, pero vista en conjunto su obra, posee una fuerza y un significado fuera de lo común.
Bill ha sido siempre fiel a su estilo. Desde su juventud hasta la fecha actual, en que ya es un anciano octogenario, ha vestido con ropas de sport, cómodas y no siempre bonitas. Montado sobre su bicicleta, va por la Gran Manzana disparando su cámara colgada al cuello, captando la vida en una gran ciudad.
Su especialidad es la moda, y sus fotos han aparecido en las mejores revistas del mundo, como Vanity Fair, Harper´s Bazaar o Vogue. Su habilidad para capturar las instantáneas más significativas, ya sea de gente famosa como de personas anónimas, le ha granjeado un aura de prestigio que ha hecho que sea solicitado para muchas publicaciones.
En realidad, cuando se le conoce se da uno cuenta de que es un tipo sumamente sencillo, alguien con un estilo de vida muy personal, muy independiente a pesar de tener una amplia red social. Vive solo y nunca tuvo pareja. Él es feliz así, sin horarios, sin jefes, sin más obligaciones que las que él mismo se impone. Nunca echó de menos nada de lo que la gente más convencional ansía.
Se confiesa religioso, de los que van a Misa. Bill, que siempre está haciendo bromas, dice que es para escuchar la música de las iglesias. “Voy y me arrepiento…”, dice riendo. “Lo necesito, es importante para mí, no sé por qué”.
Come habitualmente en restaurantes baratos, no le importa la comida, es una rutina, una necesidad que hay que satisfacer y poco más.
Viaja por compromisos profesionales, y París es una de sus ciudades favoritas. “Hay que ir a París a reeducar la vista”, dice.
Su aspecto, a pesar de estar tan interesado en la moda, es un sport descuidado. Habitualmente se pone una chaqueta azul, o un anorak azul en los días más fríos. “Si todo el mundo vistiera tan desaliñado como yo el mundo sería un lugar deprimente”, reconoce. “Pero ¿para qué vestir con chaquetas caras que luego se van a estropear con el trabajo?”. Es un hombre muy práctico, y muy económico también.
“No me gustan los lujos”, afirma, “lo cual es una contradicción, porque me encanta ver a todas esas mujeres tan bien vestidas”.
“No son importantes los famosos ni el espectáculo, la ropa es lo importante. El que busca belleza, la encuentra”. Realmente siente fascinación por el mundo de la moda.
Cuando va a las revistas para las que trabaja, todos le reciben con cariño y con bromas, y él se muestra encantado. En una de ellas le prepararon una fiesta sorpresa de cumpleaños. Parece un niño pequeño al que han sorprendido con un caramelo o un regalo inesperado. Está feliz, rodeado de gente que le quiere y valora su trabajo.
A veces se pelea, usando mucho sarcasmo, con algún editor de contenidos al que obliga a incluir más fotos de las que serían recomendables en una misma página. El aludido parece harto de tener que bregar siempre con él por los mismos temas, basándose en su condición de veterano, y como que a él es difícil que ya nadie pueda enseñarle nada. Bill se las arregla siempre para salirse con la suya. Es como un niño travieso con un poco de mal genio de vez en cuando.
“Ser sincero y directo en Nueva York es casi imposible. Yo siempre intento jugar limpio… “, dice en relación a su trabajo. No todo el que sale en una de sus fotos se gusta, pero el objetivo de una cámara es un ojo despiadado. “Será mejor que te calles Cunningham, que te muevas y te pongas a trabajar”, dice como para sí mismo. Sin duda, después de tantos años frecuentando ambientes de todas clases, sabe muchos secretos que seguramente nunca revelará. Es su ritmo de trabajo lo que lo mantiene tan en forma a pesar de su edad.
Bill Cunningham, aparentemente frágil sobre su bicicleta, pedalea incansable por las calles de la gran ciudad que es Nueva York, con la cámara siempre dispuesta para disparar. Nadie parece molestarse por ser objeto inesperado de su interés. Es ya una figura familiar allí, alguien imprescindible para entender cierta manera de vivir.
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