jueves, 21 de marzo de 2013

Monólogos de cine (I): Presunto inocente


Hay monólogos de cine que han marcado a generaciones enteras por su profundidad, la certeza con la que han sido dichos o la verdad que encierran. En el caso de una película que siempre me ha encantado, Presunto inocente, el monólogo final es además desgarrador, cruento y espeluznante.

Se trata de la historia de una mujer que mata a la amante de su marido, un exitoso abogado, dato que sólo se descubre al final. Durante toda la cinta el protagonista, injustamente acusado del homicidio, tiene un doble sufrimiento, el dolor por la muerte de la persona a la que amaba, que ya no le correspondía, y el ocasionado por ser víctima, en lugar de ejecutor como estaba acostumbrado, de los oscuros e implacables engranajes del sistema legal.

Esta tragedia personal es magistralmente interpretada por un Harrison Ford que en aquel momento estaba en la plenitud de su madurez y de su carrera. Cuando descubre que ha sido su esposa la autora del asesinato, ésta pronuncia el monólogo que nos ocupa, más para sí misma que para él, trastornada como está, intentando justificar el motivo del crimen y expresar el tormento por el que ella también ha pasado. La deducción a la que llega, intentando dar un final feliz a esta historia, convertida ella en ejecutora de la justicia, el ángel vengador, es contradecida por su marido. Aunque quizá no le falte razón, pues ante ignonimias cada vez más frecuentes como son la infidelidad conyugal, no existe ley que infrinja castigo alguno.

El protagonista pronuncia la frase final, tras otro breve monólogo que no reproduzco en el que nos cuenta su incapacidad para acusar a su mujer, por lástima y porque el hijo de ambos necesita a su madre y no los quiere separar. Para un abogado que se precie ningún crimen debería quedar impune, sobre todo si se conoce la verdad, y si tenía una relación afectiva con la víctima.

Sólo tras presenciar el desarrollo de los acontecimientos, se puede llegar al clímax necesario para experimentar la conmoción que produce la revelación trágica, escalofriante, alucinada y penosa de la esposa, y comprender las motivaciones de todos.

En el monólogo ella habla de sí misma en 3ª persona, como si estuviera contando algo que le ha ocurrido a otra mujer. La pregunta final la hace su marido, y la última frase, como ya dije, es de él también.

Ya está hecho. He engañado a todos. Lo que ha ocurrido tenía que ocurrir. Lo que llega a hacer una mujer por su vida, por su marido que siempre la había ayudado, hasta que él cayó bajo el hechizo de otra mujer y ella quedó abandonada, como si estuviera muerta.

Hasta que empieza a soñar. En su sueño la destructora es destruida. Merece la pena vivir ese sueño. Y así, con toda sencillez, con toda claridad, todo encaja perfectamente. Tiene que ser un crimen que a su marido no lo haga sospechar. Cuando se descubra se archivará el caso entre los no resueltos.

Pero toda su vida sabrá que ha sido él, que él mantuvo una relación con esa mujer. Fue entonces cuando compra un juego de vasos. Una noche su marido bebe cerveza, ya tiene sus huellas. Luego, durante unos días, ella guarda el líquido que rezuma cuando se quita el diafragma. Lo mete en una bolsa y lo guarda en la nevera del sótano. Y espera.

Y llama a esa mujer y se cita con ella. La deja entrar. Cuando ella está de espaldas, saca el instrumento y la golpea varias veces. La destructora es destruida. Saca la cuerda que llevaba escondida y la ata como ha dicho su marido que hacen los pervertidos. Siente que tiene poder y control, se siente guiada por una fuerza muy superior.

Con una jeringuilla inyecta el contenido de la bolsa en la vagina de esa mujer, y deja el vaso.

Hasta que llega el juicio, y allí ve sufrir a su marido como ella jamás hubiera previsto. Está dispuesta a decir la verdad, a confesarlo todo. Pero, mágicamente, el caso es sobreseído. Están salvados.

¿Salvados?

Hubo un crimen, hubo una víctima… y hay un castigo.

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