miércoles, 13 de marzo de 2013

Ping Fu


Cuando Michelle Obama invitó a Ping Fu a la Casa Blanca para tomar una copa, tras el discurso de su marido sobre el Estado de la Unión de 2010, a Ping le entró el pánico. “No entendía lo que quería decir. Me hice un lío con el idioma y pensé que me estaba invitando a una fiesta de pijamas”. Ping, de 54 años, una de las figuras empresariales del mundo digital con más éxito en EE.UU., se ríe con candidez. La entrevista se realiza en su espaciosa casa de Carolina del Norte. Lleva un vestido de seda negro con medias estampadas y su pelo de color azul eléctrico brilla con la luz que entra por los ventanales. Su empresa, Geomagic, que se dedica al desarrollo de programas en 3D, factura cada año 43 millones de euros, aunque ella no tiene nada que ver con la típica directora ejecutiva de Silicon Valley y es la primera en hablar de sus lagunas informáticas con sentido del humor.

Ping nació en Nankín (China) y sus primeros años de vida fueron idílicos, a pesar de que su madre biológica la había abadonado en casa de sus tíos, a los que creía sus auténticos padres. Pasó su infancia en una hermosa casa de Shanghai, bajo el amparo de una familia culta y cariñosa. En sus memorias, “Bend, not break” (“Doblar, no romper”, inéditas en España) evoca la estampa de aquella felicidad, cuando todas las mañanas su “madre” compraba ramitos de jazmín para adornar su blusa. Pero el paraíso fue efímero. Ping cumplió ocho años en mayo de 1966, al comienzo de la Revolución Cultural que Mao Tse Tung realizó contra los elementos capitalistas, tradicionales y culturales de la sociedad china. En ese momento, cualquier persona considerada burguesa (lo que incluía a la familia de Ping) debía ser “reeducada”. Así que sus padres y hermanos fueron internados en campos de trabajo, y a ella la mandaron a su ciudad natal, Nankín, para vivir en una residencia de niños “perdidos”, es decir, los hijos de la burguesía urbana represaliada.

En Nankín, la Guardia Roja la empujó a un cuarto desnudo, con otra niña que lloraba en el suelo. Era Hong, quien resultó ser su hermana biológica. A partir de ese momento, las dos fueron inseparables, y la habitación 202 su única casa. En aquel centro, a aquellos niños considerados como “ovejas negras”, se les lavaba el cerebro para poder “salvarlos”. A veces, se les obligaba a colgarse del cuello pizarras enumerando los “crímenes” de sus familiares, y a subirse a un escenario delante de un auditorio lleno para denunciar públicamente a sus padres. Si se negaban, los molían a palos. “Algunos días empezaba a creerme lo que decía encima de aquel escenario. Que yo no era nadie, que no existía”, recuerda Ping en sus memorias.

Poco tiempo después de su llegada, las hermanas fueron obligadas a ver cómo la Guardia Roja ejecutaba a dos profesoras. A una le cortaron la cabeza y la tiraron a un pozo. “La otra fue atada a cuatro caballos y destrozada mientra se le salían los sesos. Nos dijeron que si nos nos portábamos bien, acabaríamos igual”.

Alguna vez también ellas sufrieron vejaciones. Un día, un miembro de la Guardia Roja tiró a Hong a un río de las inmediaciones y se hubiera ahogado si Ping, que entonces tenía 10 años, no se hubiese lanzado a rescatarla. En el camino de vuelta a la habitación, ambas empapadas, las siguió una pandilla de unos 10 muchachos adolescentes. Su hermana logró huir pero Ping fue golpeada y violada por todo el grupo. “Me acuchillaron y me dejaron tirada”, recuerda con pasmosa serenidad. De algún modo, sobrevivió solo para soportar después abusos emocionales. “Me llamaban “zapato roto” (una expresión china que se usa para designar a la mujer que ha perdido la virginidad). Fue la peor etapa”, afirma Ping, quien todavía habla con fuerte acento chino. “Lo peor no fue la violación, sino el hecho de ser víctima de algo y, aun así, que te castiguen”. Su hermana le daba razones para aguantar. “Mi responsabilidad me mantuvo con vida... Quería rendirme, pero no tenía opción”.

En su libro cuenta también cómo, siendo niña, logró inhibirse del ruido de la propaganda que transmitían los grandes altavoces. “Hoy aún soy capaz de no escuchar nada que no quiera oír”. Parece que también se ha entrenado para cerrarle el paso al ruido de ciertas emociones. “Me llevó mucho tiempo darme cuenta de que no iba a volver a casa, a China, y cuando lo hice, fue durísimo de aceptar”.

Su madre biológica fue “liberada” cuando Ping tenía 13 años y se mudó con sus hijas a la habitación 202. “Pero no era muy cariñosa”. Ping ha contado cómo su madre, a la que apenas conocía, solía hacerle heridas físicas a base de pellizcos. En el libro, uno de los pasajes más perturbadores es cuando les dice a sus hijas que nunca quiso ser su madre. Las secuelas de este desafecto perduran todavía hoy pero, a pesar de todo, Ping Fu decidió hacerse cargo de su madre cuando se hizo mayor y ahora vive con ella en EE.UU. “Está en la planta de arriba . Tuve que superar mis conflictos”.

Hace 18 años, cuando regresó por su primera vez a China para ver a su familia, Ping tomó la decisión de enfrentarse a ella. “En Estados Unidos había consultado con un psicólogo que me dijo que le hablara de mis sentimientos. Pero él no sabía nada acerca del respeto a la familia en la cultura china. Al principio, adopté una postura de superioridad moral que no fue bien recibida en casa. Aún no era lo bastante madura para entender por todo lo que había pasado. Yo quería que dijese: “Lo siento” y “te quiero”, pero ella tampoco me comprendía a mí”.

Ping se emociona cuando habla de los últimos días de su madre adoptiva, su tía, con la que también se reencontró. “Sufrí mucho cuando murió. No pude hacer nada. Cuando la vi en el hospital, se me partió el corazón. Estaba en mis brazos y decía: “Ping, por favor, llévame a casa, quiero ir a casa...”. Pero no podía, y sus hijos tampoco podían cuidar de ella porque todos trabajaban... No quiero arrastrar remordimientos sobre mi otra madre. Quiero darle una vida mejor. Sus dos hijas vivimos en Estados Unidos (Hong vive en Arizona y tiene un negocio). No todo lo hago por ella; es también por mí misma. A pesar de los problemas, le agradezco que siempre haya tenido fe ciega en mi capacidad para hacer cualquier cosa, incluso cuando era niña”. Su fe en Ping Fu estaba justificada. Cuando se dio por concluida la Revolución Cultural en 1976, se reabrieron las escuelas y Ping consiguió una plaza en una de las pocas universidades del país.

Como estudiante de Literatura, se interesó por el periodismo y un profesor le sugirió que escribiese sobre la política china de hijo único. Su meticuloso informe, presentado tras meses de entrevistas con médicos, madres y comadronas, ponía en evidencia el asesinato generalizado de niñas. “Fui testigo con mis propios ojos de las terribles consecuencias... Las bebés eran ahogados en ríos; niñas recién nacidas asfixiadas con bolsas de plástico y arrojadas a los contenedores de basura”. El reportaje se publicó en el periódico más importante de Shanghai y atrajo la atención internacional. Aunque el nombre de Ping no aparecía en el artículo, las autoridades rastrearon la pista hasta dar con ella y fue detenida. “Pensé que me iban a ejecutar”.

Tres días después la sacaron de la celda y fue puesta en libertad pero obligada a abandonar China. Decidió exiliarse en EE.UU.: “Yo tenía una visión idílica de América. Mi primo me contó que era un sitio donde uno podía pisar sandías, golpearte con plátanos y llenarte la boca de cacahuetes al caer”, recuerda. La emoción del viaje brilla todavía en sus ojos. Ping aterrizó con 70 dólares en el bolsillo para pagar un taxi hasta Albuquerque y conociendo solo tres expresiones en inglés: “Gracias”, “hola” y “ayuda”. La última fue muy útil. Sobre todo, porque al llegar al aeropuerto, fue raptada por un hombre que se ofreció a llevarla en coche hasta la universidad, pero luego la encerró en su casa y se fue. Tres días después, los vecinos llamaron a la policía cuando escucharon sus gritos. “Sólo me podía pasar a mí”, dice, riéndose con distancia. Se apuntó a clases de inglés para extranjeros, mientras subsistía trabajando de niñera, limpiadora y camarera.

Tiempo después, estudió Informática y empezó a trabajar para una compañía de diseño de software, a la vez que iba completando sus estudios. En los cursos de doctorado de la Universidad de Illinois, se enamoró de un profesor, Herbert Edelsbrunner. Poco después se casaron y tuvieron una hija, Xixi, que hoy tiene 19 años. Luego Ping ingresó en el Centro Nacional de Aplicaciones de Supercomputación (NCSA, en sus siglas en inglés), un vivero de brillantes expertos en informática que trabajan en el campo de la realidad virtual y el procesamiento de imágenes. Una curiosidad: como parte de su trabajo, colaboró en la creción de los efectos especiales de la película Terminator 2.

Animada por sus jefes, tomó la decisión de poner en marcha su propia empresa junto a su marido. Y combinando la tecnología de imagen en 3D con fórmulas matemáticas, crearon Geomagic, especializada en la captura de imágenes y en su conversión a impresión tridimensional que genera modelos y prototipos. Fueron días apasionantes, igual que sus primeros años en Shanghai.

Con el tiempo, su empresa ha alcanzado tal éxito que cuando, en el año 2010, el presidente de EE.UU. reunió a 50 directores ejecutivos para recabar ideas sobre estrategias de negocio, Ping fue también invitada. Cuando Obama vio la primera lista de invitados se quejó: “Quiero diversidad, mujeres empresarias, inmigrantes de primera generación, líderes en el mundo de la tecnología, alguien que represente a una minoría”, le dijo a sus asesores. Ella cumplía todos los requisitos y, aunque era una completa desconocida, fue convocada. “En la reunión todos tenían grandes teorías sobre cómo motivar a sus empleados", afirma Ping, "pero yo dije: “A mí me gusta contar historias”. Al presidente le causó muy buena impresión: no había concluido aún su camino de vuelta cuando recibió una llamada de la Casa Blanca invitándola a compartir el palco de Michelle Obama en el discurso sobre el Estado de la Unión.

Poco después, fue nombrada 1ª presidenta del Consejo Nacional Consultivo de Innovación e Iniciativa Empresarial, un grupo que mantiene reuniones con Obama para desarrollar políticas que apoyen proyectos emprendedores. Cuando vuelve a China, Ping está bajo control. “Estoy en la lista de vigilados. Tengo esos puntos negros en mi expediente: anticomunista, antisocial, antitodo... Me encantaría ver una ceremonia de fuego, con todo mi expediente ardiendo en la pira”, dice aludiendo a un episodio de su infancia en el que la Guardia Roja quemó sus diarios privados.

“El año pasado, estando en China, recibí una llamada de la Casa Blanca. A los cinco minutos no podía consultar mis correos electrónicos y mi móvil se bloqueó. Le pedí el teléfono a mi primo pero, nada más cogerlo dejó de funcionar. Cambié mi billete y me largué ese mismo día. Da miedo”. De hecho, aclara Ping, por 1ª vez en su vida tiene la impresión de que puede tomarse un descanso. “Siempre he ido a toda velocidad. Siento como si ya hubiese llegado a mi destino. Fui nadie y siempre quise ser alguien”. Y añade con una sonrisa: “No siento que vaya a ser nadie nunca más.”

(Reportaje tomado de la revista Mujer Hoy, de 2/3/13)

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