Hablaba sobre Frank de la jungla hace poco, y no precisamente de forma halagüeña, pero tras unos cuantos episodios observando a este hombre y su manera de hacer las cosas, te das cuenta de que no es tan nefasto como pudiera parecer.
Sí es cierto que resulta grosero en muchas ocasiones, que tiene bruscos cambios de humor y hay que estar ahí para aguantarle, pero subyace en él una sensibilidad y una educación que asoma veladamente de entre sus histrionismos. Es la persona con menos sentido del ridículo que he visto, no le importa enseñar el trasero, revolcarse en el fango, aparecer sucio y hecho un desastre, o meterse en un río a hacer sus necesidades (todas) mientras la cámara capta el “momento”. Le es indiferente que contemplemos sus necesidades y sus penurias.
Es evidente que se complace escandalizando. Además es muy obsesivo, como se le meta en la cabeza que hay que hacerse con un determinado animalito, puede tirarse horas merodeando por una zona o excavando hasta encontrar lo que busca. A los que le acompañan les hace pasar las de Caín con sus manías, le gusta ejercer el mando, de la forma más autoritaria posible, que les quede a todos claro quién es el que toma las decisiones, quién controla la situación. Se enfada cuando los demás no ven lo que él ve, si cree que alguien no colabora, si no entienden lo que quiere decir, es impaciente e irascible.
Con los dragones de Comodo se disculpó por las imágenes según él “crudas” que tomaron, cuando varios de ellos fueron captados a la hora de la comida, despedazando un animal que habían matado. Se veían las vísceras esparcidas, y cómo uno de ellos engullía una pierna de golpe. Frank “adereza” sus descripciones con expresiones como “Qué mal huele”, o “Cuidado no te acerques mucho que son muy peligrosos”, o “¡Coño, cómo se lo ha tragado!”, con lo que a nuestra sorpresa por lo que vemos se suma la repugnancia.
Se empeña en mostrarnos cómo defecan todos los animales. Las serpientes, que son su especialidad, echan una masa amarillenta por un agujero que se ensancha asombrosamente por la parte de debajo y a la mitad de su largo cuerpo. Se empeña también en mostrarnos sus bocas, obligándoles a abrir las fauces, o su sexo (ignoraba que tantas especies macho diferentes tuvieran testículos). Nos quiere enseñar todo lo que habitualmente no vemos en un documental de formato más convencional. Frank no guarda las formas, no le importa ser incorrecto.
Sin embargo me sorprendió enormemente cuando mostró unos monitos, con ojos tan grandes que les cubrían casi toda la cara, y pelo claro y suave. Se volvió repentinamente sensible y delicado, cogió a uno de ellos con sumo cuidado y éste le puso las manitas en el pecho, mirándolo con una mezcla de dulzura y asombro. Luego le daba pequeños mordiscos en un brazo (mordiscos amorosos decía Frank, un poco quejicoso). Luego Frank se dedicó a darle besos suaves por todo el cuerpo, mientras hablaba no en el tono alto y fuerte que acostumbra, sino bajito, diciéndole cosas bonitas y agradables.
Frank se come todo lo que se le ponga por delante, y contrasta con los remilgos de sus acompañantes, que ponen cara de asco cada vez que él les ofrece a probar algo “nuevo”. Ellos prefieren sus comidas enlatadas. Se complace en enseñarnos el recodo de un río, lleno de basura flotando, en el que se supone que han pescado algo que él acaba de comer en un mercadillo cercano. Pero Frank debe estar inmunizado a todo, comidas contaminadas, heridas abiertas y llenas de suciedad, mordeduras de toda clase de bichos…, en fin, parece incombustible.
Cuando se nota que está en su salsa es en Tailandia. Como es allí donde vive, no tiene reparo en mostrarnos su casa y a su familia. Allí se le ve más contento, relajado. Su mujer, exótica y bella aún sin maquillaje, prepara bocadillos de atún y mayonesa para que todos merienden. Sus hijos están a su alrededor, atentos a lo que haga o diga, o juegan con los muchos animales que pululan por el jardín.
Su jardín es otra pequeña selva. La verdad es que Frank es un privilegiado que vive en una casa grande y hermosa, un chalet abierto a la Naturaleza y rodeado de vegetación, a salvo de miradas de extraños. Los animales que viven allí son tratados con mimo, y dan mucho trabajo, pero a él parece no importarle, le mantienen ocupado, calman su hiperactividad. Tortugas, monitos, aves, insectos y algún reptil campan a sus anchas, y él mismo se encarga de alimentarlos y que estén limpios. Debajo de un árbol nos muestra el lugar donde está enterrado uno de sus hijos, gemelo de otro, que murió a los pocos meses de nacer. Frank lo enseña todo con suma naturalidad, y parece que realmente tiene sus raíces en ese lugar, que aún siendo español, y leonés, se ha adaptado perfectamente a esas tierras exóticas que nada tienen que ver con sus orígenes, y son ahora su verdadero hogar. El paisaje y él se funden en un solo ser, amante como es de la Naturaleza en estado puro, salvaje, un paraíso en la tierra que no ha sido hollado aún por el hombre.
Nos muestra el edificio donde acogen animales abandonados, en el que trabaja con otras personas, cada uno dedicado a una especie diferente, y también el club de tenis donde da clases, que es según él lo que le da dinero. Cuenta que un accidente de moto en su juventud, en el que se rompió las dos piernas, le impidió seguir en el tenis profesional. Pero, como se suele decir, los caminos del Señor son inescrutables, y cuando se sirve para muchas cosas tan distintas te terminas dedicando a lo que nunca hubieras imaginado, y en el lugar más insospechado del mundo.
Sus alumnos en el club de tenis, adolescentes la mayoría, dicen cuando les preguntan que es duro entrenando, que puede jugar muchas horas y a un ritmo fuerte sin parecer cansado. Frank, haga lo que haga, parece siempre querer llegar al límite de sus posibilidades, le gusta ponerse retos, ver hasta dónde llega su resistencia física y psíquica. Posiblemente a los que le rodean no les atraen ese tipo de retos, ni aguantan tanto.
Algunos de los reportajes los rueda ocultando la cámara en mercados al aire libre donde se trafica con animales. Éstos aparecen en condiciones penosas, encerrados en jaulas. Mientras está en estos sitios, tiene miedo en todo momento a ser descubiertos, está nervioso, irritado. Habla en voz baja para que no se den cuenta de lo que están haciendo, suelta palabrotas y profiere insultos en contra de los mercaderes, aprovechando que nadie entiende el español y no saben lo que dice. “¡Qué cabrones, qué hijos de puta”, no para de repetir.
La sorprendente religiosidad de Frank aparece cuando hace el saludo budista al pasar cerca de un altar, que allí se erigen en cualquier sitio, o cuando se encuentra con monjes budistas, ante los que se arrodilla juntando las manos para que le bendigan. Puede que forme parte del exhibicionismo al que nos tiene acostumbrados, o simplemente que en esas tierras remotas ha encontrado una nueva espiritualidad.
En todo caso, es respetuoso con las creencias y las tradiciones del sitio en el que se encuentre. Cuando mostró las celebraciones de la onomástica del rey de Tailandia, en las que hubo desfiles, comidas y fuegos artificiales al caer la noche, se veía a Frank admirado y respetuoso. A los demás nos puede parecer un derroche de dinero innecesario para un país con tanta pobreza, y un culto desmedido a un dirigente, que al fin y al cabo es una persona de carne y hueso, que acumula una gran riqueza, mientras una gran mayoría de gente vive con estrechez. Frank no parece que se cuestione nada, sólo se confunde con el ambiente.
Me gustó su paseo en barca con su familia por un mercado asentado sobre el agua en el que, desde su embarcación, compraba comida en los puestos, y hasta piropeó a una turista joven y guapa, que le dijo que venía de Mallorca. “Qué lastima, y yo casado”, comentó en voz alta. Su mujer, detrás de él con los niños, ya le conoce y no le hizo ni caso, le dió igual.
A Frank le gusta reírse un poco de todo, hasta de sí mismo, es como un niño gamberro, básico, tierno en el fondo. Su aspecto es curioso y un tanto anacrónico, siempre con su gorra de visera vuelta hacia atrás, su camiseta de manga larga blanca, sus bermudas, sus calcetines blancos y sus zuecos de goma rojos. Unos turistas españoles con los que se encontró en un supermercado de Tailandia le preguntaron si siempre vestía así, aunque no hiciese el programa. Él contestó que sí, que así vivía él. Da igual que esté en la selva que en algún lugar helado, se pone la misma ropa y, como ni él ni sus acompañantes van preparados, pasan un frío horroroso y la gente con la que se encuentran les tiene que prestar algo de abrigo, como si fueran mendigos.
Frank ya no hace sus programas, ni el que rodaba en España, que era algo soso (aquí no hay tantos peligros y emociones, nuestro entorno natural es más aburrido), ni el que hacía en las selvas del mundo. Dijo cuando lo dejó que estaba cansado de dar tumbos por ahí. Y es comprensible, con el nivel de adrenalina que desgasta en cada ocasión.
Frank nos ha enseñado cómo tratar a los animales, nos ha enseñado a conocerlos, a familiarizarnos con ellos. Su aparente falta de temor ante peligros evidentes proviene de ese conocimiento de lo que le rodea. Sin duda, Frank nos ha ofrecido una nueva visión de nuestro entorno, otra forma de ver las cosas. Puede que no a todos les convenza, pero desde luego a nadie deja indiferente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario