- Qué costumbre tan lamentable hay ahora de sustituir los nombres de ciertos sitios por los de sus patrocinadores, que además son feos e incluso algunas veces impronunciables. El teatro Alcázar se llama desde hace tiempo Cofidis, empresa de préstamos. El teatro Benavente se denomina Häagen Dazs, la marca de helados, y el metro de Sol ha pasado a denominarse recientemente Vodafone Sol, los de la telefonía móvil.
Esto sí que ha escocido un poco, pues en algunas estaciones han intentado tachar o borrar de mala manera lo de Vodafone, o incluso cambiar el inicio de la palabreja para darle otros significados nada adecuados, como muestra la foto. Por lo visto los guardias de seguridad tuvieron que patrullar bastante al principio para evitar que se produjeran estos “cambiazos”, y los sindicatos del metro protestaron afirmando que “hay temas más urgentes que vigilar unas pegatinas”. Según dicen Metro ha cobrado 3 millones por poner esta publicidad durante 3 años.
Todos estos cambios son un atentado contra el buen gusto, nuestras costumbres y nuestra Historia. Es la señal inequívoca de que nuestro mundo es cada vez más materialista, de que el espíritu que anidaba en ciertas cosas está intentando ser erradicado. Un teatro con nombre de prestamista o de helado pierde toda su esencia vital, su alma. Un lugar con nombre de teléfono móvil deja de ser un punto de referencia y de encuentro básico en una gran ciudad como Madrid.
Cuántas más cosas y sitios verán modificada su denominación de origen, que está tan de moda últimamente. Si hasta el jamón de pata negra lo tiene, cuánto más un teatro con solera o una estación de metro de toda la vida.
- Hay una mujer mayor que toca el violín en la calle Alcalá esquina con Barquillo que, situada frente a un atril lleno de partituras, nos deleita a los que por allí pasamos de vez en cuando sin prestarle, como suele pasar, la atención debida. Recoge su largo pelo blanco en un moño italiano, y viste ropas de sport modestas. Todo en ella desprende, sin embargo, una elegancia innata, producto seguramente de una esmerada educación, que ahora se ve expuesta sin piedad a la fría intemperie, al desinterés ajeno sólo roto de vez en cuando por algún transeúnte un poco más sensible o con un poco más de tiempo, y a las crudezas de la vida en la gran urbe deshumanizada.
Recuerdo con deleite al grupo musical que se suele poner junto a la puerta de El Corte Inglés de Callao. Violines y chelos tocando pequeñas piezas de siempre, como en un mini concierto improvisado para agasajar los oídos de la concurrencia, que se arremolina en masa a su alrededor. Pero si te fijas en los instrumentos están desgastados por el mucho uso, y el semblante de los intérpretes no refleja precisamente satisfacción por el reconocimiento del público. Ellos, como tantos otros, tendrían que estar en otra parte, en alguna filarmónica, recibiendo ovaciones multitudinarias y reconocimientos bien pagados. Estos sobre todo, que son muy buenos.
Cuando dijeron que harían unas pruebas a los músicos callejeros para darles un “certificado de idoneidad”, algo que en Barcelona ya se ha hecho, aunque allí lo llaman “licencias”, me quedé un poco perpleja. Al principio creí que les querían dar una oportunidad laboral en el Ayuntamiento, para tocar en alguna banda municipal o algo así, pero no para conseguir autorización para seguir mendigando en la calle, que es lo que hacen en realidad. Por lo visto no podrá tocar el que no lo tenga, y además se prohíbe la percusión, los amplificadores, estar más de 2 horas en un mismo lugar, o cerca de escuelas, hospitales y residencias de ancianos, ni en lugares con mucha contaminación acústica o en calles estrechas. Igual se tienen que ir a tocar al campo.
Un permiso para mendigar, de eso se trata, avalado por el Ayuntamiento. Se están luciendo nuestras autoridades municipales, entre unas cosas y otras.
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