No creo que exista una persona más libre que Albert Casals. Todo lo que pasa por su cabeza lo lleva a la práctica, sin plantearse las dificultades que pueda entrañar. Si algo le resulta especialmente complicado, entonces desiste, simplemente. Para él lo imposible es llevar una existencia como la de la mayoría de la gente, haciendo todos los días lo mismo, no lo podría soportar. No comprende cómo se puede vivir así.
En Un mundo pequeño, largometraje dirigido por Marcel Barrena que, según he leído en Internet, “mezcla el autofilmado con un estilo visual próximo al documental”, Albert cuenta sus experiencias a lo largo de un viaje que le llevó desde su Barcelona natal hasta un faro perdido en los confines de Nueva Zelanda. En compañía de Anna, su novia desde hace un tiempo, recorre el mundo en busca de nuevas experiencias.
Durante la cinta se intercalan las peripecias de los viajeros con opiniones que sobre ellos tienen sus familiares y amigos, así como con películas caseras en las que se ve a Albert cuando era pequeño. Era muy rubio y tenía un gesto testarudo, caminando con normalidad. Luego cuando enferma de leucemia, con 5 años, que fue cuando murió su madre. También jugando con un hermano menor, o saliendo de casa con muletas para ir al colegio. Su padre dice que las abandonó pronto, porque no podía llevar los libros o correr al mismo ritmo que los demás chicos.
El médico que le operó habla de Albert con un afecto enorme. Recuerda lo duro que fue todo para él y los suyos, y su afán de superación cuando supo que ya no podría utilizar sus piernas. “Albert hace cosas que mucha gente no sería capaz de hacer ni con silla ni sin ella”, afirma categórico. En ciertos momentos a duras penas puede contener las lágrimas. Él ha sido más que un paciente, le conmueve y le admira profundamente.
Su padre, un hombre muy vivaz, rehízo su vida con otra mujer tras quedarse viudo. Se le ve en las películas caseras cogiendo a su hijo en brazos en la orilla del mar, con los pies metidos en el agua, señalando algún punto perdido en el horizonte. Fue un padre paciente y abnegado, que sonreía cada vez que estaba con Albert para no entristecerle, el dolor lo dejaba para cuando no le veía. Albert lo recuerda siempre animado, no tuvo sensación de trauma ni duelos en su infancia, sólo veía el lado positivo de las cosas y que había que seguir adelante, algo que le transmitió a él.
Los padres de Anna, su novia, son también muy libres. Dicen que nunca se les ocurrió prohibir a su hija esa relación ni ninguna otra cosa que quisiera hacer, porque aunque es joven ya tiene edad para decidir por sí misma. “A los hijos no se los puede retener, no puedes atarlos porque no son tuyos”. Estoy aboslutamente de acuerdo con ellos. Parecen contentos porque su hija está contenta, y eso es lo único que importa.
Las amigas de Anna son de otro parecer. Dicen que nunca harían lo que ella ha hecho, jamás estarían con un chico minusválido, y que no comprenden cómo ella sí. Una cuenta que, sin embargo, al verlos juntos, él tirándose desde la silla al césped donde estaba Anna y jugar como niños, tan felices, cree que realmente es posible.
Albert no se comporta como un minusválido convencional. Para él la silla de ruedas no tiene nada de particular, “es como llevar gafas o ropa distinta”. No ve el impedimento, lo que le hace diferente a los demás, porque si él es distinto lo es por otras razones, por su forma de ser, por su personalidad. Lo que demuestra que los obstáculos están la mayoría de las veces en nuestra mente.
Y especial es porque allá donde va la gente le ofrece lo que tiene. Viaja sin apenas dinero, pero su simpatía, calidez y candidez, además del dominio del inglés, por qué no, le hacen granjearse la amistad de seres de todas las razas, edades y sexos. Dice que las personas con traje y corbata son de las que menos puedes esperar, y en cambio de las personas más llanas y sencillas lo puedes esperar todo, aunque apenas te conozcan.
Igual pasan la noche en una modesta pensión, como en un cuarto de servicio de una estación de tren que les permiten utilizar, al raso si hace buen tiempo, o en un hotel estupendo porque se ha ganado la simpatía de otras personas que viajan por negocios y les han dado una de las habitaciones que habían reservado.
En la Muralla China Albert sube sentándose uno a uno en los peldaños y ascendiendo, pero para bajar ahorra tiempo y esfuerzos tirándose escaleras abajo de una forma en la que se supone que no se hace daño. Desde la cintura hasta los pies su cuerpo parece el de un muñeco de trapo y puede que no tenga mucha sensibilidad. Anna, que lo graba con la cámara, le grita espantada que no haga eso, y le medio regaña, pero él no hace mucho caso.
En otro momento del recorrido Albert se da un baño en un lago y se sienta en la hierba para tomar el sol. El aire parece muy limpio y hay una quietud en el aire como en pocos sitios puedes encontrar. Eso es disfrutar de la vida, sin más complicaciones.
Algún tiempo después Anna se siente enferma y no puede salir de la habitación de una de las pensiones en la que han recalado. Él se va a dar una vuelta por la ciudad porque se aburre, aunque sea de noche. Anna, a solas, le dice a la cámara que no se siente capaz de continuar el viaje, que desde hace un mes se encuentra mal, y llora al pensar que no está a la altura, pues Albert lleva muchos años recorriendo el mundo y está más entrenado.
Mientras ella regresa a su casa con la intención de reincorporarse en cuanto esté bien, Albert continúa su periplo en solitario, como ha hecho durante tanto tiempo antes de conocerla. Con un gran mapa en la mano, no hay frontera que se le resista. Se acuerda de su chica por algunos comentarios que hace mientras graba, pero sin sentimentalismos vanos. La tristeza o la nostalgia no tienen cabida en su corazón, son sentimientos inútiles que no llevan a ninguna parte, y que impiden gozar de la vida con plenitud.
Albert cuenta que ha viajado en barco más de una vez usando el recurso de la pena que produce en los demás un minusválido: hace como que se ha caído de la silla y con el revuelo de varias personas acudiendo a la vez para ayudarlo, se olvidan de pedir billetes y como si tal cosa. Es como si se riera de la actitud ajena ante su situación y además sacara partido de ella. En Albert no hay prejuicios, traumas ni complejos.
La Nochebuena la pasa en un tren. Está en un vagón con literas con otras personas. Les enfoca con su cámara y le saludan sonrientes. En Nochevieja se encuentra en casa de un tipo con pinta extraña, que le ha acogido. Creo que está en Praga. El piso es modesto, y Albert toma con su cámara los fuegos artificiales que se ven a lo lejos, mientras se refleja en los cristales de las ventanas la imagen de su anfitrión, con la cabeza rapada y el torso desnudo, mirando sonriente lo mismo que él.
Parece que tampoco existe para Albert la necesidad de pasar en familia estas fiestas que para los demás suelen ser de reunión con los seres queridos. Él no necesita seguir tradiciones, ni costumbres, ni normas socialmente aceptadas. Cuando quiere ver a los suyos lo hace, no como una rutina más que venga impuesta por la fecha en la que esté. Y siempre está acompañado, hace amigos allá por donde va, la soledad es un término que tampoco está en su vocabulario, algo que no está interiorizado en él. Como hace las cosas un poco al tuntún uno puede pensar que es porque es simple o atolondrado, pero en realidad es por su enorme espontaneidad, su naturalidad, la pureza de su mente y su corazón, la inocencia intacta. La aventura es improvisación. Se le ve ya grande, veinteañero como es, pero al mismo tiempo parece todavía un niño. Sin embargo, por todo lo que dice se aprecia que tiene muy claras las cosas de su vida.
En un momento dado, cuando Anna ya se ha reincorporado al viaje, Albert se siente enfermo. Tiene fiebre y se queda como adormecido. En la escena siguiente su novia se enfoca unos segundos, en ese afán de ambos por grabarlo todo, y dice desesperada que lo lleva corriendo a un hospital. Está muy asustada. Una vez allí, y aún convaleciente en la cama, Anna está hablando con él diciéndole la cara que se le había puesto cuando empezó a sufrir convulsiones y no podía respirar. Por lo visto algo le había producido un cuadro alérgico agudo. Tampoco la salud de Albert es lo fuerte que debería, posiblemente por secuelas de su enfermedad, aunque él parece no darse por enterado. “Eso le puede pasar a cualquiera, sales a la calle y te puede pasar cualquier cosa”, le resta importancia, pero cuando enfoca a Anna ella se ha retirado junto a una pared para llorar. Le dice que no llore, y ella que no la enfoque estando así.
Un viaje, como la vida misma, que es otro viaje, está lleno de alegrías y dificultades. Al final consiguen llegar a donde se habían propuesto, en los confines de Nueva Zelanda, y Albert se pone a hablar en inglés con alguien que encuentra por allí, diciéndole que es español, los sitios que ha recorrido y algunas de las peripecias vividas. Su interlocutor parece muy sorprendido y admirado, mirando su silla de ruedas, le parecerá increíble.
Como dice el director del largometraje, “el mundo está pasando una década gris y triste, pero el color de las cosas puede ser un estado mental”. Eso es lo que aprendemos de Albert y su mundo pequeño, porque cuando él lo recorre, con tanta facilidad, no nos parece ya tan grande como creíamos que era.
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